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Concertación: el efecto Avila y un mea culpa pendiente

Cuando la Concertación enfrenta la disidencia de sus propios integrantes, se hace evidente que la autocrítica no puede ser retórica. Que la distancia con la civilidad no es casualidad y que la desintegración amenaza al bloque por culpas propias antes que de entorno.


Para los políticos actuales, dedicados a la consecución del poder, trabajar en un sistema binominal es lo más tranquilo. Se supone que la alternancia política, que le da a la democracia su cualidad fundamental, funcionaría sanamente con dos bloques fuertes. Pero si se escarba a fondo, uno encuentra pequeñas máquinas que controlan los partidos, que manejan con un puñado de militantes las llamadas primarias.



Sólo se es candidato dentro de una comuna o de un regional si se cuenta con una cantidad de militantes alineados con su voto. Entonces, la dialéctica del poder manda que hay que tener una cantidad suficiente de incondicionales para ganar posiciones, ya que pasando ese filtro, pero por sobre todo disponiendo de dinero, la candidatura es casi segura, ya sea por votos propios o por el arrastre que produce en la lista un buen candidato, que saca normalmente a un lote de desconocidos. Así funciona en el fondo nuestra democracia, y de ahí el desencanto y la toma de distancia de mucha gente.



Los políticos concertacionistas desplazaron en 1990 a los dirigentes sociales que habían construido la salida democrática. Esos que habían luchado por el No, que habían articulado las protestas, que emitieron opinión por los escasos espacios que se lograban abrir, que trabajaban sin ninguna subvención para organizar los frentes cívicos por la democracia, declamaban sus poemas en las concentraciones o cantaban sus canciones protesta, eran dirigentes sociales, líderes gremiales o estudiantiles comprometidos. La gran mayoría de ellos resultaron demasiado conflictivos durante el primer gobierno de la Concertación, y por eso fueron marginados, se les excluyó para no hacer olas, para que las voces de crítica no generaran ruidos durante la transición. Fue una forma pragmática de minimizar las tensiones en la transición a la chilena, pero también una forma de sacar del ruedo a posibles competidores en las carreras políticas que emergían



Los frentes sociales y regionales de participación popular, como los concejos municipales, los consejos regionales, todos fueron ocupados por los partidos. Por lo tanto, la realidad fue que los dirigentes sociales no tuvieron posibilidad de mantener sus espacios. Todo eso se tradujo en que la Concertación se hizo un verdadero harakiri moral, pues se enfrascó cada vez más en el poder y las voces sociales se fueron alejando.



Ni las minorías ni los independientes tuvieron calce, y dentro de los propios partidos hubo militantes que prefirieron dedicarse a su trabajo o negocios, sin vida partidaria, porque en verdad ella no existía. No había debate, ni democracia interna y cada vez que convenía, eran las cúpulas centralizadas en verdaderos politburós que definían el corte del queso.



Lo penoso es que, más allá del hecho de una oposición que ha defendido el binominalismo que dejó amarrado el gobierno militar, los líderes concertacionistas se han movido bien para optimizar la rentabilidad política que les asegura este sistema electoral. Doce años en el poder han aumentado esta brecha, y de pronto las élites políticas descubren que están solas, que la base popular ha terminado identificándose más con el discurso de la UDI que con el del gobierno.



Si a este análisis se añadiera el efecto corrupción que fue brotando con diferentes casos emblemáticos durante estos doce años, se entiende mejor la pérdida de ascendiente de los políticos de la coalición gobernante sobre la ciudadanía. Los errores políticos se pagan y la factura suele ser elevada.



No es que la población chilena se haya hecho menos progresista. A la gente le importa la equidad, la redistribución del ingreso, el medio ambiente, sentirse protegidos de los abusos de los monopolios privados o públicos. Chile es progresista, pero la dirigencia ha fallado. Hablaron de descentralizar, pero los intendentes siguen siendo nombrados por el Presidente de la República; a las regiones se les falta el respeto al imponerse candidatos cupularmente, desde Santiago, desde las aristocracias políticas de siempre.



Estas son algunas de las causas de fondo por las cuales la Concertación ha crujido y debe replantearse sustantivamente. De un momento a otro el millón de no inscritos pateará el tablero y saldrán del ruedo los políticos apernados de los dos bloques. La independencia que ensaya Nelson Ávila es costosa, pero es el chirriar de motores del sistema político cuando se debe dar un fuerte giro.



En estos momentos en el Congreso se ha seguido estirando el binominalismo, queriendo asegurar un reparto de cupos entre los que hoy participan. Pero cuidado, de pronto la represa cederá y entrarán al ruedo posiciones nuevas.



Alguna vez, haciendo una simulación de escenarios políticos, planteábamos la inminencia de un Partido Joven, con nuevas banderas, con una visión transversal, con una agenda ética, como un movimiento anticorrupción o pro transparencia, con una interpretación de la historia de 40 años atrás mucho más dura y censuradora de los errores históricos y responsabilidades a diestra y siniestra. Si surgiera ese movimiento, talvez sería como avalancha, con riesgos de voto castigo más que de propuesta ordenada, pero podría tumbar de igual manera las estructuras del orden político actual.



Quizá ni siquiera sería una explosión generacional: simplemente sería una sensibilidad transversal que dará cuenta del fin de las derechas e izquierdas para definir otras categorías y valores para el ordenamiento social, como es el tema de la calidad moral y técnica de los representantes populares, la transparencia del Estado, la participación ciudadana rescatada de las máquinas políticas, ejercida en forma directa y a través de las tecnologías disponibles. La descentralización real para que las provincias dejen de ser las subordinadas de las cúpulas capitalinas.



Cuando esto remezca más el sistema electoral actual, ni la Alianza por Chile ni la Concertación tendrán el poder asegurado, porque las minorías en algún momento saldrán a flote y no serán antisistema ni anti Concertación, sino que buscarán recrear la política en sus estilos gastados, imprimiéndole valores republicanos que siempre se pregonaron, pero poco se han practicado.



Tal remezón también preocuparía a Lavín, porque entonces sí que la UDI tendrá una competencia dura en las poblaciones, en esa base social que en gran medida le fue quedando en bandeja por el descuido de la propia Concertación. Es el posible impacto que generará una tercera fuerza en el escenario político, que comenzará a pechar por espacios ciudadanos. Y si esa postura transversal seduce a los no inscritos, otro gallo cantará para las próximas elecciones.



(*) Consultor internacional, escritor y columnista



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