Publicidad

Crisis y catástrofes


Una de las corrientes de la historiografía contemporánea, la historia de las mentalidades, da cuenta de cómo ha cambiado la percepción de la realidad de una época a otra. Así por ejemplo, el que en el siglo XVIII el promedio de vid de la población chilena fuera de alrededor de 30 años, implica que una familia normal tenía un muerto cada dos años. Es decir, durante la colonia los chilenos vivían en luto casi permanente. Entonces la muerte era vista como un suceso más natural, frecuente, probable y cercano. Hoy, en cambio, se la considera casi como una anomalía que se produce por accidentes o por errores médicos.

El aumento de las expectativas de vida, que comienza a producirse en Chile con la acción del Estado sanitario, desde 1930 en adelante, genera una transformación radical en la percepción no sólo de la muerte. Cambian drásticamente los conceptos de la juventud, la vejez y el tiempo.

Hay, en cambio, otros factores que influyen en las mentalidades, y que parecen mantenerse constantes a lo largo de nuestra historia. Estas son las catástrofes y los tiempos de crisis, que conforman lo que el historiador Rolando Mellafe llamó «el acontecer infausto».

Chile ha vivido siempre sucesos catastróficos. Las crónicas de la colonia y los relatos de viajeros dan cuenta de terremotos devastadores, erupciones volcánicas, inundaciones, sequías, maremotos y epidemias. Aunque se habla menos de ellos, las recientes investigaciones de historia económica describen los ciclos de prosperidad y de crisis, de crecimiento y baja de la producción y de las exportaciones.

Los adelantos científicos y tecnológicos han logrado aminorar algunos de los efectos de estas catástrofes. La salud pública ha conjurado en parte el aumento catastrófico de la mortalidad en caso de epidemias. La ingeniería sismorresistente ha conseguido que gran parte de las ciudades y obras de infraestructura vial y productiva soporten mejor los terremotos. Los embalses y obras de regadío permiten una previsión para los tiempos de sequía.

Por otra parte el conocimiento científico confirmó que el territorio de Chile es peligroso, que se encuentra en una de las zonas tectónicas más activas del globo terráqueo; que tiene 2.085 volcanes, 150 de los cuales son potencialmente activos, y que tres de éstos se encuentran cerca de la Región Metropolitana, la más poblada del país.

Han aparecido, además, nuevas catástrofes, producto de la modernidad: la contaminación, que en algunas ciudades alcanza episodios críticos en ciertas estaciones; los colapsos y virus informáticos; las epidemias emergentes y los virus desconocidos; la droga; los trastornos climáticos globales, etc.

Se ha conformado, así, en nuestro país, desde los tiempos del descubrimiento y la conquista hasta hoy, una especie de mentalidad de lo precario. Tenemos la sensación de vivir en la ladera de un cerro, en un territorio inestable, que algunos inviernos se inunda y otros se reseca, trayendo racionamientos de energía, embalses vacíos y conflictos en que agricultores, empresas eléctricas y sanitarias se pelean el agua escasa. Y cuando no hay catástrofes naturales, ahí están las recesiones económicas.

Esta situación ha llevado a la construcción de una especie de mito heroico, del chileno que «aperra» para superar las emergencias, o que abre su gran corazón y junta frazadas, medicinas, ropa y alimentos no perecibles para ayudar a los daminificados. Por otra parte, cuando suceden estas calamidades, en una especie de acto reflejo todos siguen volviendo su mirada, hacia el Estado, hacia ese viejo y vilipendiado Estado protector, como si todavía existiera.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias