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Al servicio de la patria


La diplomacia moderna nació cuando la serenísima República de Venecia requirió de un instrumento que le permitiera superar sus limitaciones de tamaño y fuerza, ante el resto de las potencias que le disputaban el control del comercio con oriente, en el mar Mediterráneo. El gobierno aristocrático de la ciudad de los canales, llegó a la conclusión que tener una idea más o menos exacta del rol que jugaba en el mundo de su época, contar con una red de información eficiente y con un vehículo eficaz de representación de sus intereses, le proporcionaba una ventaja decisiva sobre sus rivales.



Luego, la constitución de los Estados nacionales implicó centralizar el poder político, creando una organización especializada, dirigida por una burocracia permanente. Pero, tal modelo ha entrado en crisis debido al proceso de globalización que dispersa, fragmenta y complejiza el ejercicio del poder, obligando a tomar en cuenta múltiples organizaciones, regímenes internacionales, movimientos transnacionales, y actores y circuitos que atraviesan cotidianamente las fronteras, convirtiendo los antiguos límites soberanos en simples datos geográficos funcionales a las dinámicas de integración en curso.



Tales cambios han afectado, como es lógico, a los servicios exteriores de todos los países de la tierra. La interdependencia, la descentralización estatal y la desmonopolización de la gestión internacional por parte de los Ministerios de Relaciones Exteriores, repercuten en la aparición de nuevas formas de diplomacia como la presidencial y de otros sectores de la administración pública, la parlamentaria, la social y la paradiplomacia de regiones y municipios, requiriéndose reforzar las capacidades de coordinación intra e interinstitucional.



Por su parte, la revolución de las comunicaciones obliga a transformar la tradicional función de información por la de análisis, la gran cantidad de conflictos existentes releva la necesidad de fortalecer la diplomacia preventiva y el número de intereses nacionales implicados en la gestión internacional lleva a incrementar sustancialmente las habilidades para representarlos y negociar adecuadamente sus demandas en beneficio del conjunto de la sociedad.



Estos desafíos se mezclan con las reivindicaciones propias de todo gremio, más aun en países en vías de desarrollo. Salarios que no coinciden con las expectativas, reajustes que llegan tarde, sobre todo en lugares donde se producen alteraciones desfavorables en el tipo de cambio, lentitud y discriminación en los ascensos y discrecionalidad por parte de la autoridad, entre otros, son problemas reales que deben ser tomados en cuenta por cualquier Gobierno que quiera un instrumento de excelencia para insertarse eficazmente en el escenario global.



Sin embargo, la tentación del corporativismo es una amenaza concreta. Pensar que se pertenece a un grupo privilegiado al cual le corresponde por derecho propio la gestión exterior, concebir de manera estrecha un profesionalismo vinculado exclusivamente a ellos, confundir modernización con la satisfacción prioritaria de sus demandas, pretender encerrar el proceso de toma de decisiones en un círculo que se construye a su alrededor, erigiéndose como únicos expertos, no es sólo mentirse a sí mismos, sino que ahondar en extremo la separación con una ciudadanía que los ignora, la mayor de las veces, o tiene una imagen distorsionada que los sitúa en una especie de cóctel permanente, sólo interrumpido por arduos partidos de golf, jugados en verdes prados y asistidos por mozos con bandeja de plata y guantes blancos.



Esto sucede en ausencia de un discurso más amplio y comprehensivo, capaz de aportar al debate nacional con, a lo menos, una cierta idea de cómo debe proyectarse el país en el mundo, con propuestas creativas y motivadoras que apunten a reformas audaces y sustantivas. En todo caso, justo es constatar que es muy difícil lograr tales objetivos sin una clase política consciente de la importancia de las relaciones internacionales, aunque por lo mismo resaltaría ante tal ausencia, esta manera activa de ejercer liderazgo.



Por su parte, es cierto que las transformaciones culturales son siempre las más difíciles, por lo que se requiere un esfuerzo especial para adaptarse a circunstancias caracterizadas por el cambio permanente. Criterios como la flexibilidad, la pluralidad, el trabajo en equipo, el incremento de la productividad y la apertura a una forma diversa a la tradicional de hacer las cosas, son hitos insoslayables de cualquier servicio exterior moderno.



Obviamente, una política de recursos humanos que promueva una administración profesional eficiente y eficaz, así como una especialización no estrecha de los diplomáticos sería un aporte fundamental para constituir una Cancillería acorde con los tiempos en que vivimos. De esta manera, para países de tamaño medio o menor pareciera ser más conveniente concentrarse en los temas multilaterales, en la diplomacia regional y en las nuevas dimensiones de la política exterior.



En esta perspectiva, una carrera ágil, motivadora, competitiva, abierta y flexible, con los estímulos e incentivos adecuados, requieren de una particular conciencia por parte del Estado sobre la importancia de los Ministerios de Relaciones Exteriores para una gestión exitosa en el mundo del siglo XXI.



En todo caso, más allá de los intereses gremiales, nunca hay que perder de vista que cualquier institución está siempre al servicio de la patria y se debe a ella.



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Cristián Fuentes V. Cientista Político

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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