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Hacia una globalización razonable

Se ha desarrollado un gran movimiento juvenil de redes internacionales en defensa de los pobres y las víctimas de la guerra, así como del medio ambiente, integrado por la más globalizada generación hasta ahora conocida. No son enemigos de la globalización, como los grupos anarquistas, sino del globalismo neoliberal. Su inspiración es socialdemócrata, humanista, religiosa, incluso marxista, pero despojada de toda rigidez ideológica y orgánica.


Los ataques terroristas del 11 de septiembre también destruyeron la ilusión de una supuesta armonía internacional gracias al globalismo neoliberal, que impera desde el término de la guerra fría. Se sostenía que la economía, o más precisamente el libre mercado a nivel mundial, era el mecanismo por excelencia de la regulación social, la prosperidad y la felicidad.



La mediación de la política y la intervención económica gubernamental, en contraste, eran contraproducentes, por lo que había que privatizar incluso la seguridad aérea, traspasándola a un muy flexible mercado de trabajo, como el de Estados Unidos, y desregular los flujos financieros internacionales a pesar del riesgo del lavado de dinero.



Por tanto, como lo dijo un Presidente chileno, había sólo dos tipos de problemas: los que se solucionan solos y los que no tienen solución.



Las imágenes dantescas de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas, el Chernobil de la globalización del laissez faire, nos despertaron, en palabras de Ulrick Beck, con el claro mensaje que un Estado puede neoliberalizarse hasta la muerte.



Ese mundo de la posguerra fría, por lo demás, no ha sido precisamente equitativo. En 1999, según cifras del Banco Mundial, los 900 millones de habitantes de países con alto ingreso tenían un producto interno bruto anual per cápita (en paridades de poder adquisitivo) de US$ 26 mil, mientras que los países del mundo en desarrollo que concentran a 5,1 mil millones de personas muestran un per cápita de US$ 3 mil 500.



Los países de alto ingreso generaban, además, el 79 por ciento del producto bruto mundial a precios de mercado y el 56 por ciento en paridades de poder adquisitivo. En 1998 consumían la mitad de la energía comercial mundial, 5.5 veces más por habitante que el resto del mundo (en el caso de Estados Unidos es ocho veces más). Y en 1997 emitían el 47 por ciento de los gases de efecto invernadero, es decir, cinco veces más por habitante que los países en desarrollo (en el caso de EE.UU. es ocho veces más; siete veces más que China y 18 veces más que la India).



Esto se une al agravante que la población de los países de alto ingreso está en disminución como porcentaje del total mundial. Alcanzaba al 32 por ciento en 1950, hoy es el 19 por ciento y se calcula que en 2050 apenas será el 13 por ciento.



La respuesta a esta situación desde la centroizquierda de los países desarrollados ha sido doble. En el caso de los gobiernos y partidos políticos socialdemócratas y liberales ha sido más bien evasiva y defensiva, incluso avergonzada, a pesar que el discurso de la tercera vía también incluyó a dirigentes políticos del mundo en desarrollo, como los presidentes de Brasil, Sudáfrica y Chile.



Paralelamente se ha desarrollado un gran movimiento juvenil de redes internacionales en defensa de los pobres y las víctimas de la guerra, así como del medio ambiente, integrado por la más globalizada generación hasta ahora conocida. No son enemigos de la globalización, como los grupos anarquistas, sino del globalismo neoliberal. Su inspiración es socialdemócrata, humanista, religiosa, incluso marxista, pero despojada de toda rigidez ideológica y orgánica.



Estos jóvenes han hecho suyo el lema de los estudiantes franceses de mayo de 1968: Ä„Seamos prácticos, pidamos lo imposible!



El resultado es que los socialdemócratas pierden adherentes debido a que la democracia ya no está en juego, mientras las ONG acrecientan su influencia, movilizadas con un sentido de propósito moral.



El 11 de septiembre demostró incluso a la derecha norteamericana que el Estado y la intervención gubernamental keynesiana en la economía son partes de la solución, y no del problema.



Los socialdemócratas dieron un paso más, a lo menos en el discurso, ya que la conmoción creaba la oportunidad para hacer un mundo mejor. Tony Blair proclamó que la justicia y la prosperidad para los pobres y los desposeídos era posible, y llamó compañeros (brothers and sisters se dice en inglés) a árabes y musulmanes.



La concreción de ese discurso se realiza en otras instancias. Entre ellas destaca, por ejemplo, el Foro del Empleo Mundial, recientemente realizado por la OIT, y que fue complementado con una mesa redonda cuyo tema fue cómo promover el trabajo decente en la era de la incertidumbre. En ella participaron, además de su director general, Juan Somavía, Joseph Stiglitz, el último premio Nobel de economía, y Robert Reich, ex ministro del trabajo de Clinton, entre otros.



El consenso en esa mesa fue que las políticas de estímulo keynesianas también debían aplicarse en los países en desarrollo, junto a la necesidad de establecer interruptores automáticos para los casos de despidos masivos, y que el Fondo Monetario Internacional debería volver a su misión original de proveer liquidez al mundo -hoy día a los países en desarrollo- mediante la emisión de Derechos Especiales de Giro.



También es parte de ese proceso que se acuerde en la reunión en la cumbre de Qatar una nueva ronda de negociaciones comerciales, debido a que incluyen materias que son vitales para los países en desarrollo, como los productos agrícolas y textiles, más una revisión del sistema de protección de patentes, que tiene hoy un costo de 20 mil millones de dólares anuales para el sur del mundo.



Los subsidios agrícolas de los países con alto ingreso son de mil millones de dólares diarios, es decir, seis veces más que la ayuda a todos los países en desarrollo. Esos subsidios no sólo hacen la competencia desleal: también deprimen los precios internacionales, y al fomentar el consumo de fertilizantes contribuyen a que la agricultura participe con la quinta parte de la emisión de gases con efecto invernadero.



Si no fuera por esos subsidios estatales, Argentina no estaría al borde de la quiebra y los consumidores norteamericanos pagarían un tercio del actual precio al consumidor del azúcar en ese país.



En el caso de las manufacturas de baja tecnología, el principal rubro para los países en desarrollo es el textil. Pues bien, en este caso no están sometidas solamente a aranceles, sino también a cuotas. Y exportar más de cierta cantidad es ilegal.



La verdadera liberación del comercio aumentaría los ingresos anuales de los países en desarrollo entre 200 y 500 mil millones de dólares según el Banco Mundial, un estímulo económico formidable si se tiene en cuenta que la educación primaria universal en esa región, según la Unicef, costaría alrededor de 9 mil millones de dólares por año.



Es justamente esa disociación entre lo que predica y lo que practica el mundo desarrollado, mucho más que las diferencias valóricas, lo que explica la gigantesca falla geológica entre los pueblos del norte y el sur del mundo cuando enfrentamos crisis como los atentados terroristas contra las Torres Gemelas y el Pentágono, y que aprovecha con gran habilidad Osama bin Laden.



Y no sólo en el mundo árabe y musulmán se encuentran las voces críticas respecto a la reacción de los gobiernos del mundo ante el terrorismo: también las hay en América Latina y Asia sudoriental, como lo demuestran por lo demás todas las encuestas.



Una globalización que beneficie a todos eliminaría gran parte de los resentimientos. No es sólo una tarea humanitaria, sino un punto clave para la seguridad interior del mundo desarrollado.



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