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Lucro con platas públicas y calidad en educación


A raíz del debate en torno a la propuesta de ley general de educación de abril 2007, el economista Eduardo Engel ponía como ejemplo la licitación de la telefonía rural para mostrar cómo la integración de privados con fines de lucro, y a la vez subvencionados por el Estado, podía ser provechosa para objetivos de calidad y equidad en educación.



Por desgracia, no son pocos los expertos que olvidan con frecuencia que la educación es un bien de naturaleza diversa. Incluso, se omite muchas veces que se trata de una inversión de largo plazo y que presenta múltiples externalidades sociales. Estas últimas se relacionan especialmente con el doble carácter del bien educación. Por un lado, se trata de un fin en si mismo —por ej.: es justo e indispensable que todo/as sepan leer y escribir, y que sean capaces de reconocerse en valores y conductas comunes—; y por otro, se trata de un medio que nos abre oportunidades diferentes a través de certificados y/o de competencias.



En otro ángulo, la producción en educación no obedece a los mismos parámetros de otras industrias. En primer lugar se trata de procesos que involucran construcción de relaciones humanas en el tiempo. En segundo plano, porque su tecnología no es comparable a la de ningún otro sector. En efecto, la humanidad carece aún de una tecnología pedagógico-educativa que sea precisa, unívoca, de rápida evolución e implementación, y que no dependa de medidas aproximadas para evaluarse.



La relación maestro-alumno, la mutua influencia y desarrollo entre pares, o la complejidad de aquello que ocurre cotidianamente en la sala de clases -por citar algunos ejemplos que la literatura especializada indica como sustantivos para los aprendizajes-, no son equiparables con la instalación de cables, postes, teléfonos y vendedores. Menos comparables aún son los márgenes de utilidad que se puedan deducir de tal «producción».



Por último, y aunque a algunos les moleste, el tema educación requiere de definiciones políticas tanto para la construcción de consensos como para la opción entre posiciones alternativas. Y hasta nuevo aviso eso se llama debate político-ideológico consubstancial a la democracia.



La discusión sobre «lucro o no lucro» (con recursos públicos) entra mayoritariamente en ese ámbito. Por lo mismo se trata de un debate totalmente legítimo y que no merece ser demonizado ni en uno ni otro sentido. No obstante y por lo mismo, no es aceptable que se le pretenda hacer pasar como un problema meramente técnico o como algo secundario. Menos aún vista la experiencia chilena.



Que la competencia y mecanismos de mercado sean eficientes para regular la producción de pan, no significa que ellos deban o puedan serlo en educación. Si además consideramos la evidencia disponible y la experiencia internacional comparada, insistir en ello más bien parece, por decirlo suavemente, (ideológicamente) exagerado.



La experiencia chilena



Concordemos sin embargo, en que la evidencia para Chile tiende a indicar que el lucro no parece determinante respecto del mayor valor agregado que los establecimientos producen en aprendizajes. Ello contradice de entrada la idea de que en educación, los incentivos de mercado se comportan como previsto. Por otro lado, esta suerte de neutralidad neta -no daña pero tampoco aporta- puede ser un argumento engañoso para rechazar la histórica propuesta de ley si se considera la forma y resultados del sistema educativo chileno.



La reforma impuesta en los años 80 configuró un particular esquema de subsidio a la demanda, y propició con recursos estatales la ampliación de la provisión privada con casi nulas regulaciones, controles y requisitos. Privados en educación han existido históricamente en Chile, por lo mismo, su participación pudo ampliarse bajo supuestos diferentes.



En ese sentido, los defensores del lucro con platas públicas omiten a veces hacerse cargo del balance completo de dicha reforma, en donde el ingreso de la competencia de mercado entre establecimientos, sumado a la libre elección de los padres y a la selección académico-social practicada por buena parte de los establecimientos particulares subvencionados, han dado como resultado un verdadero «juego de suma cero» (Hsieh & Urquiola, 2003) en términos de valor agregado.



Así, la mejor posición aparente de los establecimientos particulares subvencionados respecto de los municipales se debe principalmente a un proceso de drenaje de los estudiantes con mayores capitales económicos y culturales, y no a una mayor eficacia neta de su «tecnología de producción», a condiciones y nivel socioeconómico controlados. (Ver meta análisis y consideraciones metodológicas de Cristián Bellei, 2005). Al mismo tiempo, la segregación —que multiplica los factores negativos para el aprendizaje— llega a niveles insostenibles.



Una propuesta necesaria y legítima aunque parcial



Vistos estos resultados ¿Por qué tendríamos que aceptar sin más cuestionamiento el lucro en educación con recursos públicos? ¿Por qué tendríamos que creer que la conformación de un mercado de la educación aporta las soluciones fundamentales?



De hecho, posiciones como las del empresariado local (CPC) no se entienden sino es por razones político-ideológicas lejanas de todo pragmatismo constructivo. El marco pro-lucro «a la chilena» —que nadie en el mundo parece querer imitarnos—, demuestra no ser capaz de hacernos avanzar ni en calidad ni en equidad. Y esa es una muy buena razón para cambiar «las reglas del juego», puesto que ellas son un lastre respecto a la elevación del capital humano y del tan anhelado salto de Chile al desarrollo.



La propuesta de ley propone un mejor marco para crear valor agregado en educación, sin restringir la libertad de proyecto educativo. Ella incentiva la transparencia y la rendición de cuentas; la evaluación de todos los agentes involucrados con consecuencias efectivas; el retardo de la selección académica; el agrupamiento de establecimientos como medio para aumentar la eficacia; potencia la idea de comunidad educativa; entre otras.



Sin ese nuevo marco propuestas esenciales, como la subvención diferenciada por nivel socioeconómico, corren el riesgo de ser totalmente ineficaces. Lo mismo vale para el indispensable aumento de recursos —hoy posible gracias a los excedentes del cobre— que debiera ir en beneficio de la educación financiada por el Estado. Esa que atiende a más del 90% de la población y en donde la inversión por alumno es 5 a 10 veces inferior a la de los establecimientos particulares pagados.



No cabe duda que un tal aumento de recursos será estéril de no mediar otros cambios fundamentales aparejados a ella. También sabemos que aún faltan elementos importantes que se espera vengan contenidos en próximos anuncios. No obstante, es francamente insostenible decir que esta propuesta de ley «no toca» el tema de la calidad o que su posición respecto del lucro es dañina o ilegítima.



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Rodrigo Roco Fossa. Doctorante IREDU-CNRS.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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