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Weimar 1919, Chile 2019: hemos acabado con la historia, pero no la historia con nosotros Opinión

Weimar 1919, Chile 2019: hemos acabado con la historia, pero no la historia con nosotros

La reflexión retrospectiva sobre la República de Weimar es amplia y desafiante. En lo político, queda esa sensación de modelo experimental. Estaba la idea siempre curiosa e inquieta de la transformación y ampliación de las posibilidades. Una idea originaria que en el acto creativo se presenta en forma difusa y luego opaca al momento de definir cómo realizarla. La respuesta fue jurídica, una Constitución que combinó presidencialismo y parlamentarismo, como base para una transición periódica y pacífica del poder político, en una sociedad cuya cultura previa estaba marcada por el verticalismo monárquico-imperial. Una creación que nació de la urgencia por mantener la unidad política y territorial, acompañada de estabilidad social y económica. La República fue una opción entre varias, dentro de un cuadro de modelos competitivos, y parece haber triunfado en su origen, a pesar de los ataques de los extremos, pero también gracias a los mismos.


Seguramente nadie en Chile está pensando en que el 11 de agosto de 1919, hace ya poco más de cien años, se aprobó la Constitución Política de Alemania, cuyo espíritu regiría hasta el 23 de marzo de 1933. A este período se le conoce como la “República de Weimar”, fuente inagotable de reflexiones hasta nuestros días.

Para ser más precisos, la “República” había sido proclamada el 9 de noviembre de 1918, en un contexto histórico marcado por el caos político y social luego de la derrota militar en la Primera Guerra Mundial. Ese día el canciller Maximilian von Baden anunció la abdicación del káiser Guillermo II y la transferencia de poderes al socialdemócrata Friedrich Ebert. Terminaba así el II Reich.

Ante un Parlamento asediado, Philipp Scheidemann, correligionario de Ebert, soltó la frase: “Larga vida a la República”, que fue tomada como proclamación. A pocos pasos, en el Palacio Real, Karl Liebnehcht y Rosa Luxemburgo, líderes de la Liga Espartana, proclamaban la República Socialista. En Bavaria, el día anterior, había abdicado el rey Luis III y Kurt Eisner proclamaba el Estado Libre, mientras que en Kiel, a principios de noviembre, se había creado un Consejo de obreros, soldados y marinos (Rate).

La petite histoire de Scheidemann ha dado lugar a la leyenda de Weimar como “República accidental”; para otros, fue la derivada lógica de la revolución liberal de 1848. También hay quienes se refieren a la República de Weimar como un síndrome, cuya precisa etiología político-económica habría incubado el populismo pre-histórico del régimen nazi. En todo caso, República de Weimar y nazismo en una misma frase constituyen un oxímoron.

Declarada la República había que redactar una nueva Constitución. Las sesiones de trabajo se extendieron entre febrero y julio de 1919, en Weimar, lejos de las presiones de Berlín, con nombres como Hugo Preuss y Friedrich Naumann. Weimar, la ciudad de Schiller, Goethe y Lucas Cranach, sede del colapso de Nietzsche y cuna del Bauhaus, consolidaba así su pretensión de ciudad acogedora y reafirmaba en el Derecho la posesión de un aire creativo sui generis.

En lo sustantivo, como aclaró el embajador de Alemania en España (Wolfgang Dold, 22 marzo 2019, El País), con la Constitución de Weimar los habitantes de Alemania dejaron de ser súbditos y pasaron a ser ciudadanos. Fue el momento en que las monarquías se vieron enfrentadas al liberalismo más radical: igualdad ante la ley, no hay personas ni grupos privilegiados. La República estableció un presidente, ya no un káiser ni rey, elegido por siete años, por votación universal de mayores de 20 años y segunda vuelta de ser necesario. Por primera vez las mujeres tuvieron derecho a sufragio (en Chile sería en 1934 para elecciones municipales y en 1949 para elecciones generales). La educación pública fue obligatoria y se eliminaron los títulos nobiliarios.

Correspondió a la República negociar el Tratado de Versalles (18 de junio de 1919). El consenso histórico es que este instrumento impuso cargas desmedidas que hipotecaron la viabilidad económica, social y política de Alemania. Las reparaciones de guerra (desaprobadas por J. M. Keynes en su libro Consecuencias económicas de la paz, 1919), la renuncia a territorios y a la unificación con Austria (que el nazismo incumpliría en 1938 con el Anschluss), y los límites militares, fueron concesiones que atizaron la narrativa de los “traidores de noviembre” y la “estocada por la espalda”, que resurgiría con ímpetu a partir de 1930.

La naciente República tuvo que resistir así a los extremos: la República Soviética de Baviera de 1919, el levantamiento Kapp-Luttwitz de 1920 y el Beer Hall Putsch de 1923. Internamente, tuvo que imponerse a la desconfianza de los nobles, a la praxis de bolcheviques y a las provocaciones callejeras y a las conspiraciones de todos ellos.

En el ámbito económico, la República asumió el pago de las indemnizaciones de guerra, con una recaudación tenue e hiperinflación en 1923, aunque los Planes Dawes (1925) y Young (1930) redujeron significativamente la deuda.

Sin embargo, la Gran Depresión de 1929 infligió un golpe certero. El canciller Brunning defendió el patrón oro mediante una estricta austeridad fiscal, forzando la economía hacia un espiral deflacionario y la recesión. Las desconfianzas de la población renacieron en contra de los políticos, las instituciones y el sistema instalado por Weimar. La búsqueda de soluciones rápidas y liderazgos fuertes ascendió en el inconsciente colectivo. La respuesta político-democrática fue pobre e ineficiente. La democracia como diálogo se transformó en violencia y peleas callejeras. Hacia finales de los 20, la fragmentación hacía imposible formar mayorías en el Parlamento, por lo que los últimos cancilleres previos a Hitler –Hermann Müller, Heinrich Brunning y Franz von Papen– gobernaron mediante decretos firmados por un octogenario Paul von Hindenburg.

Beneficiándose de la debilidad del sistema político y del deterioro económico, Hitler consolidó una mayoría relativa de 37% en las elecciones de 1932, asumiendo como canciller el 30 de enero de 1933. El 8 de febrero, Wilhem Ropke, profesor de economía de 32 años, inauguraría sus clases bajo el título “El fin de una era” apuntando que Alemania entraba en un proceso “contra la razón, la libertad y la humanidad” y acuñaría por primera vez el término “iliberal”, hoy tan en boga.

El incendio del Reichstag del 27 de febrero solo fue un pretexto para restringir los derechos civiles e iniciar una campaña de intimidación, persecución y prisión de rivales políticos, en vísperas de las elecciones del 5 de marzo en las que el nacionalsocialismo obtuvo 44% de los votos. El golpe final sería la aprobación de la Ley Habilitante, el 23 de marzo de 1933, que otorgó a Hitler la facultad de gobernar por medio de decretos, sin el concurso del presidente ni del Parlamento, lo que marca el término de la República. Lo que siguió a continuación fue una de las barbaries organizadas del siglo pasado.

La reflexión retrospectiva sobre la República de Weimar es amplia y desafiante. En lo político, queda esa sensación de modelo experimental. Estaba la idea siempre curiosa e inquieta de la transformación y ampliación de las posibilidades. Una idea originaria que en el acto creativo se presenta en forma difusa y luego opaca al momento de definir cómo realizarla. La respuesta fue jurídica, una Constitución que combinó presidencialismo y parlamentarismo, como base para una transición periódica y pacífica del poder político, en una sociedad cuya cultura previa estaba marcada por el verticalismo monárquico-imperial. Una creación que nació de la urgencia por mantener la unidad política y territorial, acompañada de estabilidad social y económica. La República fue una opción entre varias, dentro de un cuadro de modelos competitivos, y parece haber triunfado en su origen, a pesar de los ataques de los extremos, pero también gracias a los mismos.

Además, Weimar demostró que la democracia es un espacio de tolerancia, fuera de los cuales la vida tiende a ser, parafraseando a Hobbes, “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Pero también prueba que el ejercicio democrático no es solo el liberalismo clásico de la separación de poderes, Estado de Derecho, igualdad ante la ley, libertades y derechos políticos y sociales, sino también una actitud cívica y un lenguaje apropiados. Pero, además, ese espacio político-democrático requiere un marco económicamente participativo, de mecanismos que incentiven una mayor igualdad y mayor participación e inclusividad en el proceso económico y en sus beneficios. En la interfase democracia-economía, Paul Krugman elaboró en forma eximia sobre Weimar y el default griego (NYT, 16 febrero 2015).

Por algunos observadores, Weimar probó que una democracia débil y un ciclo económico deteriorado ofrecen las condiciones para el populismo. En Europa el populismo se asimila preponderantemente a la extrema derecha. En América Latina hay rasgos en ambos extremos del espectro político: énfasis en la emotividad, soluciones mágicas, identidad e identificación con el “pueblo”, autoritarismo. Bajos conocimientos de economía. Los populismos se desarrollan al socaire de las normas democráticas, pero tienen una lucidez vertiginosa para sintetizar en lenguajes simples el malestar, frustraciones y desencanto de los ciudadanos y el declive de las instituciones. Un lenguaje binario que se comunica en hipérbole, sin comas ni puntos seguidos.

Como herencia política, Weimar dejó la actual Ley Básica (1949) de Alemania –se evitó expresamente la palabra “Constitución”– que plasmó lo que Karl Loewenstein denominó la “democracia militante”: quedó prohibido todo acto contrario a su texto y la derogación de los derechos y libertades; se debilitó la figura del presidente, concentrándose el juego político en el Reichstag. Con el tiempo se desarrolló una cultura de “coalición” que ha dado la previsibilidad y estabilidad, en especial comparado con otros países del sur de Europa.

En lo sociológico-económico han quedado las marcas de la “economía social de mercado”, principio ordenador del milagro alemán (Wirtschaftswunder) bajo la dupla Adenauer-Erhard. Además, se incorporó esa profunda aversión a la inflación y a las deudas, particularmente a la ecuación “deuda = culpa”. Hoy el “freno de la deuda” tiene rango constitucional (schwarze Null).

No parece razonable proyectar que la Alemania de 2019 posea hoy el perfil de la República de Weimar de 1930. ¿Pero procede la misma respuesta para Chile 2019? Con una fatiga democrática que ha encendido las calles y con un alto endeudamiento público que solo se profundizará con la recesión en ciernes. Además, volver al “Sí o No” después de 31 años extrae de nuestro imaginario las palabras de Paul T. Anderson (Magnolia, 1999) y que, en tono de tragedia griega, le gusta reiterar a Simon Critchley: “Creemos que hemos acabado con nuestro pasado, pero el pasado no ha acabado con nosotros”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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