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«Anomalías del espacio»: Notas de arte y política


En septiembre y noviembre del año 2000 se efectuó el proyecto expositivo sobre arte y política denominado Anomalías del Espacio. El Museo de Arte Contemporáneo y la Galería Metropolitana fueron los lugares seleccionados para llevar a cabo una muestra que pretendía remarcar en las artes visuales su lugar de conflicto político, crítica institucional y desborde formal.

Este proyecto propuso una interrogación política del arte actual chileno, tanto por sus suministros ideológicos como por el ánimo histórico que expresa su talante programático. Por eso las obras seleccionadas acaecieron «penetrando» el particular discurso del proyecto, es decir, la dialéctica que aún encierra la relación entre el arte y la política.

Cómo las obras interrogan a lo político, o bien se hacen episodio de un saber reflexivo en el arte, es algo difícil de desentrañar. Lo cierto es que los trabajos presentados por Víctor Hugo Bravo, Mario Soro, Arturo Cariceo, Juan Acevedo, Pablo Langlois, Carlos Montes de Oca, Cristian Silva, y Claudio Herrera (1) pueden adolecer como extender la sustancia o experiencia de lo político en el arte.

Con ello incluimos a la política y a lo político como temas inconclusos, que implican cuestionar la contingencia más elemental y ensimismada de la institucionalidad artística. Es sin duda un enfoque artístico que enjuicia el lamentable agotamiento critico en la esfera del reformismo capitalista.

El catalogo que reúne los comentarios acerca de la exposición tiene un ánimo de desconsuelo por la historia, el sujeto y la función del arte. «Bástenos estos ejemplos. Proceso de disipación, disolución, anulación. No se trata solo de la destrucción del mundo común y su reemplazo por la sociedad. Más aún, lo que se juega es la destrucción del lenguaje mismo» (2).

¿El lenguaje artístico es también un lugar de derrota? Pues bien, aún están presentes la deflación obscena de la ética política y la reducción de sentidos en la estética «experimental» contemporánea, todo eso en el contexto de un vago postmodernismo ambiental.

Y es esta inmanencia de la crisis lo que el proyecto también interroga. Hace examen de un panorama anómico del arte, de aquella «sensibilidad» subordinada que tanto «engancha» hoy con el mercado.

Así pues, un descrédito argumentativo nos sirve operativamente -en el museo y en la galería- para dar cuenta de la complejidad de las situaciones que desmantelan hoy al arte: el esencialismo académico de los artistas, la carencia de discursos significativos, el desvarío curatorial de las muestras, la consumación de un descentramiento ideológico sin contenido ni espíritu. A fin de cuentas, los estereotipos más insistentes que degeneran en una malsana futilidad de campo.

Un espacio también -el del arte- donde el habla se desgarra a punta de conflictos ridículos. Con una proximidad funcional al postmodernismo, el arte chileno expresa -sin tal vez quererlo- la confusión anecdótica de sus argumentos, sus proyectos y sus obras.

Por eso un objetivo central del proyecto era desbordar al arte de su actual norma, de sus modas vulgares, de su arribismo medial, y con ello ofrecer la presentación de una obra política autonomizada de la atrofiada hegemonía académica. Es decir, generar un discurso del arte que conduzca a una anomalía irreparable y fatal, por fin «desprendida» de su funcionalidad regresiva.

La política del arte no podrá ser más que el desborde de la beatitud y la doxa. O como dice Guadalupe Santa Cruz: «Podría, entonces, instalarme en la violencia que encierra el trecho entre los vocablos Arte y Política, y sumarme a los embates -sangrientos, si creemos que las plumas cargan cuerpo- y a las controversias, tanto frontales como oblicuas, discursivas o en obra, sobre la historia reciente del arte» (3).

La expresión siniestra de lo político se realza en el arte. Y la secularización de las prácticas artísticas que tanto pregonan los académicos sólo nos indica la tensa y paradójica conversión del arte en fetiche, en estrategia, en mercado. Lo moderno, lo postmoderno, lo minimal, las transferencias, las bienales, los curadores, los seminarios.

El capitalismo que vivimos es una maquina exasperada que reúne en su contingencia, los flujos de riqueza que todo campo inscriptivo provee. El arte es una forma de inscripción aun primitiva, y su privatización no se ha completado. No obstante, su actual producción simbólica es proclive a permitir la interminable extracción de sus flujos de conocimiento y saber.

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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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