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Los F-16 y la calidad del gasto de defensa de Chile

El ministerio de Hacienda, organismo tan musculoso a la hora de ajustar los presupuestos en salud, educación, vivienda o infraestructura, ha sido incapaz a través de todos estos años de montar, aunque sea de manera tímida, un control de eficiencia en el gasto en defensa.


Finalmente se ha producido una decisión gubernamental sobre la compra de los F-16. Ella ha sido acogida favorablemente por todos los sectores políticos, y exhibe un apoyo incontrarrestable frente a la opinión pública.



Sin embargo, la ambigua discusión que la precedió durante más de cuatro años terminó generando una duda razonable acerca de la calidad de éste y de todo el gasto de defensa que Chile tiene proyectado, y sobre la capacidad de los civiles para sostener una interlocución adecuada frente a los militares a la hora de decidir qué comprar o cómo invertir.



Nadie discute que las fuerzas armadas son un componente esencial y permanente del poder nacional, y que su rol implica equipamientos que deben renovarse cada cierto tiempo. En el mundo moderno es falso el dilema entre mantequilla o cañones. Pero la seguridad de un país es un producto complejo que deriva de una correcta articulación entre la mantequilla y los cañones. La seguridad viene tanto de los cañones como de una población sana y bien educada y de una economía solvente.



Por eso, la forma como se decide en qué gastar y cuánto no es algo menor. Una democracia no le da dinero a sus militares para que vayan libremente por el mundo eligiendo en qué gastarlo.



Chile está inmerso en un proceso de gasto superior a 2 mil millones de dólares, entre tanques, submarinos, aviones y el Proyecto Tridente de la Armada. ¿Quién responde por la complementariedad real de todas estas compras? ¿A qué diseño estratégico sirven y cómo se visualiza su uso en un mando conjunto en un hipotético escenario de guerra?



Esta es una pregunta compleja, con baja calidad de respuesta en Chile. Todas las cosas tienen un valor en sí, y en el presente caso se pueden ponderar de manera interminable las bondades técnicas del F-16. Lo que nadie puede discutir es que en un conflicto armado los componentes aéreo, terrestre y marítimo deben operar de manera conjunta. Y eso no se produce espontáneamente, sino que se planifica. Por ello lo importante no es tanto el valor en sí de los sistemas de armamentos, sino para qué guerra están pensados y cómo se articulan con los de las otras ramas.



Eso, que se llama calidad de gasto, es lo que hoy día los especialistas, es decir, los militares, no pueden explicarle satisfactoriamente al poder civil. Porque Chile no tiene ni mando conjunto ni planificación conjunta, y tiene un sistema de adquisiciones totalmente obsoleto. Cada rama opera de manera casi autónoma respecto de las otras e incluso, como he sostenido en más de una oportunidad, con percepciones estratégicas bastante diferentes.



Por ello resultan importantes las declaraciones de la ministra Bachelet en torno a la postergación del Proyecto Tridente. Ella sostuvo en el programa Medianoche de TVN que se ha abierto un período de revisión de las formas financieras y presupuestarias en materia de adquisición de armamentos, y que lo que se hizo con los aviones fue dar curso a un proceso urgente y terminado.

Por primera vez un gobierno de la Concertación, aunque sea parcialmente y de manera oblicua, reconoce explícitamente la deficiencia en los procedimientos del sector defensa. Si se debe abrir un proceso de revisión con una decisión tan dura de por medio como postergar el Proyecto Tridente, al mismo tiempo que se anuncia una compra acordada con el procedimiento que se va a revisar, significa que la autoridad no está satisfecha.



Bajo esta óptica, la decisión final sobre los F-16 implica también un objetivo superior: la reforma de parte importante del sistema presupuestario de la defensa, cosa nada fácil pero imposible de hacer en el futuro inmediato prescindiendo de los procesos de compra. En teoría siempre es posible encontrar un mejor enfoque, pero las decisiones de política pública son con procesos y actores concretos en marcha. Y determinar que un momento es peor o mejor siempre es relativo.

Por ello, la compra de los aviones debe ser valorada como un gran gesto del gobierno frente a las fuerzas armadas, las que deben mostrar reciprocidad y entender que esa compra es un gran sacrificio del país. Deben comprender que ese sacrificio debe ser retornado con una disposición clara de revisar críticamente lo que actualmente se hace.



Esto es básico, porque la autonomía que exhiben frente al poder civil se basa en el manejo de recursos propios acordados por ley, y se expresa en un trabajo ensimismado de cada una de las ramas y en una resistencia real a crear un Estado Mayor Conjunto con capacidad de planificación, del que fluyan decisiones integradas. Tenerlo evitaría discutir si debieron comprarse primero las fragatas antes que los aviones.



Por otra parte, estos cinco años de negociaciones también dejan al desnudo la terrible orfandad en que se encuentran las autoridades civiles a la hora de actuar como interlocutores de los militares en materias técnicas, y cómo sus propias ambigüedades y carencias políticas han sido determinantes para que ello ocurra.

El ministerio de Hacienda, organismo tan musculoso a la hora de ajustar los presupuestos en salud, educación, vivienda o infraestructura, ha sido incapaz a través de todos estos años de montar, aunque sea de manera tímida, un control de eficiencia en el gasto en defensa. Ello a pesar que anualmente se asignan cerca de 2 mil millones de dólares sólo en gastos corriente de la defensa y previsión, fuera de la Ley del Cobre, y pese a que la deuda pública externa aumentó en 10 por ciento con la compra de los aviones y con las fragatas se iría a casi un 30 por ciento. Ese raquitismo intelectual se mantendrá, y nada hace suponer que frente al debate actual su aporte no sea otro que el de carácter contable.



En el ámbito sectorial, durante el tiempo que duró el proceso de los aviones de combate vimos a autoridades desacreditar públicamente los offset, y tiempo después transformarlos en un núcleo vital de la decisión. A través de los años los ministros de defensa han concurrido al Parlamento sin ninguna intención de discutir los presupuestos, esperando que en lo posible nadie les desarme lo acordado con los comandantes en jefe.



Hemos sido testigos de una política que se ha empeñado en las relaciones civil-militares, y no en una agenda modernizadora de fondo. Y que le ha restado importancia a situaciones como la exportación de armas a Croacia, los ejercicios de enlace o la financiera ilegal La Cutufa.



Cuando se habla ley orgánica del ministerio de Defensa se alude a poner en práctica un proceso ordenado en estos y otros ámbitos, y una malla de capacidad técnica y solvencia política que efectivamente sostenga de manera inequívoca decisiones como la de los aviones.

De ahí que celebremos las palabras de la ministra Bachelet sobre la revisión presupuestaria. Porque si no avanzamos en una Agenda Nacional de la Defensa que incluya esos temas y dote al sector de una administración y coordinación civil capaz de liderar la modernización real de las fuerzas armadas, seguiremos viviendo las tensiones espasmódicas que generan los gastos grandes de la defensa en países de economía pequeña y muchas necesidades.



Se debe, por lo tanto, transformar la generalizada adhesión política a la compra de los aviones en un consenso que permita avanzar efectivamente en las reformas que se requieren en el ámbito de la defensa. Y se debe transformar la adhesión política a la compra de los aviones en un consenso que permita avanzar rápidamente en las reformas que se requieren.



* Abogado, cientista político y analista de defensa.



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