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Memoria perdurable de un olvido


Hacía mucho calor en Montreal la tarde de los recuerdos cuando saliendo de la Bibliotheque rue St. Denis después de un ensayo de luz y sonido me senté un momento a desconectar de olvidos autoimpuestos y buscar el silencio conmigo misma en medio de la debacle que había dejado la historia de Julie. Sudando la gota gorda ningún visitante circunstancial podría creer que en invierno aquí la nieve pueda llegar a cubrir los coches y que asomar la nariz fuera de la puerta de casa rasga el cutis como una cuchilla de hielo cuando el famoso factor viento duplica el bajo cero.



Pues bien, en verano Montreal se convierte en vereda tropical de verdad. Hasta el agobio, pienso yo. Y se llena de calor concupiscente. O así lo percibía la dueña de éste recordado olvido que gustaba de erotizar todo incluido la canícula de los insoportables sobre cero con el factor humedad. O el viento Sur.



Tanto el viento como la humedad han hecho estragos por el norte del mundo en muchos más sentidos de lo que imaginamos. A causa del viento por ejemplo murió atropellado por el tren el autor de Marie Chapdelaine, Louis Hémon.



Empapada en sudor y en sangre encontraron a mi amiga, con una daga atravesándole el corazón, envuelta en muchos metros alborotados de tul blanco como la nieve blanca del invierno quebecuá, poniéndose el sol una tarde al final del verano. En su velador un sobre en forma de mariposa y una fotografía. Nada más.



Se llamaba Julie, era actriz e irlandesa. Contaba que su madre, dramaturga, la bautizó así en honor al personaje de Strindberg. Hoy, el tiempo ha dejado en evidencia el parecido entre las dos.



Generosa, vehemente, anti diva y muy confiada, llevaba en Montreal tres años. Le interesaba mucho el proceso independentista de Quebec además del teatro. Había hecho en aventuras mas o menos agitadas el camino de ida y vuelta innumerables veces y padecía de desgarros incurables porque era una mujer muy inocente en el mejor sentido de la palabra. El penúltimo zarpazo se lo había propinado un pseudorevolucionario de salón a sus horas, y un canallita reconocido la mayoría del tiempo, que la había esquilmado en todos los sentidos. Pero aquél fulano nunca dejo de ser lo que siempre había sido; un personajillo melifluo, mediocre, de pulmones vírgenes, lo único virgen que probablemente tenía, y con mucha suerte inmerecida. Ella negaba la evidencia, creía con denodada fe todo lo que el cochambroso le susurraba al oído. Julie, tan lista y tan garbosa como era, tenía la fatalidad de coleccionar especímenes salidos de las cloacas. Arrogantes, peligrosos, y casi infaliblemente con un punto de perversión. Pero las mujeres somos así. De repente se nos cruza la vena y agur Ben-Hur. La aventura con Guy dejó a mi estimada con el colon a la deriva y el corazón maltrecho.



Total que para olvidar, se fue nada menos que hasta Australia. Dijo que le apetecía mucho conocer el Quinto Continente. Estuvo todo el invierno. Al principio llamaba o escribía. Luego no. Nada. Pero supuse que habría encontrado el perfecto sustituto del anterior zopenco. A fin de cuentas, éramos muy jóvenes entonces y la vida estaba por delante para cicatrizar heridas.



Intempestivamente apareció en medio de la noche a principios de abril en el umbral de mi puerta, con una botella de champagne entre las manos. Me dijo que venía a celebrar porque se había enamorado perdidamente, de verdad y para siempre. Si el rostro fuese el espejo del alma, tendría que haberla creído. Si el rostro fuese el espejo del alma. Así que su aparición en plena noche quedó más que justificada al verla tan feliz, tan serena y tan bien. En apariencia al menos. Me trajo de regalo una corona de pámpanos hecha en seda, maravillosa. Y después de los recibimientos champañosos nos sentamos, mejor dicho nos tumbamos cual odaliscas en sendos sofás, con el infaltable cigarrillo entre los dedos, jugando con el humo, haciendo nubes y elipses. Con ese relajo que se siente cuando el cuerpo flota y levita, cuando nada pesa, ni siquiera la conciencia. Solo se escuchaba el tic-tac del Big Ben. Clareando el día contó que no había llegado sola. Que la acompañaba su gran amor; que nos causaría a todos una gran sorpresa que se habían casado que llegaría días más tarde pues se había quedado en las antípodas arreglando papeles. Esperó unos segundos el impacto. Los precisos para escuchar desde la butaca de enfrente.



Husband, you said?
Henry. Contestó.



Le dije, queriéndome alegrar con ella, que la felicitaba de corazón si había encontrado al hombre de su vida, la vez que un escalofrío me recorría el cuerpo. Pero Julie no reparó en semejantes galimatías afanosamente explicando cómo y cuándo se miraron a los ojos por primera vez en tierra de nadie y se sonrieron. Luego desaparecieron las razas, los credos, las fronteras y también otros nombres, desapareció el tiempo, quedando un lecho inundado de luna y complicidad en tiempos azarosos.



De vuelta a Montreal, se escribían cartas de puño y letra todos los días, ella las leía incansable, tratando de encontrar en cada palabra, en cada punto y en cada coma, algún códice oculto que escondiera profundidades del amor nunca descubiertas, una historia que proyectada al pasado pudiera exponerse en toda su grandeza e ilustraba entre embeleso y suspiros, cómo era el hacedor de cartas. Un hombre renacentista y romántico dispuesto a conjugar el futuro perfecto por ella.



Y así Julie de misiva en misiva se iba poco a poco construyendo una cierta forma de querencia estilizada que finalmente se convertiría en un estilo de amor, de emoción, de sensualidad hasta entonces ignorada. Sorbía los vientos por el ausente. Me decía que no quería perder su último tren. Según el día y sus circunstancias, Henry se convertía en éxtasis o en agonía. Ella gozadora innata bebía la vida a grandes tragos y se preocupaba mucho de aclarar y perfeccionar el mapa de sus zonas erógenas esperando a Henry. Tenía gracia para dar y regalar a la hora de convertir los calores obscenos en tema dilecto de conversación y de risas. Esa risa sinsorga e ingenua como solo puede provocarla el alma liviana o cuando uno se siente feliz.



Pasó el tiempo. Mucho más de lo previsto. Henry siempre venía pero nunca llegaba. El viaje se postergaba una y otra vez.



Un día de junio el fantasmagórico ausente apareció en Montreal. Julie había re decorado la casa, y de paso se redocoró ella misma. Convirtió en platino su hermosa cabellera oscura, se tiño las cejas a juego y se subió en inmensos taconazos aguja desafiando el vértigo. Se empezó a pintar los labios de color rojo China. Incluso aprendió a hacer pan, alimento noble entre los nobles. Sagrado me atrevería a pensar. Para él.



Pero cuando llegó Henry, desapareció Julie. Quiero decir que no se la veía. Nunca le presentó, a nosotros sus íntimos amigos.Cosa rarísima. Daba unas explicaciones muy sinsorgas impropias de ella, insólitas. Así que aprovechando la ocasión una tarde después del ensayo la invité de sopetón a tomar algo sentadas tranquilamente en una terraza de St. Denis. Como en los viejos tiempos. Y no le di tiempo a negarse.



Empezamos hablando de la pertinencia de los versos de N. Kasantzakis en el recital, continuamos con Bourgault y su importancia en la historia política y social de Quebec. Ni una palabra de Henry. Hablamos del apasionante personaje que fue Pierre. Que fueron , debiera decir, tantos queridos amigos como Pauline, Gerald, Armand, Gilles, Denise, Gastón, Michelle, Felix, Ivon, todos ellos llenos de carisma, de consecuencia, de esperanza, con quienes habíamos compartido apasionadamente años rebeldes quebecuás. Años de la flor de Lys. No cómo ahora, dicho sea de paso.



Pero los sollozos angustiosos de Julie con la cara hundida entre los brazos ahogaron sus palabras y las mías. Se levantó rápida y salió precipitadamente. Pensé que regresaría. De verdad lo pensé y espere, y esperé. En vano.



Esa fue nuestra última conversación. No la volví a ver más. Viva. Solo recuerdo el calor y el olor del miedo que emanaba de ella. ¿O de mi?



Luego todo se convirtió en una pesadilla .No contestaba el teléfono. No estaba en casa. No se presentó al ensayo al día siguiente, algo impensable en ella. Y no había rastro de Henry. Como si jamás hubiese existido. Mrs. Monaghan, la madre de mi amiga vivía en Belfast y no queríamos alarmarla todavía. Al final, sus amigos, llamamos a la policía. La casa estaba vacía. En el velador solo quedaba un sobre en forma de mariposa, lacrado, sin destinatario y una foto de dos mujeres con un hombre rue Ste. Catherine, Carré Philips durante una célebre manifestación en el año 75. Es una imagen muy nítida de Julie con un trébol verde pintado en la cara llena de pecas, Pierre sosteniendo una pancarta que dice Quebec, je me souviens, y la que escribe con un Lauburu, símbolo vasco , sobre el pecho; los tres enlazados del brazo, sonriendo, celebrando. La policía se quedó con la fotografía y nos preguntó el porqué del velo enredado en el cuerpo desnudo de Julie en el escenario del crimen.



No les quise decir que ella siempre llevaba dentro de la maleta, fuera donde fuera, diecisiete metros de tul blanco, vaporoso, y una corona de tréboles.



Y ese porqué, será siempre su secreto y el mío.



En cuanto al sobre de mariposa, descansa al fin defendido por las brumas del norte de Irlanda y está entre amorosas manos. Sin abrirse.





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Begoña Zabala es actriz y reside en Montreal , P. Québec

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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