Publicidad

Editorial: La conspiración del silencio


El informe sobre prisión política y tortura saca a luz definitivamente una verdad largamente conocida y silenciada oficialmente por el poder político: la tortura y los tratos degradantes fueron una política de Estado en Chile.



La decisión del Presidente de la República de enfrentar la verdad sobre la prisión política y la tortura en Chile termina con un silencio oprobioso que por más de tres décadas hería la conciencia nacional. Es un acto de la mayor trascendencia histórica porque se sale de los cánones comunes mediante los cuales en el país se acostumbra enfrentar los temas difíciles. Sin rodeos, Ricardo Lagos hizo entrega a la ciudadanía no sólo de los resultados aportados por la Comisión encargada del tema, sino también de una propuesta para reparar, moral e institucionalmente, a las víctimas de la tortura.



Es evidente que lo actuado por el Presidente es el resultado de una profunda convicción ética acerca de la necesidad de que el país, como sociedad, asuma sus responsabilidades acerca del pasado para que, tal como lo señaló en su discurso, "nunca más vivirlo, nunca más negarlo".



Conviene hacer notar que en la historia de los países, aquellos elementos que se consideran como valores de orientación del sistema, generalmente corresponden a creaciones colectivas no espontáneas sino inducidas desde la política y desde sus liderazgos. Ese es el papel de los constructores de institucionalidad y democracia, y parte de la obligación de la política, al margen de cualquier cálculo, para que los símbolos que esa creación genera, sean aceptados y queridos por todos.



Los tres contenidos básicos de la anunciada propuesta presidencial: desarrollo de doctrina institucional de derechos humanos, reconocimiento moral y reparación material, apuntan de manera equilibrada a la construcción simbólica de una sociedad de espíritu humanista, donde los ciudadanos no sean humillados por el poder.



De ellos, un aspecto merece una reflexión más profunda. Al hacer una alusión directa a la responsabilidad del Estado, el Presidente puso también el dedo en la llaga de la supuesta ignorancia de los personeros civiles de la dictadura, muchos de los cuales públicamente han alegado su desconocimiento de los hechos.



Una violación de derechos tan sistemática y generalizada sólo es posible cuando los autores directos tienen, por lo menos, la tolerancia de su mando institucional. Y socialmente es posible sólo cuando una atmósfera cultural y política degradada genera un ambiente permisivo o, incluso, de justificación de los hechos, como ocurrió con la mayoría de los medios de comunicación de la época, con intentos que todavía perduran de presentar lo sucedido como el costo necesario de la modernización.



Sin embargo, conviene situar en perspectiva lo actuado por el Gobierno al transformar un recinto militar en una prisión para los militares condenados en los procesos por violaciones a los derechos humanos. No es justificable que, frente a la comisión de un delito, existan diferencias entre los ciudadanos una vez que han sido detenidos o condenados. Y esas diferencias tienen que ver con las condiciones objetivas y la rigurosidad de la prisión, que son las que permiten juzgar si existen o no privilegios.



Tampoco es conveniente transformar un recinto militar, con toda su carga de historia simbólica tanto para el país como para muchos soldados, en una prisión. Los recintos de esta naturaleza, al igual que toda la simbología de lo militar, no son meras convenciones corporativas de significado intercambiable, sino que, además de una función específica, están entrelazadas en una memoria que tiene profundo significado para la identidad de los hombres de armas.



Vea los editoriales anteriores

Publicidad

Tendencias