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Los pecados de León Ferrari


La exposición retrospectiva Obras 1954-2004 de León Ferrari que se está presentando en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires revela las etapas más significativas del desarrollo de un artista unánimemente considerado como uno de los más impactantes de su época. Originalmente planeada sin interrupción desde el 30 de noviembre 2004 hasta el 27 de febrero 2005, esa muestra suscitó reacciones que superaron todo lo que se había anticipado, a tal punto que tuvo que cerrar sus puertas por un par de semanas, como resultado de una acción judicial conducida por un grupo de católicos fervientes.



Ferrari renegado, censurado, condenado por hereje e iconoclasta, por los mismos cristianos que ruegan reiteradamente que se les perdonen sus ofensas como ellos perdonan a los que les ofendenÂ… Pero la lucha incansable de la Iglesia contra la exposición no es tan anodina como podría parecer. En realidad, las obras presentadas dan a conocer, en forma simbólica, los crímenes cometidos por las mismas instituciones cristianas a lo largo de la historia, abarcando el encomio de la tortura, la persecución de los herejes, la exterminación de los indígenas durante la Conquista, y el apoyo no disimulado al genocidio nazi y a la dictadura militar argentina, entre otros ejemplos. Por otra parte, al denunciar brutalmente los conceptos de castigo divino y de tortura en el infierno contenidos en las imágenes del arte cristiano, Ferrari se subleva contra la intimidación y la dominación psicológica practicadas por la Iglesia por siglos y siglos, como lo revela esa declaración incluida en la muestra:



En muchas de mis obras se propone un homenaje a Eva, aquella muchacha rebelde que nos libró de la castidad, nos regaló la concupiscencia y nos legó los genes de la necesidad que siente el género humano por escudriñar los caminos de lo desconocido y los gustos del fruto del bien y el mal.



A unos pocos metros, una jaula con pájaros colgada sobre una reproducción del Juicio Final de Miguel Angel, que las aves van cubriendo de excrementos día tras día, invita a burlarse de ese «control por el terror» ejercido por la Iglesia.



La obra de Ferrari siempre ha inducido los calificativos más violentos, lo que muchas veces relegó al segundo plano su sentido del humor. Su representación del «infierno» cuenta con cristos emergiendo de una tostadora eléctrica, figuras de santos fritos en un sartén o pasados por licuadoras, Jesús crucificado en una tabla de cortar carne, entre otras travesuras ácidas. También ha atacado a los símbolos del poder estadounidense, asimilando el régimen yanqui a la muerte, a la descomposición, o a plagas de insectos. En el salón principal de la muestra presentada en Buenos Aires, uno puede apreciar, colgada del techo, la obra quizás más característica del artista, conocida como «La civilización occidental y cristiana», que representa al Cristo crucificado en un avión de combate norteamericano. Esa obra, originalmente realizada en repudio a la guerra de Vietnam en los años 1960, sigue siendo hoy un símbolo político vigente en el contexto de la sangrienta invasión de Irak – o «guerra santa» – iniciada por G.W. Bush.



El deseo de «provocación», en el sentido más amplio de la palabra, es indiscutible. Pero la provocación no se sitúa donde uno podría pensarlo en un principio, y lo muestra claramente la resolución N° 5270/04 del 17 de Diciembre de 2004 que, en respuesta a la querella iniciada por Alfredo Lucas Giudice y Adolfo Bernardo Saravia, que solicitaba la intervención del Organismo de «Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires ante lo que consideraban «…un caso específico de discriminación a la comunidad cristiana…».



Puesto que el conflicto involucraba temas relacionados por los derechos de las personas -la creación artística y las creencias religiosas-, se ordenó una «verificación» al Centro Cultural Recoleta y se solicitó un informe al Secretario de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Curiosamente, se destacó el elemento que, sin duda, menos había sido considerado por los detractores y defensores de Ferrari al iniciarse la polémica:



En el ingreso al ámbito de la muestra, se registra un cartel de aprox. 50 cm. x 50 cm. Que indica: «Es esta exposición hay obras que pueden herir la sensibilidad religiosa o moral del visitante. Queda bajo su decisión ingresar a la misma. Los menores de edad solo podrán ingresar acompañados por un mayor. No se permite entrar a la sala con bolsos, mochilas, cámaras fotográficas o de video». Estos avisos se reiteran en varios de los diversos ámbitos y pasillos de la muestra. También se leyeron otros avisos (15 cm. X 25 cm.) indicando: «En esta sala hay obras que pueden herir los sentimientos religiosos de los creyentes».



A las declaraciones iniciales incluidas en el informe vinieron a juntarse otras, de individuos definiéndose antes que nada como argentinos, católicos y contribuyentes de la ciudad de Buenos Aires, para protestar contra la «herida», «injuria», «ofensa» e incluso «discriminación» que sus sentimientos religiosos habían padecido y exigir una intervención inmediata de las autoridades al respecto. Se refieren además a la vulgaridad y la falta de «criterios estéticos» en las obras de Ferrari, concluyendo que ésas, por lo tanto, no se pueden considerar como arte, sino más bien como «incitación a la violencia y promoción al odio religioso». El informe menciona también el cuaderno puesto a disposición de los visitantes para que registren sus opiniones sobre la exposición, bajo control del personal de seguridad del lugar.



Finalmente, la comisión encargada del caso tuvo que incluir en el informe, apoyándose en artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, una definición de la expresión artística como una de las especies contempladas por el derecho a la libre expresión, [que] merece a nivel nacional e internacional unánime aceptación, respaldo y protección. El derecho de todo individuo a opinar y expresarse libremente resulta garantizado por el ordenamiento jurídico, y constituye uno de los pilares de toda sociedad en la que se respeten los derechos humanos.



De ahí se puede dar vuelta al debate, considerando que la censura al derecho de libre expresión -sea esta política, artística, científica, literaria o periodística- debe condenarse enérgicamente: «la censura a la difusión del pensamiento es un acto de discriminación, una manifestación de intolerancia, una violación a la libertad de los individuos, y como tal se halla prohibida por la ley (Convenciones internacionales citadas precedentemente y derecho interno)». Por razones obvias, esa declaración se encuentra inmediatamente moderada, en el mismo documento, por el hecho de que «el ejercicio abusivo del derecho puede constituir un delito o un acto ilícito civil, por ello los actos dañosos que resulten de un ejercicio abusivo merecen ser reparados», y por una cita del Código Civil que se refiere al que «arbitrariamente se entrometiere en la vida ajena, mortificando a otros en sus costumbres o sentimientos, y el hecho no fuere un delito penal, será obligado a cesar en tales actividades».



Aquí nos enfrentamos con el debate sempiterno sobre los límites impuestos por la ley y los definidos por la moral. La frontera es por cierto tenue, y desemboca en otro debate eterno, sobre la libertad de expresión y el respecto a las convicciones ajenas, porque si bien la exposición de León Ferrari incomodó a más de uno y afectó a la comunidad que venera esos símbolos cristianos usados «fuera de contexto», también es cierto que les sirvió, tanto al artista como a los visitantes, para poner a sus convicciones y a sí mismos en tela de juicio, tratando de buscar un punto de equilibrio. Y si Ferrari somete una variedad de símbolos religiosos a «un tratamiento que puede resultar ofensivo», el resultado – la producción artística – es perfectamente viable en un ámbito constitucional que se propone garantizar la tolerancia, la libertad y la diversidad de opiniones dentro de la sociedad.



Acordémonos que en el siglo 8, la propia iglesia proscribió las imágenes de culto por estar muy cerca de la idolatría (Conciliábulo de Hiereia, 754), que la Reforma volvió a condenarlas, mientras que el Concilio de Trento (1545-1563) las celebró como instrumento de conversión. Tan lejos como lo recuerda la historia, entre proscripciones y permisiones, entre el Index de la Inquisición y el reconocimiento como joyas de la literatura universal de textos anteriormente condenados por ser ofensivos a la doctrina cristiana, el tema nunca ha dejado de suscitar polémicas y alimentar controversias acerbas.



El hecho de ser, o de definirse a sí mismo, como «religioso», «creyente» sin determinado culto, «agnóstico» o «ateo», no debe constituir un obstáculo ni a la tolerancia ni a la libertad de expresión. Y como el tema se veía mucho más enredado de lo necesario y sobre todo sin terminación posible a corto, mediano e incluso largo plazo, La Defensoria del Pueblo de Buenos Aires llegó a la resolución de reabrir la exposición de León Ferrari el 4 de enero 2005, lo que se realizó sin incidentesÂ… Pero al salir del Centro Cultural Recoleta, más de un visitante se quedará con la duda, sin poder decidir si Ferrari sólo quería provocar una vez más, o si estaba buscando la absolución de sus propios pecados.



Sylvie R. Moulin. Académica, escritora y coreógrafa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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