Publicidad

A capella


Estamos a finales de 2007 y yo todavía no consigo alcanzar ningún propósito, huyo de cualquier certeza y tampoco quiero llegar a eso que tan dramáticamente llamamos la verdad. Por lo menos, no a la que excluye, tiraniza, condena, invade e inutiliza el pensamiento.



Es más, casi casi apetece ir contracorriente otra vez y llenar la mochila del tiempo de despropósitos, tropezones, actos fallidos, errores garrafales, torpezas, de bellas apariencias y también falsas. Apariencias al fin, sólo apariencias. Y llenar hasta desbordarlo el zurrón de las buenas intenciones truncadas, oquedades sospechosas, sombras frente al espejo, palabras vanas, o las necesarias nunca dichas de ternura virtual, cariño a cuenta gotas, ausencia irreversible, silencio vacío, de arrogancia majadera, soberbia atrofiada, injusticia legitimada, de indiferencia rigurosa. Quiero cargar el morral de cartas nunca escritas, de bofetadas en compás de espera acariciándome la mano todavía habiendo aprendido sin embargo que lo que no fue, ya no será. Que la devolución imprescindible para el bien dormir, quedó enredada en empachosas bondades.



En suma, que por mucho que una pretenda soliviantarse contra la marcha atrás en este tren a velocidad de taquicardia paroxística en el que estamos subidos, llegan irreverentes las tres campanadas de la madrugada, en el instante preciso cuando una cree haberse deshecho de otro soliloquio; cuando en la quietud de la noche la sangre se acelera, a borbotones. La sangre que mancha, que no purifica, que recorre nuestra carcasa que se instala palpitante entre las sienes y los ojos, azuzando el pensamiento a la merced inclemente de las horas.



El Padrenuestro inconcluso. Todas esas cosas, esos sentires precisos como el escalpelo unas veces, difuminados y ambiguos otras, esas corazonadas que socavan más que el más exhaustivo análisis. Eso que se esconde detrás de la conciencia o de la voluntad. Ese otro yo que aparece fantasmagórico y sin contemplaciones revela en alto contraste el negativo gastado y único de la propia vida. Eso que quizá sólo sean expresiones amordazadas buscando el reflejo en blanco y negro del algo ante la nada.



Al pasar de los días sumergidos en nieve, como hacía años no nevaba por estos lares, dan ganas de someterse a un retiro prolongado muy lejos de todo lo que parece ser fundamental pero que en una segunda ojeada son bobilongadas como diría Anselmo, un precioso personaje que por cariño y lealtad hacia mi padre pasó junto a él toda la vida desde que nació hasta que la muerte nos lo arrebató primero. Recordando a Anselmo, se me convierte en miel el sabor a cardo borriquero que me distingue. No pensaba hablar de él, no pensaba, pero su gracia y su nombre se han colado entre las letras y los recuerdos de este fin de año. Anselmo casi no hablaba castellano, sólo euskera, tenía el pelo muy rubio y tieso como escarpias. Era chiquito, muy derecho y de ojos intensamente azules, pestañas también rubicundas. Él y mi padre nacieron en el mismo caserío que mira las olas vertiginosas de Mundaka. Lucharon por la misma causa, sufrieron idénticas consecuencias y juntos salieron al destierro previo indulto al conmutar la pena de fusilamiento por cadena perpetua primero y al final el destierro de Euskadi. Fueron a parar a un pueblito perdido de Castilla frontera con Portugal. Allí Anselmo conoció a la mujer que amaría con alma y vida. Era tan blanca que la luz se reflejaba en su transparencia. Se llamaba María del Rey. Cuando se casaron en la pequeña iglesia del minúsculo pueblito, mis padres que fueron los padrinos contaban que cuando el sacerdote le preguntó a Anselmo, quiere usted por legítima esposa a María, en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, en la pobreza y en la riqueza, hasta que la muerte los separe, él contestó muy alto y muy fuerte: Sí, la adoro.



Aquella profesión de amor a viva voz a finales de los años 40 en dicho pueblo olvidado de la España más profunda, dejó al cura y a los feligreses en estado catatónico. No se estilaba dejar fluir la vehemencia de un sentimiento semejante.



Anselmo y mi padre vivieron una vida de novela. Eran como Laurel y Hardy versión vasca. Y tenían el dramatismo sublime de Charlie Chaplin. A ratos trágico. Juntos y por separado podían conmover las mismísimas piedras o provocar haciendo reír, por ejemplo un parto. Mis ojos lo han visto.



Pero bueno, son historias para otro momento. Como siempre se me hace tarde. Al igual que Cenicienta, debo abandonar la hoja emborronada antes de las doce. Sólo quedan siete minutos. Los precisos para aparcar entre los hielos eternos del tiempo todo conocimiento que hubiese preferido ignora. Prefiero dejar sobre la blancura vaporosa del romántico invierno quebecuá, la huella de rebeldías posibles. Siempre me he preguntado qué tiene este norte que subyuga, que enamora. Será a lo mejor que los quebecuás me han aceptado y querido siempre tal cual, siendo tan extranjera. Será que en otra vida me acogieron los lobos en sus madrigueras blancas antes de que empezara el exterminio.



¿Será que aquí nunca he dejado de identificarme con el Último de los Mohicanos?



Qué será, seráÂ… Cantaba Doris Day.



No sé. Dice la mujer del tiempo que va a nevar mas, mucho mas. Por eso estoy deseando de regresar a la madriguera salvaje y silenciosa antes de que empiecen los fuegos artificiales y el ruido y la algarabía, celebrando no se sabe qué. No se sabe qué, y manchen la nieve.



_______



Begoña Zabala es actriz-escribiente. Reside en Montreal

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias