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Intolerancia religiosa y discusión pública

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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Socialmente se nos permite reflexionar, rechazar y criticar (de manera siempre educada por cierto) las concepciones políticas, sociales, estéticas, económicas e incluso morales de otros, pero hacer ello respecto de las concepciones religiosas es para muchos -especialmente para algunos hombres de…


Por Alejandro Canut De Bon*

Llevo algunos meses escribiendo columnas en este medio. En ellas he puesto la atención en diversas diferencias culturales entre Europa, Estados Unidos y América Latina, destacando algunas ideas personales en cada una. Todas las columnas han recibido comentarios una vez publicadas, pero la escrita el mes pasado fue objeto de más comentarios que los usuales, muchos más.

El tema de esa columna fue «Sociedad y Religión» y, en pocas palabras, puso acento en el hecho que en Europa (del Norte) la influencia de la religión es más bien limitada, agregando que ello me parece un buen ejemplo a seguir. Lamentaba -como parte de esa reflexión- que en América Latina se siga pensando por algunos que la religión debe necesariamente influir las leyes, los valores sociales y la educación.    

Ahora bien, unos cuantos comentarios (una minoría en todo caso) rayaron en la descalificación personal. Mentiría si dijera que me sorprendí. De alguna forma, los suponía desde el momento en que escribí la columna. Y es que claramente ésta no seguía dicho supuesto al que nos hemos acostumbrado en América, que nos dice que está bien expresar lo que pensamos y disentir de las ideas de otros, en tanto no sean ideas religiosas. En efecto, socialmente se nos permite reflexionar, rechazar y criticar (de manera siempre educada por cierto) las concepciones políticas, sociales, estéticas, económicas e incluso morales de otros, pero hacer ello respecto de las concepciones religiosas es para muchos -especialmente para algunos hombres de fe- una muestra de intolerancia.

Asumen ellos que la religión goza de una suerte de privilegio que no existe en ningún otro campo intelectual. El privilegio de no poder ser objeto de críticas (mismo privilegio que -dicho sea de paso- no siempre extienden a otras creencias).

Quisiera aprovechar esta columna para detenerme un instante en este curioso supuesto, a riesgo -claro está- de volver a ser calificado de intolerante.

El hecho es que me agrada pensar que vivo en una sociedad en que cualquiera sea la naturaleza de la idea que se plantee, ésta debe soportar el escrutinio de la reflexión y estar abierta a la crítica, sobretodo si tiene la pretensión de influir en las leyes, valores o educación (como ocurre con las ideas de los hombres de fe, en nuestro país). Y veo que la gente religiosa ha hecho prácticamente imposible poder disentir con sus ideas sin evitar que se den por ofendidos de manera personal y repliquen calificando de intolerante a quien critica.

Existe en ello una suerte de chantaje emocional que se fundamenta -a mi juicio- en la confusión de varios conceptos e ideas. Por lo pronto, confunden el verdadero sentido y alcance de la «tolerancia» por un lado, con el «respeto intelectual» que se pueda o no tener por las creencias o ideas de otros, por un segundo lado.

Sin duda todos debemos tolerancia a cualquiera idea o credo, en la medida que no dañe a terceros. En ese marco, cada cual es libre de pensar, creer y profesar públicamente en lo que mejor le parezca. Pero ello no quiere decir que toda idea o credo pueda exigir el mismo respeto intelectual de parte de todos. Sobretodo si se trata de ideas que carecen de fundamento objetivo. Diciéndolo en términos muy claros y a modo de ejemplo, si alguien desea tener lo que para otro no es más que una suerte de amigo imaginario, invocarlo a diario en presencia de Pedro, Juan y Diego, profesar que dicho amigo realmente existe, confiar en ocasiones a él el destino de sus asuntos más importantes y, es más, procurar influir las leyes y la educación con aquello que dice que su amigo dijo hace mucho tiempo atrás, podrá exigir tolerancia -entendida para estos efectos en el sentido de que no se le fuerce a cambiar de opinión o a actuar de manera diferente- pero claramente no podrá exigir respeto intelectual sino solamente de los que comparten semejante visión.

Asumir que las creencias religiosas (o al menos una de ellas) gozan de un estatus especial, que las hace incriticables y merecedoras de respeto intelectual universal, o asumir que todo comentario o crítica a ideas religiosas es una falta de tolerancia y una ofensa personal a los que profesan dichas ideas, es algo que me parece errado.

Se debe ser siempre tolerante, incluso con la gente que cree en hadas madrinas y duendes de todos tipos, con los que creen en el horóscopo semanal o en la infalibilidad de un caballero sentado en alguna parte de Europa. Pero ninguna de esas ideas está en posición de demandar o exigir más respeto intelectual que la próxima, porque al fin ninguna de ellas puede mostrar una mínima evidencia objetiva de ser cierta (que es lo que supone el entendimiento y respeto universal entre los hombres).

Por último, quien afirma que criticar la fe o ideas religiosas es un acto propio de un intolerante, olvida además que el derecho que asiste a una parte sin duda asiste también a la otra…»La cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presenta hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo… El Humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano» (última encíclica de don Benedicto, publicada hace pocos días atrás). En resumen, si se puede criticar la falta de fe, quién podría negar el derecho a criticar la fe misma… quid pro quo.

 

*Alejandro Canut De Bon es abogado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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