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Sabato, In memoriam


Una confesión: de las mucha novelas que me gustaría haber escrito (La ciudad de cristal, La casa verde, El procedimiento, Pedro Páramo, El loro de Flaubert) y de las muchas otras que me gustaría plagiar alguna vez (Bartleby, La casa de los siete tejados, Memorias del subsuelo), la única que de hecho intenté reescribir alguna vez fue El túnel, de Ernesto Sabato.

Mi versión no iba a ser una novela, sino un guión cinematográfico (a cuatro manos) y creo que nunca pasó de una escena en la que Juan Pablo Castel se afeitaba mirando la pared blanca de su baño en vez de mirar el espejo, unos diez o veinte centímetros más allá. Hay películas basadas en El túnel (conozco dos), pero no hay una que le haga justicia a una de las más oscuras ficciones psicológicas del existencialismo en nuestra lengua (al lado de libros como Zama de Antonio di Benedetto).

En estas semanas en que nuevamente ofrezco un curso sobre Borges en la universidad, el recuerdo de El túnel se magnifica en mi memoria. Leo «El milagro secreto» de Borges; leo «Deutsches Requiem» de Borges. De inmediato busco esos dos lugares distintos de El túnel en que se hace referencia a la tortura de un religioso en un campo de concentración nazi, que se queja del hambre y es obligado a comer una rata, «pero viva».

Sabato y Borges pudieron ser todo lo rivales que quisieran, en fronteras políticas opuestas muchas veces, ligados a círculos literarios diferentes, embarcados en proyectos literarios en apariencia irreconciliables y que ambos se encargaron de defender contra las ideas del otro (Sabato lo hizo, también, en un divertido pasaje satírico de El túnel, precisamente).

Pero ambos fueron las columnas centrales de la razón literaria argentina cuando ésta ingresó en el terreno de la crítica del mundo indigno de la violencia desatada, en la etapa más negra de la civilización occidental contemporánea, con la segunda guerra mundial y el holocausto, con ese pasaje de la historia que Adorno consideró imposible de simbolizar en el arte y que ambos, sin embargo, intentaron simbolizar a su manera.

Sabato era el tipo de escritor que ahora, quizá definitivamente, parece ya no existir en la lengua española y que es cada vez más escaso en cualquier idioma: el escritor que ve la literatura como un campo de batalla crucial, que cree fervientemente en la ficción como arma, que no acepta escribir para el chisme de las páginas sociales o para la reseña barata, la reseña inmediata, porque tiene los ojos puestos mucho más allá, muy lejos del accidente biográfico, muy lejos de la anécdota y del mundillo literario.

Muchos, quizá por eso justamente, creen que los libros de Sabato ya no tienen mucho que decir sobre el mundo de hoy. Creo que es un error. Los dementes de Sabato, que matan por corazonada; los psicóticos de Sabato, obsesionados en teorías conspirativas, buscando chivos expiatorios en las esquinas de los parques; los jóvenes de Sabato, enfermos de nihilismo o incapaces de detectar su nihilismo; los simples individuos de Sabato, perdidos en la ciudad e inhábiles para reconocerse fuera de la ciudad; los ancianos extraviados de Sabato que hurgan en la historia y descubren el absurdo ciclo del caudillaje y el exterminio como razón fundadora de las naciones. Todos ellos tienen mucho que enseñarnos todavía, probablemente más hoy que durante los últimos veinte o treinta años.

Si quieren hacerse un favor, redescúbranlo. Cojan El túnel y Sobre héroes y tumbas, y hurguen en sus páginas, y vean si con el escritor muerto ha muerto la obra, o si sigue viva o si, acaso, está viva hoy nuevamente.

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