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Dignificar la política

Hoy se ejerce un verdadero terrorismo ideológico frente a los que discrepan en los temas esenciales. Una senadora lanzó la peregrina teoría que de economía solo deberían hablar los economistas (y no cualquiera, sólo los consagrados) y un senador calificó a un ministro de «gásfiter» porque no tenía título para pronunciarse.


Los manifestantes argentinos les gritan «Ä„que se vayan!». No se están refiriendo a la policía, un objetivo comprensible de las críticas de los manifestantes de los piquetes o de los grupos barriales que se reúnen para crear espacios de poder en sus zonas de residencia, y no sólo para lanzar hacia fuera la rabia contra tanto engaño. Gritan contra los políticos.



Cuando la estigmatización hacia los políticos se masifica en una situación de crisis, no conoce gradaciones y no establece matices. Abarcan a todas las clases y categorías, cuando en realidad no todos tienen la misma responsabilidad y algunos no tienen ninguna. Víctimas de ella caen tirios y troyanos. Es execrado el dirigente izquierdista que se opuso y se opone a las políticas neoliberales igual que quienes lo merecen, Menem y sus corifeos enriquecidos. Por supuesto que Argentina es un caso extremo, porque la crisis ha destruido todas las legitimaciones y creado una decepción extrema.



Pero lo ocurrido el domingo recién pasado en Francia es, en una medida importante, una rebelión contra los políticos establecidos en el poder. Ella revela la exasperación de una sociedad que elabora sus insatisfacciones e incertidumbres del peor modo, a través de la adhesión a un líder racista y xenófobo.



Estas dos situaciones deberían oírse como un grito de alerta para los empedernidos optimistas, quienes no parecen percibir las erosiones de confianza, los desalientos y las rabias producidas por políticas excluyentes, sin sensibilidad social, orientadas en realidad al servicio de los mas poderosos, pero que alivian su conciencia con subsidios a los pobres.



Urge, pues, dignificar la política, para que no se profundice la decepción actual hacia los partidos, la política parlamentaria y la política en los ámbitos estatales en general. Necesitan ser corregidas, pero si uno tiene como objetivo la profundización de la democracia y su reorientación hacia formas más participativas que representativas, no se pueden sustituir.



En primer lugar, una dignificación de la actividad requiere que se centre en discusiones de fondo de los proyectos de sociedad. Pero para que esta actividad deliberativa sea posible, es necesario dejar de lado las discusiones bizantinas y adjetivas, en las cuales la dramatización televisiva reemplaza a la discusión seria sobre alternativas globales y/o sectoriales.



Discutir a fondo requiere que los gobernantes y los dirigentes partidarios dejen de creer que la crítica o las preguntas inquisitivas constituyen traiciones a la patria, porque pueden macular el intachable prestigio de Chile ante los gurús que reparten calificaciones de buena conducta macroeconómica, o ante los empresarios, la clase protagonista de la historia.



Hoy se ejerce un verdadero terrorismo ideológico frente a los que discrepan en los temas esenciales. Una senadora lanzó la peregrina teoría que de economía solo deberían hablar los economistas (y no cualquiera, sólo los consagrados) y un senador calificó a un ministro de «gásfiter» porque no tenía título para pronunciarse. Esos monopolios disciplinarios son peregrinos y revelan la altanería de los que se creen expertos. ¿Qué les parecería que a los historiadores se les ocurriera prohibir hablar del pasado a los que no están titulados?



Esas pretensiones son tonterías, pero no solo eso, porque proponen la república de expertos, cuyo meollo es la idea que de ciertos temas centrales de la vida social sólo pueden hablar los técnicos.



Es indispensable hacer proliferar en Chile los espacios de discusión, en vez de amenazar a los que opinan con tribunales de disciplina. Esto permitiría insuflarle vida cívica a los partidos, preocupados hoy por luchas mezquinas por un poder desvaneciente.



En segundo lugar, la vitalización de los partidos pasa por una reideologización. Ello significa que además de elaborar proyectos y programas deben volcarse a darles a éstos un fundamento filosófico o valórico. Ä„Qué antiguo y nostálgico! dirán con ironía algunos pragmáticos. Pero el fundamento trascendental es lo único que logra adhesiones firmes y compromisos éticos con la política. Esto es muy importante en función del tercer punto.



Es indispensable moralizar la vida política, pues en su capacidad de darle confianza a los ciudadanos reside las vitalidad futura de la vida democrática.



Para realizar este objetivo se hace necesario: a) un financiamiento público de los partidos y existencia de organismos contralores de las fuentes y del uso de los recursos, con normas estrictas respecto a los montos que pueden ser donados; b) impedir que los funcionarios públicos usen información calificada, pero también la experiencia calificada que obtuvieron en el trabajo público al servicio de empresas privadas, colocando plazos drásticos de inhabilidad o impidiendo por años a ministros de Estado, parlamentarios que participan en comisiones donde existe información confidencial y altos funcionarios de organismos reguladores ejercer cargos en empresas privadas relacionadas con sus funciones anteriores; c) castigar severamente a los empresarios privados que sean sorprendidos cohechando o ejerciendo presiones secretas sobre funcionarios públicos; d) prohibir que los políticos en ejercicio, sea que ocupen cargos públicos o cargos partidarios, puedan participar en directorios de empresas privadas.



Con esto sin duda se perderá la colaboración en la empresa privada de personas valiosas o se disuadirá a personeros calificados para aceptar cargos públicos, por las restricciones que provocaría a sus actividades futuras. Pero ese daño es mínimo con relación al que hoy provoca la imagen de cuoteo político en los directorios de las empresas privadas.



Hay muchas otras medidas de dignificación de la política que se podrían proponer. Pero si se ponen en aplicación las que señalo, algunas de las cuales otros han indicado antes que yo, estaríamos ante un avance decisivo. Siempre es mejor prevenir que tener que realizar operaciones de cirugía mayor.



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