Publicidad

¿Hombres buenos?


La decisión del juez Sergio Muñoz de procesar al general en servicio activo Hernán Ramírez Hald como cómplice del asesinato del dirigente sindical Tucapel Jiménez, y al ex auditor general del Ejército Fernando Torres Silva como encubridor de ese crimen, ha generado reacciones dignas de ser comentadas.



En primer lugar, la prensa escrita ha preferido dar la noticia titulando con conceptos como «inquietud» o incluso «crisis» que se habrían generado en las fuerzas armadas por estos procesamientos, sin hacerse cargo de lo obvio: la presunción, suponemos que contundente del magistrado, que a Jiménez se le mató por decisión institucional de la Dirección de Inteligencia del Ejército y que Torres Silva, sabiendo de estos hechos, optó por encubrirlos.



Como por arte de magia, para la mayoría de la prensa la noticia no está allí, sino en las reacciones de determinados sujetos, instituciones y poderes.



Otro detalle: la supuesta «inquietud» de las Fuerzas Armadas es por los procesamientos, no por la presunción de la evidencia de los crímenes. No hay asomo de horror, vergüenza, remordimiento, rubor, arrepentimiento por la acusación. Esa actitud, en el fondo, todavía trasunta un cierto compromiso con esos crímenes, una determinada aceptación o respaldo a sus ejecutores, aunque sea apelando a un «contexto histórico» que -por ahora- no ha sido explicitado, pero que -como siempre- será sacado del sombrero del mago.



El Mercurio, por ejemplo, recoge la molestia castrense por lo obrado por el ministro en visita Sergio Muñoz y agrega el argumento, como para echar aguas a ese molino, que no se está aplicando la amnistía que rige para los hechos entre 1973 y 1978, cuando, justamente, el asesinato de Jiménez es posterior a ese período, no cabe dentro de la amnistía. Pues bien: no se hace esa precisión.



Por si fuera poco, el comandante en jefe de la Armada, el almirante Jorge Arancibia, dijo lo que dijo, en ese tono medio severo, de preocupación de persona responsable: que «se está llegando a un punto delicado», que Chile está en un «pantano negro» del que no saldrá si sigue desarrollándose «una suerte de guerrilla dialéctica, una cacería de brujas».



Preguntas: ¿Los jueces son los que están llevando a cabo esa cacería? ¿La administración de la justicia nos ha llevado a un «pantano negro»?



El almirante incluso propuso una solución: recurrir a «esos hombres buenos, sabios y sanos» para que logren un, en palabras de El Mercurio, «gran pacto nacional». ¿Pacto para poner freno a la justicia? ¿Pacto para librar a determinadas personas de la acción de la justicia?



En primer lugar, esos «hombres buenos» son, casi siempre, viejos hombres malos que entre ellos se califican de buenos para seguir, a pesar de sus diferencias, gozando de una cierta porción de poder y actuando con prescindencia de la gente.



En nuestro país, desde hace ya mucho tiempo, han surgido tentaciones de arreglarlo todo desde una cierta cúpula iluminada, segura -de seguro- de obrar con las mejores intenciones. Así pasó el mesianismo de la Democracia Cristiana durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, el abuso excluyente de la Unidad Popular, y el terror implacable y dogmático de la dictadura de Pinochet. Patricio Aylwin, con su apostura de «hombre bueno», no anduvo lejos y diseñó, aceptó y sacralizó la transición que padecemos.



Sería bueno que, de una vez, esa gente que se autocalifica de buena -y que en el fondo no responde más que a particulares y precisos intereses- deje a la gente tranquila, y permita a las instituciones hacer lo que deben hacer.



Que de una vez renuncien a andar, de nuevo, proponiendo artimañas, emboscadas y vericuetos que funcionan desde una pretendida sabiduría o superioridad respecto del resto de los ciudadanos y que, en el fondo, no buscan más que escamotearle el poco poder que tiene el resto de la población.



Hay que desconfiar de esos «hombres buenos» que siempre se creen algo mejores que el chileno común y que, sospechosamente, más allá de sus profundas diferencias políticas, siempre están llanos para sentarse juntos a servirse -devorarse- la mesa. La mesa que debiera ser de todos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias