Publicidad

El desafuero a Pinochet


La detención de Pinochet en la London Clinic, el 16 de Octubre de 1998, fue un acontecimiento magnífico para todos quienes soñábamos con asistir durante nuestra vida a un enjuiciamiento del dictador en algún tribunal de cualquier país por el delito que fuera. Más que la esperanza de ver tras las rejas al villano, fue motivo de alegría y emoción ver que en el mundo todavía existía pudor y entereza moral. La impunidad en nuestro país nos avergonzaba y molestaba. De alguna manera, los muchos años pasados desde el Golpe de Estado de 1973 y la protección brindada por los gobiernos democráticos a partir de 1990 hacían pensar que la posibilidad de un juicio ante los tribunales del país era ya solo un sueño y que esa sería una de las frustraciones que millones de chilenos nos llevaríamos a la tumba.



De ahí que una decisión de un juez español cumplida en Inglaterra nos hiciera respirar más livianamente durante muchos meses y nos infundió ánimo y alegría. En medio de tanta felicidad, no llegamos a sospechar la magnitud de lo que estaba ocurriendo ni menos alcanzamos a vislumbrar lo que estaba por venir con el correr del tiempo, una realidad que superó con creces nuestros sueños más locos. La alegría de esos días nos hizo rayar murallas con frases como «Gracias, Lady Di, por favor concedido» y otras similares.



Es historia conocida como después de largo tiempo detenido en Londres el dictador llegó a Chile, aún desafiante, aún sin calibrar las consecuencias de lo ocurrido y aún sin imaginar lo que se venía. También es conocido como le fue ya imposible evitar que los Tribunales chilenos empezaran a conocer algunas de sus actuaciones durante los 17 años de terror y opresión. La vista del desafuero al dictador en la Corte de Apelaciones de Santiago por su responsabilidad en los asesinatos, torturas y desaparecimiento de personas perpetrados por la Caravana de la Muerte es uno de los acontecimientos jurídicos, políticos, sociales y morales más importantes en la historia de Chile, desde luego también de mi vida y, estoy seguro, de la de miles y miles de chilenos.



En los días previos a los alegatos se especuló mucho sobre el carácter de lo que estaba por ocurrir. Se decía que no sería un juicio a Pinochet, sólo el examen de las pruebas y presunciones, de modo que la Corte decidiera si en realidad había motivo para juzgarlo. Si la Corte opinaba que no había suficientes y buenos antecedentes para ello, entonces se negaba el desafuero y se cerraba la posibilidad de enjuiciar al dictador. Si, por el contrario, la Corte opinaba que las pruebas y presunciones eran suficientemente contundentes como para establecer la duda de que las acusaciones pudieran ser ciertas, entonces otorgaba el desafuero y allanaba el camino para el juicio.



Según la ley, era menester generar una duda razonable («presunciones múltiples, fundadas y concordantes» creo que dicen ampulosamente los abogados) en la Corte para que tuviera que otorgarse el desafuero. Nadie tenía certeza si los Ministros irían a ponerse dubitativos ahora, luego de años de obsecuencia y mirar para el lado. De modo que en esos días anteriores, el asunto era de repente casi académico, no estábamos frente a un juicio a Pinochet, eso estaba muy lejos de ocurrir, sólo se hacía un ejercicio de funcionamiento de las instituciones, como gustaba decir el presidente Lagos.



Tuve el dudoso honor de asistir a los alegatos, invitado por Carmen Hertz, en calidad de familiar de una de las víctimas. Fui uno de los 30 o 40 chilenos privilegiados, escuchas directos de los argumentos y contraargumentos que desnudarían para siempre al dictador. Por un lado, destacados abogados defensores de los Derechos Humanos y por el otro la defensa, encabezada por los más distinguidos abogados de violadores de esos mismos derechos y conformada por conspicuos abogados de derecha, extrema derecha y derechamente fascistas.



Asistimos a los alegatos de Carmen, de Juanito Bustos, de Eduardo Contreras, de Hugo Gutiérrez entre otros por parte de los querellantes. Más que presunciones, oímos la reconstrucción de la historia reciente de Chile. Desde los más diversos ángulos, los acontecimientos ocurridos y la responsabilidad de Augusto Pinochet en ellos fueron develados en forma diáfana ante los Ministros de la Corte y todos quienes ahí estábamos.



Seis alegatos demoledores, sustentados en los hechos y en el Derecho, pero no sólo en el Derecho, sino también en los mejores valores republicanos, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en los valores de la Revolución Francesa, en las reservas morales de la civilización occidental, alegatos que no fueron previamente concordados entre los querellantes según respuesta a una pregunta directa mía, pero que no dejaron nada sin cubrir.



A continuación fue el turno de la defensa. No recuerdo si alegó Pablo Rodríguez o Ricardo Rivadeneira. No tiene importancia porque no había argumento posible. La defensa basó su alegato en la presunta mala salud del implicado, en la menos que presunta falta de recursos materiales para ser bien representado, (curioso argumento, considerando que amén de Pablo Rodríguez y Rivadeneira, su equipo jurídico estaba compuesto por Miguel Alex Schweitzer, Hernán Felipe Errázuriz, José María Eyzaguirre y otros) y en que, «a decir verdad» a nadie se le podía ocurrir seriamente que los desaparecidos estuvieran todavía secuestrados, que era obvio que los habían matado a todos y que, por tanto, había que aplicar la Ley de Amnistía. En otras palabras, a quien se le podía ocurrir que su cliente era un secuestrador, sólo era un asesino.



Estar en la Sala de Plenarios de la Corte de Apelaciones, uno de los lugares más venerables de la justicia chilena, escuchando esos alegatos junto a los Ministros de Corte, sabiendo que lo que allí se estaba diciendo ya no podría ser ocultado fue una de las experiencias más fuertes y emocionantes en mi vida. Salí de la sala con la sensación de que el país había cambiado esa mañana. Yo ya no era el hermano de un comunista que había desafiado la autoridad de las Fuerzas Armadas y que mejor me quedaba callado si no «quería recibir un castigo ejemplar», ahora era nuevamente Ricardo, el hermano de Carlos, víctima de Pinochet, yo era quien durante 27 años había sido injustamente tratado, ya no sólo por los asesinos sino también por una parte de la sociedad que había sido engañada o que había aceptado las mentiras por conveniencia. El honor de las víctimas y nuestro propio honor estaba siendo reivindicado segundo a segundo, mientras por todo el país se conocían los argumentos de los querellantes y de la defensa.

Así fue. Los alegatos en esa Corte marcaron un antes y un después en la historia de Chile. Antes, la figura de Pinochet era controversial. Después, el hombre fue para siempre un asesino. Antes, los chilenos torturados, muertos, desaparecidos, «quizás algo habían hecho.» Luego, pasaron a ser víctimas de una dictadura sangrienta. Los familiares de las víctimas antes fuimos ciudadanos de segunda clase, semi o completamente proscritos. Luego, pasamos a ser chilenos enteros nuevamente, a quiénes la sociedad completa nos quedaba debiendo hasta nuestra muerte. Antes, se podía contar mentiras tranquilamente, después ya no fue posible sin arriesgarse a recibir una mirada de asco o un escupitajo. Antes, el país no podía mirarse al espejo sin sonrojarse y pasar vergüenza. Ahora podíamos ser considerados como un país más o menos digno.



A partir de ese día, la tortilla empezó a darse vuelta. Los Pinochet, los Arellano, los Espinoza, los Fernández Larios, pasaron de ser valientes soldados a una tropa de asesinos y cobardes como ratas. Los Mamani, los Cabrera, los Silberman, Miranda y Berger pasaron de ser extremistas ajusticiados a ser chilenos que sufrieron la tortura y la muerte por sus ideales. A partir de ese día, en Chile las palabras verdad y mentira, honor y vergüenza, empezaron a recobrar su sentido, fueron poniéndose de pie y enderezándose.



Lo que pasó después es también historia conocida. La Corte de Apelaciones desaforó a Augusto Pinochet en una votación estrecha, en un acto de valentía de los 11 que votaron por el desafuero y la formación de causa para el dictador. La Corte Suprema hubo de oír los mismos argumentos un par de meses más tarde y por 14 votos a 6 confirmó el desafuero. A los Supremos ya les fué más fácil: la Corte de Apelaciones había hecho el gasto y corrido el riesgo. Ellos sólo se ponían del mismo lado de los nuevos vientos que empezaban a soplar.



_________________________________________



Ricardo Berger Guralnick. Hermano de Carlos Berger Guralnick, víctima de la denominada «Caravana de la Muerte» en Calama, en octubre de 1973.












  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias