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Quinta costa


Fin de semana. Litoral central. Cielo suavemente encapotado, y después el agua que se precipita. En eso estaba, simplemente viendo llover, cuando dos neuronas -perversas, sin duda- hicieron sinapsis: «Estás en la Quinta Región Costa», fue la idea que elaboraron.



Reconozco que sufrí un ligero sobresalto, y advertido que estaba en uno de los campos de batalla más sangrientos de la justa de diciembre, no pude menos que sentarme a otear el horizonte. Seguramente ya se escuchará el sonar de los clarines o el paso de las huestes rumbo al campo de batalla, me dije.



Miré. Sobre el mar divisé un pelícano que volaba -más bien planeaba-, seguido por una bandada de gaviotas. ¿Tal vez la familia marina, o sea, de la Marina? El pelícano era algo gordo, aleteaba apenas, y volaba más que nada gracias al viento de cola, con la inercia que lo traía quizás de dónde.



Las gaviotas -la familia naval- volaban histéricas en torno al pelícano y se disputaban los restos de comida que caían de su boca. ¿Quién alimentaba al ave? Nada claro. ¿Familia naval hermanada? Nada de eso: se daban de picotazos. Y eso era lo de menos: el chillerío de las aves estaba lleno de imprecaciones, acusaciones mutuas, maldiciones.



A lo lejos se escuchaba un ruido sordo. «Es el resoplido de una locomotora», comentó un vecino de la zona. Luego aguzó el oído: «locomotora agripada de resuello corto, mucho pito y peligrosa», precisó. «¿Cómo que peligrosa?», inquirí. «Es de esos trenes que no respetan las luces rojas», aclaró el vecino. «Se creen dueñas de la vía y arremeten».



«Pero para eso están los rieles», argumenté, «el camino está trazado para que nadie se salga de madre». «Se equivoca», retrucó el lugareño. «Cuando la ambición es mucha, no hay riel que valga. Escondámonos mejor, que este tren parece barco pirata».



Rumbo a Valparaíso, las nubes formaban una extraña figura, un rostro de perfil. ¿Será un conejo? No: la quijada es demasiado ancha. En todo caso era un rostro ceñudo, cejijunto, pero en paz. ¿El rostro de un cristiano rumbo al martirio, camino al Coliseo para ser canapé de leones? Algo de eso tenía. ¿El rostro de un San Sebastián mártir, atravesado por flechas y atado al un árbol? También.



El árbol, de macizo tronco pero escaso follaje, era la DC. Árbol de hoja perenne pero que ¿por milagro? veía caer su follaje.



Volví la mirada hacia el interior: puros cerros pelados, por esa atávica costumbre chilensis de adorar el fuego quemando bosques. Sobre una loma terrosa caminaba una suerte de ekeko de ojotas, cargado de bolsas. Flaco, pausado en sus gestos, de barba, entonaba una letanía: recordé a esos pregoneros de la infancia, que voceaban sus mercaderías (aún recuerdo la melodía que cantaba el manzanero que pasaba por la calle Cochrane, en Concepción, a mediados de los ’60).



Este era más desharrapado, pero no le iba mal: llevaba las bolsas de plástico de supermercado llenas. ¿Qué prometía? ¿Con qué cuento se asomaba?



Miré en derredor. Un viejo pescador me hablaba de sardinas, cabritillas, sierras y la temporada del loco, que viene luego. ¿Mucho loco por aquí?, pregunté, por seguir la conversa. Mucho, mucho loco, dijo el pescador. Y escupió de medio lado.



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