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Educación: ¿sólo una cuestión de plata?

José Miguel Salazar
Por : José Miguel Salazar Abogado. Ex secretario ejecutivo del Consejo Superior de Educación. Cursa estudios de doctorado en el Centro para el Estudio de la Educación Superior de la Universidad de Melbourne.
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La competencia por estatus se concreta en una intensa demanda por acceder a esas universidades que son capaces de proveer las mejores credenciales académicas. Sin embargo, el acceso a ellas se ordena en función de una jerarquía que estratifica a las universidades.


Mucho del debate sobre el estado de la educación superior en Chile se procesa a través de la mirada económica. Una mayor y mejor educación equivale a más ingresos en la medida que las personas aumentan su productividad laboral a propósito de la formación que reciben. Sea como ingreso futuro proyectado o tasa de retorno bruta, los economistas piensan que la educación superior asegura más riqueza a los graduados, lo que incide directamente en la alta demanda que las universidades enfrentan y que explica mucho de su expansión en las últimas décadas.

Esa misma expansión ha puesto en duda las predicciones económicas sobre la educación universitaria. La causa del problema, nos dicen, se encontraría en una falla de mercado. Los problemas que enfrentamos tenderán a desaparecer si se resuelven obstáculos para un eficiente encuentro entre oferta y demanda, a través de incentivos y de mejor información pública.

Sin embargo, el pensamiento económico arrastra dos limitaciones importantes para explicar el funcionamiento de la educación superior: por una parte, no logra capturar plenamente la motivación que las personas tienen para seguir estudios universitarios y, por la otra, entiende equivocadamente la naturaleza de la competencia que se genera entre las personas por asegurar la mejor educación superior posible.

[cita]La competencia por estatus se concreta en una intensa demanda por acceder a esas universidades que son capaces de proveer las mejores credenciales académicas. Sin embargo, el acceso a ellas se ordena en función de una jerarquía que estratifica a las universidades.[/cita]

Hasta hace poco, cuando una mamá decía «mi hijo es profesional» estaba sugiriendo mucho más que una ganancia entre gasto en educación superior e ingreso proyectado. Reflejaba la aspiración de haber alcanzado en su descendencia un estado superior, una mejor y más sólida posición social. Su resultado eran mayores ingresos, pero también más respetabilidad, más acceso a círculos de poder y mejores espacios de sociabilidad. En otras palabras, un mejor estatus social.

Aunque esa aspiración permanece intacta, la masificación de la educación superior ha hecho que el título profesional pierda mucho boato. En Chile, la combinación de bajos controles de ingreso a las profesiones y la completa desregulación del ejercicio profesional han contribuido significativamente a mermar el poder de los títulos para engendrar estatus social.

Esa situación no afecta a todos los diplomas universitarios por igual. Un grupo de ellos sigue protegido por el aura del prestigio que irradian las universidades que los entregan. A esas universidades apuntan quienes aspiran a mejorar o mantener su posición social.

En la disyuntiva de tener una mejor educación o tener un diploma de una casa de estudios de mayor prestigio, pocos optan por lo primero. Aunque sepan que las universidades más prestigiosas del mundo (que lo son en razón de su antigüedad y su productividad científica) dedican menores recursos al pregrado que las universidades que se especializan en esa formación, muy pocas familias en Estados Unidos renunciarían a un cupo en una universidad de la Ivy League para matricular a sus hijos en una universidad de orientación docente, por muy buena que sea.

Los estudiantes y sus familias saben, más que nada, que necesitan un diploma profesional de una institución muy prestigiosa para mejorar sus oportunidades de éxito social. Eso es más cierto que apostar a potenciales niveles de remuneraciones futuros que nadie está en posición de predecir con precisión en un mercado del trabajo en permanente cambio.

La preferencia que los empleadores muestran por los títulos profesionales de determinadas universidades también indica su inclinación a reconocer el mayor prestigio que se asocia a ellos. Hace algunos años, un ranking nacional incluyó la carrera de Arquitectura de una universidad privada entre las más prestigiosas del país, en base a la opinión de empleadores y académicos. El único problema es que la universidad en cuestión no ofrecía esa carrera. El nivel de prestigio de las credenciales académicas tiende a ser más relevante a la hora de tomar decisiones de empleo y remuneraciones que cualquier diferencia de productividad que los graduados posean en función de su capital humano.

A diferencia del mercado que crea oportunidades de beneficio económico, la competencia por estatus regula el acceso al privilegio social. Las posiciones de ventaja social son limitadas, como también lo son las posibilidades de movilidad social. Por eso, lo que una persona gana en estatus equivale a lo que otra pierde o deja de ganar en esta competencia. Las credenciales académicas de prestigio juegan un papel central en este escenario, al poner a sus portadores en una mejor opción para lograr las posiciones sociales más valoradas, en la medida que operan como una representación del capital humano que ellos poseen.

Las credenciales funcionan como una promesa de estatus cuyo valor depende del nombre de la universidad que las respalda. La competencia por credenciales se centra en el ingreso a la universidad y es menos intensa en el proceso y resultados formativos: importan menos los conocimientos y destrezas que los estudiantes desarrollan, que su capacidad de recibir un título. Visto así, no es raro que la educación superior incompleta no tenga mayor valor social.

Aunque es poco probable que las personas estén informadas sobre las variaciones que presentan los resultados de una universidad entre un año y otro, muchas si podrían reconocer fácilmente las instituciones de mayor prestigio. La competencia por estatus se concreta en una intensa demanda por acceder a esas universidades que son capaces de proveer las mejores credenciales académicas. Sin embargo, el acceso a ellas se ordena en función de una jerarquía que estratifica a las universidades.

Medie o no expansión del acceso a la educación superior, los hijos de las familias que están en lo alto de la jerarquía social tienen un mejor acceso a las credenciales universitarias de mayor prestigio pues cuentan con recursos de apoyo adicionales y redes sociales que cimientan su posición de privilegio. La mayor inversión que muchos postulantes hacen para ingresar a las instituciones de alto prestigio (como ocurre con el sistema de tutores en Corea del Sur) tiende a anularse mutuamente: el nivel de selección es simplemente más alto cuando todos rinden mejor.

Al ser co-producidas entre universidades y grupos sociales más influyentes, el acceso a las credenciales académicas más valiosas se restringe para otros grupos sociales. Así, las instituciones de mayor reputación tienen poderosos incentivos para volverse más selectivas o incluso reducir su tamaño, pues su prestigio e influencia se multiplican cuando su capacidad de discriminar aumenta.

No es extraño, entonces, que mayores exigencias académicas de ingreso en estas instituciones también se traduzcan en la entrega de diplomas de más prestigio. No es casualidad, tampoco, que las universidades más prestigiosas de Chile hayan mantenido o disminuido su tamaño en años recientes, mientras las instituciones de menor reputación han tratado de capturar la mayor parte de la expansión que han vivido la educación superior apuntando a beneficiarse de economías de escala.

Una mejor comprensión de las formas que adopta la competencia por estatus en la educación superior chilena podría dar orientaciones más integrales para el diseño de instrumentos de política. Chile necesita expandir su capacidad de reflexión para entender mejor la complejidad del sistema universitario. La actual coyuntura ofrece una valiosa oportunidad para repensar los desafíos de equidad que el país enfrenta y generar, en consecuencia, una arquitectura moderna de políticas públicas capaz de acomodar e integrar las diferentes dimensiones que tiene la educación superior.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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