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Inversionistas extranjeros. vs Estado de Chile: las demandas que vienen

La paradoja es que hoy día las políticas aplicadas han propiciado una discriminación positiva hacia los inversionistas extranjeros que cuentan con condiciones incluso más favorables que los inversionistas nacionales.


Recientemente, el Estado de Chile perdió una demanda millonaria interpuesta por un grupo económico malayo en el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), el tribunal arbitral internacional por excelencia, dependiente del Banco Mundial. El juicio se refiere a un proyecto inmobiliario que tenían intenciones de realizar los malayos en Pirque, pero que no se concretó debido al plan regulador de la comuna y a la incapacidad del Comité de Inversiones de informar a los inversionistas de las restricciones existentes. El fallo concluye que el Estado chileno deberá pagar US$ 5,8 millones a los inversionistas asiáticos.



En el contexto del proyecto de royalty a la minería, el Consejo Minero anunció una agresiva estrategia para detener a toda costa la implementación de este cobro. Entre sus posibles acciones se encuentran el camino judicial, como la demanda del grupo malayo en el CIADI, o incluso acciones en otras instancias internacionales, como por ejemplo los tratados de libre comercio que Chile ha suscrito.



Tanto el caso malayo como las acciones legales que se prevén en el tema del royalty, ponen de manifiesto un fenómeno de creciente preocupación a nivel internacional, referido a los acuerdos bilaterales de inversión y a los distintos tratados de libre comercio. Se trata de la utilización de estos mecanismos como instrumentos para afectar la política pública de Estados-naciones y, en efecto, limitar los márgenes de maniobra de la regulación sectorial. Desafortunadamente, este tema no ha sido estudiado ni evaluado en forma adecuada por nuestras autoridades.



Hoy día existen más de 2 mil tratados bilaterales de inversión en el mundo entre distintos países. Sólo Chile ha firmado docenas. Hay que agregar, además, la gama de tratados de libre comercio que entregan beneficios adicionales a los inversionistas, así como acuerdos multilaterales.



En sus orígenes, los acuerdos bilaterales de inversión y los compromisos de invariabilidad tributaria, como el DL600, fueron concebidos como mecanismos para acotar la discrecionalidad de los Estados y especialmente las prácticas arbitrarias y discriminatorias contra inversionistas extranjeros.



Sin embargo, la utilización agresiva de estos mecanismos de parte de grandes corporaciones, así como los cada vez mayores beneficios y protecciones que se otorgan a los inversionistas a través de los tratados de libre comercio de nueva generación, como el TLC entre Chile y EE.UU., ha significado niveles de protección que incluso sobrepasan las condiciones de los inversionistas nacionales.



La paradoja es que hoy día las políticas aplicadas han propiciado una discriminación positiva hacia los inversionistas extranjeros que cuentan con condiciones incluso más favorables que los inversionistas nacionales.



En años recientes, gran parte de las disputas que se han llevado a los paneles arbitrales internacionales no se refieren a actos arbitrarios o discrecionales de parte de las autoridades, sino de cambios en la política pública, como los impuestos o aspectos regulatorios. Esto podría denominarse las ‘reglas del juego’, pero que de todas maneras se sitúa en el marco de las atribuciones con que cuentan o deberían contar los Estados soberanos.



En consecuencia, estos tratados bilaterales y TLC’s, están afectando la política pública, coartando y restringiendo las decisiones soberanas de los gobiernos de determinar sus propias políticas.



Lo anterior resulta especialmente anti-democrático, pues en la práctica quien finalmente determinará el marco en cual se ejercen las políticas de los gobiernos no serán los ciudadanos, a través de sus representantes legislativos, sino un grupo de negociadores internacionales situados en la Cancillería o en el Comité de Inversiones Extranjeras, sin expresar claramente sus intereses y sin tener ningún vínculo real con los electores.



En el caso de Chile, el debate jurídico en relación al royalty no es inusual. Ya ha habido disputas por cambios en la estructura tributaria en otros países como, por ejemplo, el caso en que Enron demandó al gobierno argentino por un impuesto de estampilla aplicado en varias provincias al transporte local del gas.



De la misma manera, la derogación de beneficios tributarios mineros en Burundi gatilló una demanda de inversores belgas, ya que la eliminación del beneficio constituía un acto ‘expropiatorio’. El mismo argumento se utilizó en la demanda de inversionistas al Estado mexicano, al amparo del Nafta, por un impuesto a las ventas del jarabe de maíz de alta fructosa.



Por lo mismo, no debería sorprender si se llega a aplicar el royalty a la minería en Chile, que eventualmente la industria realice demandas a través de algunos de los mecanismos vigentes. Actualmente existen demandas por más de US$ 20 mil millones en el Nafta, tratado de libre comercio entre Estados Unidos, México y Canadá. En el CIADI las cifras son incluso superiores.



En el ejemplo vigente del royalty, es importante reiterar que no se trata de la legitimidad o coherencia como una política pública nacional, pues su aplicación eventual se sitúa en el legítimo debate al interior de las instituciones nacionales, sino de la posibilidad de que tratados negociados y firmados sin plena claridad por autoridades, a espaldas de la ciudadanía, puedan tener consecuencias significativas sobre el quehacer público.



Habiéndose concretado estos tratados, a mi juicio de forma irresponsable, sólo queda introducir una política activa del Estado para monitorear adecuadamente, sistematizar la jurisprudencia internacional y montar un equipo técnico para defender al Estado de demandas millonarias, que inevitablemente vendrán.



Asimismo, ya que países latinoamericanos han estado especialmente afectados por estas demandas, debido a cambios económicos y a procesos de privatización, parece evidente la necesidad de formar una comisión regional de estudio de estos casos, que sirva para compartir información e incluso para formar un equipo multidisciplinario latinoamericano que defienda a nuestros países.



El caso malayo es el primero de muchos que vienen después de la euforia de firmar cuanto tratado existe. Es hora de que el gobierno de Chile asuma sus responsabilidades y actúe en defensa del patrimonio nacional y de la política pública.





*Rodrigo Pizarro es Director Ejecutivo de la Fundación Terram

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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