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Para salvar la integración latinoamericana


A propósito de la nueva Cumbre del Mercosur, hay que decir que la integración pasa por momentos de confusión e incertidumbre, los pactos subregionales funcionan con mucha dificultad y los movimientos centrífugos amenazan con desarticularlos.



Lo sucedido en la Cumbre Iberoamericana de Santiago, más allá del ¿por qué no te callas?, pone en duda las bases políticas del proceso integracionista, y por eso conviene mirar con mayor atención el único acuerdo de alcance regional que silenciosamente va tejiendo desde la base la integración latinoamericana real: el Tratado de Montevideo de 1980 (TM80), origen de la Aladi, que en sus veintisiete años de vigencia ha dado lugar a una amplia red de relaciones económico-comerciales entre doce países (los miembros de la CAN, del Mercosur, Chile, México y Cuba), que representan el noventa por ciento del producto y del comercio exterior de América Latina.



La Aladi fue creada en sustitución de la ALALC para «promover el desarrollo económico-social armónico y equilibrado de la región», teniendo «como objetivo a largo plazo el establecimiento, en forma gradual y progresiva, de un mercado común latinoamericano».



El Artículo 3 del TM80 define cinco principios que han sido la clave de su permanencia y desarrollo en el tiempo: pluralismo; convergencia; flexibilidad; tratamientos diferenciales; y multiplicidad. Sobre estas definiciones, el TM80 estableció un esquema de integración, basado en lo que podemos llamar «bilateralismo convergente», un marco jurídico- institucional dentro del cual los países pueden pactar bilateral o plurilateralmente entre ellos acuerdos de complementación económica (ACE) según sus posibilidades, ritmos y niveles de desarrollo, con una profundidad acorde a la realidad de su estructura económica.



A diferencia de los esquemas subregionales como la CAN o el Mercosur, creados como uniones aduaneras, los países de la Aladi conservan la autonomía de su política comercial, y por ello pueden suscribir acuerdos extra-regionales sin afectar su membresía ni lo pactado dentro del TM80. Asimismo, se benefician de la llamada «cláusula de habilitación» del GATT, por la cual no están obligados a extender las preferencias que se han concedido entre ellos, a otros países extra-regionales. Chile y México son un claro ejemplo: son miembros de la Aladi, tienen una red de acuerdos con todos sus miembros, y a la vez tienen TLC con Estados Unidos, Japón o la Unión Europea. El mismo camino están siguiendo Perú y Colombia. Esta flexibilidad no ha afectado al comercio intra-regional, que ha crecido ocho veces en estos años, y ha permitido firmar más de cien acuerdos que cubren el 90 por ciento de los intercambios, con la ventaja que éstos son en un 60% manufacturas.



El TM80 rompió con el enfoque dirigista de la ALALC, sin ataduras a esquemas que obligan a ir a la velocidad del más lento o a paralizar las relaciones económicas internacionales extra-región por oposición de algunos miembros. La convergencia de los acuerdos suscritos en el marco del TM80, incluidos la CAN y el Mercosur, el paso a acuerdos y zonas de libre comercio, y la incorporación a la agenda de la Aladi de los nuevos temas de la competitividad regional, como la infraestructura y la energía, acordados por la Resolución 59 del XIII Consejo de Ministros, permitirían crear realmente las bases materiales de una «integración modelo Siglo XXI». El TM80, aplicado en todas sus potencialidades, debería ser la opción para avanzar en la integración regional respetando la diversidad y autonomía comercial de los países, en lugar de inventar nuevos referentes basados en esquemas rígidos y enfoques probadamente inviables en el mundo actual.



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Héctor Casanueva. Vicerrector Académico de la Universidad Miguel de Cervantes. Ex embajador de Chile ante la Aladi y el Mercosur

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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