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La cultura de la mendicidad


La caridad es quizá la más loable de las virtudes humanas. Eso nadie lo pone en duda: darse desinteresadamente al otro. Tender una mano a quien no conocemos. Señalar en buen camino al que anda extraviado, escuchar sus problemas y aventurar, en la medida de nuestras propias capacidades y competencias, un consejo, son actos de un valor inestimable. Sólo un canalla podría afirmar lo contrario.



Sin embargo, año tras año, se ha venido cristalizando en Chile la errónea idea de que todo se resuelve donando los cinco pesos del vuelto en la farmacia o el supermercado, colaborando como socio de esta o esa institución de caridad, poniéndonos mes a mes con causas benéficas que van, en un amplio abanico desde la infancia desamparada hasta la ancianidad náufraga. Pasando por los impedidos, los sin techo, las niñitas de la calle, los bomberos, el Ejército de Salvación, en fin, pareciera que cada espectáculo y su dramatismo tienen su público. O su nicho como hoy define el marketing a estas subdivisiones que se pierden en el infinito.



Está bien. Nadie pone en duda la importancia de la obra que realizan. Ni la buena voluntad de quienes colaboran con ellas. Pero ocurre que hoy el Estado chileno es un Estado rico. Que la economía ha crecido, poniéndonos en situación de resolver, desde los organismos oficiales, y no desde la beneficencia, los problemas de los más necesitados.



No es dignificador que una familia pobre reciba de la caridad pública un techo que merece por el sólo hecho de ser habitantes de un país próspero, con grandes reservas de divisas fruto del alto precio del cobre. Los trabajadores chilenos no son los parias de Calcuta o los escuálidos habitantes de los yermos peladeros de Eritrea. Ellos son parte de un sistema que crece y progresa, en gran parte gracias a su aporte y su sistemática postergación.



La cultura de la mendicidad denigra y humilla. Una sociedad de pedigueños como la que hemos creado, es una sociedad que inevitablemente se corrompe y se denigra a sí misma, hasta lo indecible. Y nada en lo absoluto se puede esperar para el futuro de un pueblo que pierde la dignidad, para convertirse en una partida de pordioseros. Se ha perdido la justa medida de las cosas.



Es buena, es vieja, es tradicional la beneficencia. Pero las necesidades de los chilenos más pobres pueden y deben ser satisfechas por un Estado que está obligado a ello. La idea de Estado Solidario ha venido derivando en una gigantesca kermesse vergonzante donde esta idea del «Chileno Solidario» se ha insuflado como un deber y una obligación del pueblo para con el pueblo. Todo es una gran maquinaria de caridad, obscena e inaceptable. Y allí donde debe actuar el Estado chileno y sus organismos, la realidad se vuelve un caos y un vacío total. Es cosa de mirar lo que ocurre con los poblados del norte azotado por dos terremotos: ruina y más ruina.



Se envía ayuda y talento chileno a Haití, mientras aquí seguimos estirando la mano para que las personas donen y donen y donen. Eso de dar hasta que duela es una buena frase de San Alberto Hurtado, que las autoridades debieran hacer suyas. Si miramos bien el fenómeno y sus alcances, descubriremos que en el Chile de hoy, en el pedir sí hay engaño.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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