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Carta abierta a Eduardo Sabrovsky

Iván Flores
Por : Iván Flores Doctorando en Filosofía. Universitat Autònoma de Barcelona.
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En esa sutileza de la película, que Sabrovsky se encarga de omitir, encontramos el consenso teórico chileno —la otra moneda del consenso político— que últimamente se renueva alrededor de la figura de Schmitt. No es la “universalidad de los derechos humanos” ni la transición interminable lo que otorga sustento cultural a la homogeneidad liberal, sino el consenso de la transitología conceptual de la escena teórica chilena que ha transformado el pensamiento crítico en un pensamiento de la inconmensurabilidad de “lo político”.


No obstante, dirán ustedes, en esta carta queda casi todo en los bordes.

Me interesa interpelar la columna de Eduardo Sabrovsky, titulada “La franja del No y la despolitización de la sociedad chilena”. Lo que inicialmente parecía un análisis de la película “No” de Pablo Larraín y su recepción en la escena local, termina siendo en realidad la ocasión para instalar una tesis que puede prescindir de la película y de esa recepción. La tesis es, en efecto, anterior a esta película.

La verdad es que la tesis de Sabrovsky es vieja, hasta el punto que puede decirse que tiene su origen en el mismo día de la promulgación universal de los derechos humanos. La podemos encontrar en Marx, Arendt, Negri o Agamben. Tiene tanto tiempo que incluso algunos, Rancière, Lefort o Žižek, se han tomado la molestia de desmontarla. Esta tesis dice que la intervención de la cuestión universalista de los derechos humanos es en realidad una intervención moral-liberal que borra la confrontación política y prefigura, como trinchera de avanzada, la injerencia imperial o militar, el “estado de excepción” y el “dispositivo bipolítico”.

El “manto universal de los derechos humanos”, como recurso forzado de la izquierda, “pavimenta” el ingreso de Chile en la globalización liberal y, por lo tanto, le otorga sustento cultural a todo el proyecto de la Dictadura y del Terrorismo de Estado. Así pues, no ha sido (exclusivamente) la Concertación —y la franja del No— la que ha traicionado la lucha política concreta, como argumentan los críticos de la película “No” y de la transición. Los muertos no murieron en vano una vez, con el plebiscito y la continuidad jurídico-económica de los fundamentos de la dictadura. Murieron dos veces, pues la propia izquierda —“la” izquierda, es decir, toda la izquierda— habría traicionado a los muertos y se habría traicionado a sí misma al invocar la “universalidad de los derechos humanos”, que, como “lo supo ver Schmitt —escribe Sabrovsky— transforman una categoría descriptiva (“lo humano”) en una categoría moral, normativa”.

La tortura venía con este manto. La muerte venía arropa con esta universalidad abstracta que había que agarrar, como se agarra el último aliento, para reclamar los cuerpos. Esto “lo supo ver Schmitt”. El esqueleto teórico de Eduardo Sabrovsky para señalar que la universalización de los derechos humanos, como discurso de la “izquierda” chilena, “contribuye” o está “estrechamente asociada” a la dictadura en su empresa de despolitización de la sociedad y de hegemonía del neoliberalismo actual es Carl Schmitt, expediente habitual para el tópico de la despolitización y también de la defensa de la autonomía de “lo político”, lo que implica entender por “universalidad” una noción moral, normativa, abstracta y liberal, noción estrecha, limitada, que por lo demás disocia —sin otro respaldo que el de Schmitt, insisto— la política de la universalidad o, en clave heideggeriana, la facticidad de la universalidad. Mantener esta disociación, resguardar esta brecha, es uno de los consensos del retorno schmittiano.

[cita]En esa sutileza de la película, que Sabrovsky se encarga de omitir, encontramos el consenso teórico chileno —la otra moneda del consenso político— que últimamente se renueva alrededor de la figura de Schmitt. No es la “universalidad de los derechos humanos” ni la transición interminable lo que otorga sustento cultural a la homogeneidad liberal, sino el consenso de la transitología conceptual de la escena teórica chilena que ha transformado el pensamiento crítico en un pensamiento de la inconmensurabilidad de “lo político”.[/cita]

¿Pero se puede tomar en serio a estas alturas de la discusión filosófica una columna que sostiene esta tesis —la tensión entre lo concreto de la confrontación política y la universalidad despolitizada— sobre la base preferente del pensamiento de Carl Schmitt, quien, como sabemos, cae en la posición reaccionaria de un formalismo decisionista? ¿No había en los cajones de la filosofía otra manera de comprender la tensión entre lo concreto y lo universal, y apreciar en esa tensión de qué manera la izquierda, en esa “necesidad forzada por los acontecimientos” de apelar a la “universalidad de los derechos humanos”, estuvo y está, cada vez, desarticulando la universalidad abstracta y problematizando lo concreto?

No, para Sabrovsky no es así. La lectura monocorde y unilateral de esta tensión, siguiendo los patrones de Schmitt, no se lo permite. Sabrovsky toma la “despolitización” de Schmitt sin los resguardos conceptuales —porque la “despolitización” que aborda Schmitt es efecto de un universalismo liberal tout court y no, por ejemplo, de los totalitarismos— y aplica el concepto anacrónicamente. Cito el párrafo: “Pero la despolitización no fue una invención de la franja del No, tampoco de No, la película. Viene de más atrás. Más precisamente, esa despolitización de la sociedad chilena, necesaria para instalar a Chile en un mundo en el cual el liberalismo se transforma crecientemente en el único juego posible, está estrechamente asociada a la manera como la izquierda derrotada se vio forzada por los acontecimientos —pero hay toda una signatura epocal en este forzamiento— a poner su lucha contra la dictadura bajo el manto universalista de los derechos humanos”.

Si usted tenía la vaga idea de que la despolitización y la implantación violenta de la hegemonía liberal en Chile provenía de los postulados de los Chicago Boys, o que era consecuencia del Terror de Estado, del endeudamiento, de la proscripción de los Partidos Políticos, le quiero decir que estaba equivocado. Ha buscado mal el origen de la despolitización en la destrucción de los barrios, en la intervención de las juntas vecinales, en la falta de espacios públicos o en la privatización de la educación, que ha permitido, entre otras bondades, la creación de la UDP, institución donde trabaja el profesor Eduardo Sabrovsky. La columna llega a afirmar que “la neutralización de la concreta lucha política del pueblo chileno, transformada en un caso de “violación de los derechos humanos” prepara el terreno (atención: ¡al igual que la dictadura!) para la integración de Chile a la globalización liberal”.

Sabrovsky nos dice “atención”. “Es que nadie lo ha visto”, debe pensar el Doctor en Filosofía. La “neutralización”, otro concepto de Schmitt —que no es lo mismo que “despolitización”, pero para el argumento de Sabrovsky es lo mismo— y que tiene una secuencialidad histórica —Sabrovsky menciona la “privatización de la fe”— habría sido un proceso de la propia izquierda. ¡Cómo no lo habíamos visto! ¡Y además la neutralización de la concreta lucha política corre paralela a otra neutralización o invisibilización, la de las Fuerzas Armadas, como si uno y otro proceso se demandaran! Desplegando reclamos ante la ONU por los derechos humanos o recursos de amparo ante los tribunales de justicia, la izquierda pavimentaba el camino de la despolitización e, incluso, como nos ha revelado Agamben, todo el derrotero de la izquierda opositora a la dictadura habría operado a destiempo porque la “adscripción de la vida al ordenamiento jurídico” —lo que está en el subsuelo de los derechos humanos universales como parte de la soberanía estatal— pertenece a la época del Estado-Nación, que es justamente lo que la Dictadura desmantela. Para qué decir cuando se hablaba de tribunales internacionales y esa idea abstracta —liberal— de “humanidad” que encubre al otro “concreto”, al “enemigo” que solivianta el antagonismo político. Todo este discurso de la izquierda no fue otra cosa que un póstumo servicio al capitalismo liberal y una renuncia a su análisis crítico, porque esta “universalidad de los derechos humanos”, esgrime Sabrovsky, es la ficción hegemónica, “ideal”, de la universalidad “real” de la globalización.

Le quiero advertir, para tocar un tema reciente, que si usted promueve el reconocimiento universal de los “pueblos originarios”, que sería un reconocimiento liberal según Schmitt y no un universal vacío que abre una disputa política, o si se le llega a pasar por la cabeza el proyecto de un “Estado social y democrático de derechos”, también estaría escamoteando el conflicto político con un bálsamo administrativo. En resumen: si a usted se le ocurrió celebrar la detención de Pinochet en Londres, le aviso que contribuyó —material y simbólicamente— con la legitimidad del “Imperio”; en concreto, contribuyó a que las jubilaciones en el sistema previsional no cumplan con el mínimo universal requerido. El efecto de la detención de Pinochet en Londres fue el pasquín The Clinic, con su humor “despolitizado” y “postmoderno”. La detención de Pinochet fue el triunfo de Pinochet; Carmen Hertz no ha leído a Schmitt y Alfredo Jaar, quien facilitó una obra para el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, en el fondo es cómplice del Museo de la Despolitización.

La izquierda —no sabemos qué izquierda— habría (a)firmado con el nombre de “humanismo global” el proyecto (inhumano) de la dictadura: la transición del Estado nacional al mercado global. Junto con esto habría (a)firmado también, en nombre de la defensa universal de los derechos humanos, la desaparición de la desaparición, el secuestro de la política, la renuncia a la confrontación.

“Al igual” que la dictadura, dice Sabrovsky, “sin saberlo, la izquierda contribuía así decisivamente a instalar en Chile el sustrato cultural de la hegemonía liberal”. Para hacer comprensible esta tesis que hace de la universalidad de los derechos humanos el sustento cultural de la hegemonía liberal —“neoliberal”, dado que hablamos de un asunto contemporáneo al proyecto de la dictadura—, hay que advertir que Sabrovsky entiende por “universalidad” todo lo que podría entender Schmitt, todo eso que en definitiva consume la autonomía del campo político. También lo que entendería Heidegger, para quien lo universal es una quimera y el Dasein individual —el sujeto bien entendido— sólo puede pasar al Dasein del pueblo mediante un decisionismo revolucionario (¿pero no es este salto —que se legitima al conservar la brecha— lo que busca cierta izquierda, a lo mejor la izquierda de Eduardo Sabrovsky, en Heidegger?). Sabrovsky comprende el “manto de la universalidad” como una especie de tela amnésica, despolitizada, que se coloca sobre el cuerpo torturado o sobre la confrontación estructural de la sociedad.

Supone, al asumir el antihumanismo y antiuniversalismo de Schmitt, que la universalidad no es un campo político sino un dispositivo moral-liberal y con esto desconoce toda una tradición —que es actual— de pensamiento sobre lo “universal” (digamos, una tradición que tiene los días de Kant), marcada, por ejemplo, por el temprano ensayo de Levinas sobre la filosofía del nacionalsocialismo, filosofía impulsada justamente por una renuncia a la universalidad. Por consiguiente, Sabrovsky simplemente superpone e interpreta, en una especie de injerto schmittiano que ya no se reconoce a sí mismo, toda “universalidad” como universalidad global, económica y liberal, y “la izquierda” habría adherido a esta universalidad al convocar la universalidad de los derechos humanos. ¿No es sintomático que Sabrovsky repita aquí y allá esa idea de la pérdida de lo “concreto” y de la “historicidad” de lo político debido a una defensa universalista de los derechos humanos? ¿Pero no hay algo de esto en los reclamos del “olvido del pueblo”, de lo “popular”, de la “calle”, de las “bases”, que como una orquesta consensuada desfila en los análisis de los últimos años?

No se trata de eludir la discusión sobre la categoría de los “derechos humanos”; menos se trata de escamotear una crítica sobre la concepción de la universalidad —su impostura, sus insuficiencias— en el espacio político actual, pero Sabrovsky articula esa reflexión acudiendo a un aspecto del pensamiento de Schmitt —más bien, acudiendo únicamente a Schmitt—. La crítica y la deconstrucción de la “universalidad” y la categoría de los “derechos humanos” es impostergable, pero tal vez habría que recordar, como ha hecho el propio Agamben siguiendo a Derrida, que esa “deconstrucción” sólo es posible como un derecho incondicional a plantear cuestiones críticas y, en este sentido, tal ejercicio tiene su lugar privilegiado en la universidad y en las humanidades.

El propio Derrida escribe: “Ahora más que nunca hay que mantenerse del lado de los derechos humanos. Necesitamos los derechos humanos. Los necesitamos, lo cual quiere decir que hay una carencia, un defecto: los derechos humanos jamás son suficientes. Lo cual basta para recordarnos que ellos no son naturales. Tienen una historia –reciente, compleja, incompleta–. Desde la Revolución Francesa y las primeras declaraciones hasta la posterior a la Segunda Guerra Mundial, los derechos humanos no han dejado de enriquecerse, de especificarse, de determinarse (derechos de la mujer, derechos de la infancia, derecho al trabajo, derecho a la educación, derechos humanos más allá de los “Derechos del Hombre y del Ciudadano”, etc.). Para tomar en cuenta de manera afirmativa esta historicidad y esta perfectibilidad, jamás debemos dejar de cuestionar, de la manera más radical que se pueda, todos los conceptos involucrados: la humanidad del hombre (lo “propio del hombre”, lo cual plantea el asunto de los seres vivos no humanos, así como el de la historia de conceptos o performativos jurídicos recientes tales como “crimen contra la humanidad”, etc.), lo mismo que el concepto mismo de derecho, y hasta el concepto de historia” (Derrida, Jacques, “Autoinmunidad y suicidios simbólicos”, en Borradori, Giovanna, La filosofía en una época de terror. Diálogos con Jürgen Habermas y Jacques Derrida, Taurus, Buenos Aires, 2004).

El pedestal en el que Sabrovsky ubica a Schmitt para elaborar su lectura de “la contribución de la izquierda” en la consolidación de la hegemonía liberal, plantea serias dudas sobre qué entiende Sabrovsky por un derecho universal e incondicional a la crítica, así como si su tentativa se ubicaría en ese viejo anhelo de Patricio Marchant de una defensa de los “derechos humanos” desde una teoría “no humanista” y “no subjetivista”. Nada de esto queda claro en una columna que no llega a definir ni los “derechos humanos” ni la “universalidad” más allá de lo que pudiera encontrarse en Schmitt. Pero eso nos asegura encontrar poco.

Lo que sí asegura esta preferencia por Schmitt es, en cambio, un ajuste de cuentas con las “denegaciones” de “la izquierda”, algo que le garantiza al columnista una buena recepción en los medios de comunicación y en la escena intelectual. Pero, cabe preguntar, ¿en qué habría consistido para Sabrovsky una “política concreta” de oposición a la dictadura sin el recurso de la universalidad de los derechos humanos? ¿En qué consistiría una política concreta —concretamente, repito, es decir, a nivel de un ministerio, a nivel de partidos, de universidades, a nivel de movimientos sociales, a nivel de políticas públicas— sin esta abstracción universal de los derechos humanos? ¿Qué es la “universalidad” como algo diferente a una universalidad económica, esto es, una universalidad privatizada, o como algo diferente de la universalidad formal de los consensos? Si uno no responde estas básicas preguntas, entonces todo queda envuelto en la homogeneidad de una “complicidad estructural” en la que, sin saberlo, contribuimos “al igual” que la dictadura en la construcción de ese sustrato cultural (neo)liberal.

Esta homogeneidad es, sin duda, el gran teatro de la traición, la escena donde el intelectual protege su lugar para nombrar los espectros. En este sentido, la columna de Sabrovsky se inserta sin fortuna en esa interesante polémica del hacinado espacio local chileno que puede resumirse en una línea: pensar sin la firma de Pinochet. ¿Quién produce, crea, escribe, sin la firma de Pinochet? ¿Cómo abandonar la firma? El que no la abandona, traiciona, repite. Una disputa de este tipo puede leerse en las discusiones entre Richard, Thayer y Oyarzún, por ejemplo, donde cada uno hace circular el “dispositivo de la traición” como delimitación de las escenas y de los fosos. Con la columna de Eduardo Sabrovsky tendríamos otro nivel de traición —otro nivel que, por cierto, ya hemos escuchado: el exceso de universalidad de los derechos humanos, el exceso de una política de la memoria, es una traición de la memoria de lo político—.

La “Concertación” ha sido siempre el lugar —la ficción de ese lugar— de la traición. Sabrovsky no se desprende de esta ficción, aceptando tácitamente la idea de que la despolitización emerge no solo en la “universalización de los derechos humanos” sino en la “universalización mediática” que encarna la televisión y en específico la franja del No. Con ello se suma al coro elitista de la intelectualidad chilena que espera, detrás de la horizontalidad de la imagen, el acontecimiento de la interrupción y de la verticalidad excepcional, destellos para benjamines, allí donde no habría terreno para “publicistas” y “tecnócratas” que “surfean” la realidad. El hecho es que la traición de la Concertación describe menos un acontecimiento de la transición política que la auto-delimitación del espacio intelectual chileno. ¿Dónde poner la traición y dónde ponernos a nosotros? En lo inmediato, hay que ubicarse fuera de esa horizontalidad mediática, fuera de esos destellos de luz que recorren toda la película “No” y que queman los ojos; el pensamiento es posible así mediante la construcción de un “Yo provisional” y un “punto de situación” que permite quemarse sin marchitarse.

Entre lo que no se entrega a la disponibilidad de la representación técnico-política y la reconfiguración del sentido, la autoasignación del lugar de la teoría procede con unos presupuestos elitistas en la producción de una sensibilidad para la catástrofe, sensibilidad en la que la tarea de despertar de la estetización horizontal, de la inmanencia, de la planicie mediática de la transición política, tiene la forma permanente de la intermitencia, de la estética vertical, destellante, relampagueante, del shock y “estado de excepción” verdaderos.

La película “No” le hace un guiño a esta sensibilidad con esos fulgores que nublan la mirada. Cada secuencia, cada imagen, está inundada por los reflejos de una luz que refracta y relampaguea en la pantalla. Al borde de la playa, apoyados en un automóvil, los personajes parecen sombras y la historia adquiere la textura de una irrealidad. Un guiño, un cerrar de ojos, un parpadeo que retrata esta obsesión por lo concreto, por la facticidad que rehúye de toda normalización y de toda universalización. El destello tiene que tener la demora del instante. La duración traiciona, las postrimerías y la transición son aburridas. En esa sutileza de la película, que Sabrovsky se encarga de omitir, encontramos el consenso teórico chileno —la otra moneda del consenso político— que últimamente se renueva alrededor de la figura de Schmitt. No es la “universalidad de los derechos humanos” ni la transición interminable lo que otorga sustento cultural a la homogeneidad liberal, sino el consenso de la transitología conceptual de la escena teórica chilena que ha transformado el pensamiento crítico en un pensamiento de la inconmensurabilidad de “lo político”.

Al final, en estilo Žižek, aparece Freud para ilustrarnos sobre las denegaciones de la izquierda. Faltaba más. Me pregunto, sin embargo, si no es la denegación de un autor que escribe desde una institución que, como resultado de la privatización de la educación (privatización de los derechos universales), ejemplifica cabalmente el proceso de despolitización. ¿Existe acaso la revisión de lo que significa, para el pensamiento, hablar y escribir desde una universidad privada en Chile? De momento, Eduardo Sabrovsky no dice nada de eso. Antes se podía escribir desde la Universidad Arcis que democracia y dictadura eran lo mismo y que el plebiscito era una anécdota; ahora, desde otra universidad privada, la UDP, se puede decir sin atragantarse que la universalización de los derechos humanos es el sustento cultural de la despolitización, y que ha sido la izquierda chilena la que contribuyó “estrechamente asociada” con la Dictadura a la instalación de la hegemonía liberal globalizada. Vaya tesis para empezar el año.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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