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El show de TVN


Ya llevamos dos semanas de circo mediático con el tema de los nuevos miembros del directorio de TVN propuestos por el gobierno, como ocurre cada vez, y cabe preguntarse a quién le importa realmente, qué puede cambiar si es uno u otro el elegido. Se ha dicho que Aleuy (el más discutido) es un espolón de Escalona, que con su nombre el gobierno quiere pelear cada segundo político en pantalla al calor de las elecciones municipales del próximo año, y un largo y tedioso etcétera. Y hasta allí no más llegó el debate.



Lo que se elude es el tema de fondo, es decir qué demonios es un canal público, cuál es su sentido, si es que lo tiene (porque puede perfectamente no existir una estación estatal de televisión; en algunos países, de hecho, no la hay). No sería malo recordar que el sentido, la tradición y el espíritu de una televisión pública -dicho someramente- es reflejar y garantizar la diversidad cultural, dar cuenta con la mayor veracidad posible de las formas de vivir y los modos de expresarse de todas las comunidades y las regiones. O sea: un canal público es, antes que nada, un servicio público (lo cual, contrariamente a la estulticia tan repetida, nada tiene que ver ni con la marginalidad ni con lo aburrido).



En Chile estos conceptos básicos desaparecieron hace bastante rato, por varias razones. Una de ellas es que al canal público se le escamoteó su esencia al forzarlo a autofinanciarse (la misma distorsión de EFE y del Transantiago), y sus directores ejecutivos se enfrascaron en la carrera loca de los números azules. Pero hay un criterio que ha resultado ser, quizá, más nefasto todavía: la diversidad se ha entendido aquí no como la diversidad de todos los chilenos, sino como la de los partidos políticos. ¿Cuántos chilenos son miembros de partidos políticos? Menos del 5%. ¿Cuántos participan activamente de las actividades de esos partidos? Un puñado. Y de ese puñado sale el staff de ungidos que decide los principales nombramientos -y, por lo tanto, los principales contenidos- del que debiera ser el canal más importante del país.



¿Es triste? Sí, es triste. Pero así funciona esto: la vieja fórmula del cuoteo. Tantos para mí, tantos para ti. Y el resultado es un híbrido degradado, un canal burocrático lleno de prohibiciones, cortapisas, equilibrios dudosos y terrenos vedados, tutelado por ejecutivos aferrados a sus puestos cuyo rol se parece sospechosamente al de comisarios o gendarmes, una televisión envejecida que sofoca lo que más debiera distinguirla: la creatividad.



TVN reproduce con dramática fidelidad el modelo de la transición, en el que sus dirigentes acabaron convirtiéndose en un club cerrado, un coto de caza, un grupo de elegidos cuya referencia son sólo ellos mismos y que se reproducen sólo entre sí, un retrato de familia en el que da lo mismo si uno se dice socialista y el otro de derecha, o si uno estaba contra y el otro a favor de la dictadura, con tal de que ninguno se salga de la fila: una gran cama redonda que no es mucho más ancha que Tunquén o Cachagua donde abundan las parejas o ex parejas o hijos o íntimos o sobrinos o cuñados.



El «canal de todos los chilenos» le ha dado la espalda a la inmensa mayoría de los documentales de cineastas chilenos, desde «La batalla de Chile» de Patricio Guzmán hasta «I love Pinochet» de Marcela Said, pasando por «La Flaca Alejandra» de Carmen Castillo, y una lista de centenares de creaciones que en algunas ocasiones el canal compra y no transmite, y en otras sencillamente ignora expresamente, mientras su pantalla se llena de programas dedicados a saber qué famosillo se acuesta con quién, o adolescentes moviendo el culo frenéticamente para agradar al conductor de turno entre chillidos histéricos y sones circenses. Más tarde, en las horas de baja audiencia, sus ejecutivos tranquilizan su propia mala conciencia emitiendo programas de «cultura» como si la cultura sólo fuera la vida de los animales y la flora y la fauna, como si la realidad no fuera «entretenida».



Faride Zerán y Nissim Sharim, los únicos miembros del directorio de TVN que defendieron abiertamente un concepto de televisión pública, e intentaron siquiera debatir sobre los contenidos, fueron sacados de sus cargos casi a las patadas. Hace alrededor de un año, el conductor Patricio Bañados, rostro del No en el plebiscito que nos devolvió la democracia, fue echado del canal en el más absoluto silencio, después de varios años en que se le mantuvo casi totalmente fuera del aire. Al día siguiente, la Presidenta recibió en La Moneda al periodista Jorge Hevia, ex miembro de Dinacos (el equipo censurador de Pinochet), para agradecerle por los años de servicios prestados. Hevia recibió la correspondiente indemnización, y dos semanas después se anunció por la prensa que sería recontratado para la señal internacional.



El show debe continuar.



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Pablo Azócar. Escritor y periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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