Publicidad

Libertad de expresión y funcionarios públicos


Como se conoce, el senador Lavandero (DC) está siendo investigado por la fiscalía a propósito de supuestos abusos sexuales cometidos en contra de menores. La semana recién pasada, la fiscalía formalizó la investigación en su contra, es decir, a partir de entonces, ésta tendrá un plazo (prudente) para recopilar todas las pruebas que le permitan acreditar su tesis (los abusos). Una vez concluido el plazo, deberá decidir si lo acusa ante los tribunales de justicia.



Como suele suceder en este tipo de situaciones -cuando algún miembro del Congreso se ve envuelto en investigaciones- sus camaradas, de partido en este caso, iniciaron una defensa corporativa reclamando la inocencia del perseguido, respeto, no juzgamiento de hechos que recién se conocen. Intentan, de esa forma, inhibir el debate público en torno al -llamémoslo así- afectado. En esta oportunidad, quien encaró el rol típico del camarada defensor fue el senador Mariano Ruiz Esquide, quien pidió no «prejuzgar ni en uno ni en otro sentido, ni a llevar a una escandalera pública sobre una materia que es dolorosa, que debe ser vista con mucha seriedad, y que esperamos que no se transforme en un tema de comidillo público, sino de justicia real» (El Mostrador, 8 de enero).



¿Qué tiene que ver todo esto con libertad de expresión? Mucho, y vaya en qué grado.



El senador Ruiz Esquide pretende causar un verdadero congelamiento de la crítica ciudadana; nada más lejano de lo que debe ocurrir en una democracia. La libertad de expresión, en una democracia, tiene un importante efecto que se evidencia en dos niveles. Un primer nivel, es el individual; cuando los estados son respetuosos de la libertad de expresión, permiten que los ciudadanos, nosotros, podamos emitir nuestros juicios, pareceres y opiniones sobre las más diversas materias. Por esa vía, así, nos informamos, realizamos, discutimos e, incluso, configuramos nuestra personalidad (Mill agregaría que de esta forma, además, estamos más cerca de la verdad).



Pero esta libertad posee un segundo nivel que, en una democracia, cobra especial vigor: el colectivo. Este segundo nivel supone que, cuando los sujetos emitimos opiniones, pareceres y expresiones, no solo nos beneficiamos personalmente (en el primer sentido), sino que, también, ello trae aparejado un beneficio para toda la sociedad, quienes tendrán a la vista las expresiones (de los emisores) para informarse, realizarse, discutir y configurar su personalidad (también para estar más cerca de la verdad).



Y los funcionarios públicos, ¿qué tienen que ver con todo esto? Los funcionarios públicos están en sus puestos, no por gracia, es cierto. Llegan a esos escaños -bastante bien remunerados, por lo demás- con el apoyo del pueblo. En un verdadero mercado político, ellos -los políticos- venden sus ideas, nos intentan convencer y, una vez que lo hacen, reclaman nuestra adhesión (el pago) en las urnas -el voto-.



Este es un tema no menor; si los candidatos nos venden sus ideas -permítanme seguir ocupando esta repugnante expresión-, enseguida tenemos derecho a cotejar las mismas. Así es; si soy católico, por ejemplo, y un candidato me indica que comulga con esas ideas, reclama mi voto y yo, incauto muchas veces, se lo entrego ¿tengo derecho a controlarlo para que se mantenga dentro de sus promesas? ¿Tengo derecho a exigirle que mantenga sus ofertas? Una vez que entregué la adhesión -e incluso si no lo he hecho- tengo toda la libertad para criticar a ese funcionario que por uno u otro motivo, se ha alejado del recto obrar en su cargo. Y si ha cumplido, tengo el derecho, todavía, de manifestar mi disconformidad con la forma en que cumplió.



Recuerden que en estas hipótesis, los funcionarios públicos, por el hecho de ser tales y por el tipo de interés que envuelve su cargo (público), poseen una vida de cara a la ciudadanía que puede, con legítimo interés, realizar la crítica que estime necesaria en contra de sus autoridades. Quienes asumen cargos públicos, en Chile, parecen creer todo lo contrario, esto es, que una vez en sus puestos poseen la facultad de hacer callar a la ciudadanía para ejercer, ellos, y como mejor les parezca, su cargo.



Lamentablemente -para ellos, claro está- la sociedad chilena está madurando políticamente. A diferencia de la cara que muchas veces muestran nuestros políticos, que corren a los tribunales e interponen cuanta querella de injurias y calumnias puedan (Paéz, por ejemplo), los chilenos estamos cada vez más conscientes de que cumplimos un rol que nuestra república reclama y que va más allá del mero voto. Probablemente nuestros políticos estarían más felices y tranquilos (de lo que lo están) si la ciudadanía, una vez que es requerida en las urnas, se repliega y se encierra en sus casas a esperar que las autoridades ejerzan sus funciones de la forma que mejor les plazca (y a ello le llaman, curiosamente, constitucionalmente).



Nada más lejano de lo que reclama una república democrática que, permitiendo que sus ciudadanos posean vidas privadas, en las cuales el Estado debe abstenerse de entrar, exige, también, un rol activo de su ciudadanía en la cosa pública, aquellos asuntos que a todos nos interesan y que nos habilitan para ejercer control de nuestras autoridades, analizarlos con toda la vehemencia que esos asuntos ameritan y exigir respuesta (accountability).





Domingo Lovera Parmo. Profesor de Derecho. Universidad Diego Portales (domingo.lovera@udp.cl).




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias