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El huerto


Durante la infancia en mi lejano país llamado Chile conocí a mucha gente que cultivaba una huerta. Sin embargo ahora más que nunca se me aparece en la memoria, como una vieja fotografía de daguerrotipo, un jardinero de mi niñez: Don Bernardo. Una vez me dio a comer caracoles de tierra que ponía en una parrilla con ramas y hojas encendidas debajo. Algunos pensaban que eso era lo mismo que comer lagartijas, culebras y que Don Bernardo era poco menos que «un caníbal». Aquel viejo jardinero los domingos no trabajaba y aunque vivía en un cuartito que daba al jardín, en esa casa de gente rica, tenía sin embargo sus gustos refinados.



Se vestía con un traje de gabardina color café con leche, camisa blanca y corbata recién planchada (el mismo lavaba y planchaba su ropa). Y un sombrero de color café con leche. Todo en mi memoria rimaba perfectamente. Y salía Don Bernardo quien sabe para donde. Regresaba antes de oscurecer pero nunca volvía con el terno sucio, o manchado de vino, o que le faltara alguna parte (como una cartera, o unos botones, o tuviera una «siete» en el poto del pantalón). Llegaba como se había ido la mañana del domingo. Impecable y con aire señorial. Don Bernardo era pobre pero de una elegancia que tampoco nadie averiguó dónde la había aprendido. O era innata probablemente. Con el tiempo y la experiencia de mis viajes se me destruyó para siempre aquella teoría de que el buen gusto y cierto modales refinados pertenecían sólo a las clases acomodadas. Don Bernardo vivía sólo. Quizás su historia pasada fuera trágica o no tanto, pero nadie lo sabía y él a nadie tampoco contó nunca nada. Menos a mí.



Al día siguiente del domingo, durante toda la semana, desde las siete de la mañana hasta las 8 de la noche, volvía a cuidar Don Bernardo el jardín de esa familia rica. Allí vi a comienzos de mediados del verano como crecía aquel pedazo de tierra bajo su cuidado. Con él comí por primera vez tomates con sal. O limones con sal. Probé las manzanas verdes, también con sal. Los primero damascos siempre me los ofreció a mí. O las frambuesas silvestres. Las cerezas. Pero mi fruta favorita -la que creí por un tiempo- eran las brevas. Pequeño fruto que al despellejarlo aparecía una piel blanca con líneas rojas. A veces me dejaba subir a la higuera en verano para que comiera hasta reventar. Cosa que hice varias veces. O la sandía jugosa que él me enseñó a comer con harina tostada. Con el tiempo, y hasta ahora, creo que es mi fruta favorita.



No se puede comer una sandía sin harina tostada. He visto en México que alguna gente le pone ají, aunque he comido en Oaxaca la naranja con ají antes de tomar mezcal, pero creo que la sandía para mi debe tener harina de trigo, tostada, y jamás ají. Y menos sal encima. Al mezclarse aquella arena doraba sobre el frío, y color rojo de la sandia, más lo dulce, es un alimento sabroso.



Don Bernardo dejaba de trabajar justo a las doce del día. Limpiaba los instrumentos de jardinería. Se lavaba por un buen rato las manos. Luego dejaba su sombrero colgado de alguna rama y partía a comer su almuerzo. Mi madre, que era la cocinera de aquella casa de ricos, ya le había puesto los cubiertos en un sitio de la mesa de la cocina. Debía haber siempre cazuela para Don Bernardo. Luego un segundo plato y siempre un vaso de vino debía estar en la mesa esperándolo antes de que el jardinero se sentara. Una vez cuando no vio su vaso de vino (parece que no había aquel día) paso todo «el santo día amurrado», decía mi madre. Luego del almuerzo partía Don Bernardo a su jardín hasta las 8 de la noche. Se volvía a lavar bien. Mucho más que antes del almuerzo. Y partía a su mesa en la cocina para su cena. Pero hacia las tres de la tarde, cuando en la casa patronal dormían todos la siesta (hasta el gato y el perro), Don Bernardo comía un buen trozo de sandía con harina tostada. Yo también. Don Bernardo en la noche no tomaba su vaso de vino sino después de la cena bebía tranquilamente una tasa de agua caliente con yerbas aromáticas que el mismo cultivaba



Hasta ahora, desde la infancia cuando conocí a Don Bernardo, jamás pensé tener una huerta. Siempre las vi como preocupación de otros aunque yo me beneficié de sus frutos de una u otra manera Me sorprendía que de un pedazo de tierra vacía crecieran dulces u olorosos productos durante los meses de verano.



Hoy tengo una huerta sin que me propusiera tenerla. La cuidamos desde el mes de mayo y ahora parece una pequeña selva de frutos maravillosos: la albahaca, el tomillo, el cilantro, los porotos verdes, el pimiento morrón, los tomates y al lado el ají (como lo hacían los aztecas en sus chinampas), y en una esquina, como una serpiente verde… las sandías. Hoy comí una aquí en el verano de Connecticut, Estados Unidos. Maravillosa sandía dulce. Ojalá hubiera tenido harina tostada. Es que vivo a miles y miles de kilómetros de lo que una vez fue mi país. La harina tostada siempre me ha parecido un producto eterno porque puede durar años sin malograse. No hay harina tostada en este país. Hay de todo pero menos harina tostada por ninguna parte.



Escribo todo esto porque es verano aquí donde vivimos. Tengo una pequeña huerta en otro país (o en otro planeta realmente), pero la tierra es esencialmente la misma. Los productos son iguales a pesar de la globalización. Sin embargo existe la perenne sensación de que hubo algo diferente que uno sólo conoció en su país de origen. Es muy semejante a un cálido recuerdo de nuestra niñez lejana. ¿Será que los mejores libros de literatura escritos son aquellos que hacen referencia, en algún momento, a la infancia o al lejano pasado de los personajes principales?







Javier Campos es escritor y académico chileno en EE.UU. Su reciente libro de cuentos La mujer que se parecia a Sharon Stone, Ril editores, obtuvo mencion honrosa en el Premio Municipal de Literatura 2004.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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