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Por qué nos oponemos a la planta de aguas servidas


Desde hace ya algún tiempo, la construcción de plantas de aguas servidas en la Novena Región se ha puesto en el centro de la polémica. Ante esta situación, presenciamos en lo cotidiano opiniones cruzadas, por una parte el Estado y las empresas propietarias resaltan los aspectos positivos de su construcción y el progreso que traerá a toda la comunidad; en la vereda de en frente, sus detractores declaman con vehemencia los daños y peligros que estas obras entrañan. En efecto, estas obras no han pasado desapercibidas para nadie y se han convertido entre nosotros en actores cotidianos; mientras que la publicidad en los medios de prensa intenta crear en el imaginario ciudadano la idea de que el tratamiento de las aguas es indispensable para tener una región y una ciudad más limpia, ríos de aguas transparentes y un desarrollo armonioso con el medio ambiente.



Es cierto, necesitamos estos avances con suma urgencia. Necesitamos aguas limpias que permitan preservar la naturaleza y que cumplan con normas de seguridad y tratamiento de los residuos domiciliarios, que hoy día van directo a los ríos de la región sin tratamiento alguno.



Pero con todo, lo que no merecemos como ciudadanos son las soluciones que estamos recibiendo. Necesitamos tratar nuestras aguas, evidentemente, pero en ningún caso necesitamos éste tipo de plantas, que vulneran el medio ambiente y los derechos de quienes habitan en la zona de influencia. Esa es la razón de la oposición ciudadana que han suscitado estos proyectos.



En efecto, las plantas de tratamiento que por estos días se construyen, son plantas primarias que ponen en riesgo la salud de la población y la biodiversidad. Plantas que sin duda limpian de bototos nuestros ríos, pero que al mismo tiempo los ensucian con productos químicos de altísima toxicidad y gran peligro para los seres humanos y para el medio ambiente, transformándose en focos malolientes de contaminación que afectan sensiblemente a numerosa población ubicada a kilómetros de donde se emplazan estos proyectos. De esta situación conocen muy bien otras localidades de nuestro país, como la Farfana, Batuco, Valdivia y Pucón, donde han sufrido y sufren graves episodios de contaminación medioambiental.



Una situación que por lo demás ha sido reconocida en un fallo de la Corte de Apelaciones de Temuco y confirmada hace unos días por la Corte Suprema en forma definitiva, donde el tribunal de alzada sostiene, respecto a la planta que se proyecta en la localidad de Putúe en Villarrica, que «Â…las comunidades indígenas y sus miembros pueden verse afectados por la instalación en el sector de la planta de tratamiento de aguas servidas proyectada ya que su ejecución puede originar riesgos para la salud de la población a través de efluentes, emisiones o residuos y afectar la calidad de los recursos renovables incluido el suelo el subsuelo, el agua y el aireÂ…. del mismo modo constituye una amenaza al derecho previsto en el numero 6 del Art. 19 de la Constitución Política Â….. y al derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminaciónÂ….» (considerandos 7 y 12 de la sentencia).



No se trata de oponerse ciegamente al «desarrollo» y al «progreso», que duda cabe, lo queremos y lo necesitamos; pero tenemos el derecho a defender y exigir un progreso sustentable, transparente, que verdaderamente respete el medio ambiente, la vida y salud de las personas.



Cuestionamos asimismo la forma en que estos proyectos son aprobados y sancionados, a puertas cerradas y de espalda a la ciudadanía, con un irrespeto absoluto a la normativa legal vigente y con la connivencia de aquellos órganos encargados, no de fomentar las inversiones, sino de proteger a los ciudadanos y sus derechos. La ciudadanía tiene el derecho y a la vez el deber de opinar, pronunciarse e informarse de aquellas situaciones que le afectan y que pasan por la decisión de aquellos en quienes periódicamente depositamos nuestra confianza democrática. En efecto, es necesario recordar que al final del día, las autoridades no son más que nuestros representantes y que deben actuar en conformidad al mandato que nosotros, los ciudadanos, les conferimos mediante nuestro voto.



De eso se trata una democracia, no solo en elegir periódicamente a las autoridades que ocuparán los cargos públicos en determinado periodo, sino también de ganar espacios de decisión en aquellos temas que nos afectan en los aspectos cotidianos de nuestra vida. Disentir en el contexto de una sociedad democrática, forma parte de las reglas del juego, no nos convierte en radicales, indeseados, o en «grupos minoritarios»; nuestra opción es el diálogo, pero entendido desde una perspectiva de ciudadanía activa, donde el individuo en ejercicio de sus derechos es capaz de ir construyendo una sociedad para todos y con todos; donde las opiniones, por equivocadas que nos parezcan, cuenten con un legitimo espacio y en donde sintamos que aunque estemos equivocados, nuestra postura es aceptada y considerada por los demás y en especial por quienes toman las decisiones.



Tras nuestro, no hay intereses espurios, ni menos ambiciones económicas, como se ha pretendido insinuar, por el contrario nos convocan intereses, motivaciones comunes y por sobre todo sólidos argumentos, y a la vez la más intima convicción de que estamos en el camino correcto, no solo para nosotros sino para la comunidad regional.



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Danko Jaccard Riquelme es abogado de la Comunidad Indígena Wexe Wenulaf y del Observatorio Derechos de los Pueblos Indígenas

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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