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El gran escape


La brisa del mar en la playa de La Concha, en San Sebastián, la despeinó y elevó por un instante el ruedo de su falda. A esa hora, justo cuando el sol se acuesta en el mar y esa bola de fuego se va hundiendo descarada, ante quien la quiera mirar, Isabel entendió que algunas veces la vida es posible y que hay una razón y un propósito para cada día. O casi.
No había pisado Europa antes. Sabía las capitales de cada país, su población, gran parte de su historia. Conocía a los héroes de sus victorias y los rufianes de sus derrotas. Podía enumerar los ríos más importantes, los lagos y volcanes e, incluso, la fuente de sustento de sus pueblos.



-Sólo compartimos la geografía, tú y yo- me dijo- a esa hora del crepúsculo. Vengo del sur, del lejano sur, de ese país raquítico. De Chile, ¿recuerdas?-me preguntó, con cierta urgencia en la voz.



-Claro que me acuerdo-le contesté-con la misma urgencia.- Chile no se olvida, para bien o para mal.



Isabel ha cumplido su sueño. Quizás el más importante. Se demoró años y estuvo tentada de robar un banco o asaltar a alguien para apurarlo. Mi hermana es tozuda, perseverante, casi obsesiva. Vasca típica. Menos mal porque de otro modo no estaría mirando este mar que se va durmiendo con cada bostezo que deja en la orilla.



Europa no es sólo el museo, la foto versión digital, el tour de rigor, el souvenir, el mapa. Más que eso, Europa es la apuesta. La conquista. La reconquista. El escape. El gran escape. La posibilidad de salir del hoyo negro, de la rutina maldita que mata todo lo que huela a nuevo, a distinto. La idea de que algún día podremos despegar y abrir las alas, respirar profundo y salvarnos a nosotros mismos, por un rato que sea. Dejar la isla, no la del tesoro, sino la otra, la del aislamiento, la mediocridad, la autocomplacencia.



Late la amenaza de que la patria de Isabel, la mía, la del sur del mundo, se trague la cordillera para siempre y se mire sólo a sí misma porque no hay más allá, sólo acá, nosotros, los magníficos. En una fantasía colectiva y vanidosa, alguna gente pregunta espejito, espejito, cuál es la patria más bonita. La tierra que no se enteró que el planeta no sólo es cada vez menos ancho y ajeno sino palpitante, diverso, cambiante, hinchado de contradicciones y preguntas. Como son los seres vivos.



Por eso sonrío cuando miro a Isabel de perfil, con su melena revuelta y sus ojos mojados de asombro. Porque no hace falta decir nada más. Porque cuando el sol remoja su lengua en ese mar de España, la complicidad nos ata con porfía y la convicción de que sólo los pueblos miopes y cobardes se soban la panza y eructan como aquellos dictadores malolientes que imponen la fuerza, ensimismados en el poder, patéticos y solitarios.



Tengo una hermana austral y valiente que aún sabe reconocer el sabor del placer y perseguir el vértigo porque el mundo no comienza ni termina en Chile. Porque aún conoce el valor de atreverse a volar no con millas sino con un barril de ganas y un estanque de curiosidad. Porque no se puede más cargar con la angustia del encierro, la asfixia. La claustrofobia que no se aguanta y la empuja a ella y a tantos otros a dejar la primera pisada en una playa cuyo nombre no se recuerda.



El futuro fresco con el año que nace y lanza su primer aullido. Y, una vez más, levanta la falda de Isabel. Para mirar y respirar profundo. Un poquito que sea.







Odette Magnet es periodista chilena.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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