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Lüders y la dictadura del mercado

Hassan Akram y José Miguel Ahumada
Por : Hassan Akram y José Miguel Ahumada PhD (c) Economía del Desarrollo, Universidad de Cambridge e investigadores asociados a la Fundación Chile 21
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Como nos recuerda el profesor de economía de Cambridge Ha-Joon Chang, en su última publicación, todas las experiencias de desarrollo económico exitoso (sí, todas), desde Inglaterra en el siglo XVII, EE.UU. después de la guerra civil, el milagro del Este Asiático y los Estados de Bienestar europeos en la posguerra, han tenido en común el activo rol del Estado. Aquellos Estados no se limitaron a una leve regulación de las fallas del mercado sino que domesticaron la acumulación capitalista, guiándola sobre la base de principios de transformación productiva y diversificación económica.


En una de sus últimas columnas de opinión, Rolf Lüders se refirió a la “dictadura de los mercados”. Tachando dicha sentencia como eslogan ideológico de quienes se oponen a una economía de mercado libre, busca mostrar no sólo el carácter neutral del mercado, sino su función de necesaria base material de una democracia. El ex ministro de la dictadura, que impuso la economía de mercado, sostiene que esta última no sólo se opone a la idea de dictadura, sino que es la base material de la democracia.

Un problema esencial es que la competencia del mercado divide el mundo entre ganadores y perdedores y, como ya nos recordaba la tradición del institucionalismo económico,  los ganadores van fortaleciendo su posición, socavando la competencia y centralizando su control económico.  Al principio las empresas que venden más barato y con mejor calidad ganan compitiendo con otras empresas, pero cuando acaban con la competencia y se quedan unos pocos oligopolios, el mercado produce su contrario, la colusión, dando espacio para todos tipos de abusos, desde altísimos precios para medicamentos hasta empleos precarios y peligrosos.

[cita]Como nos recuerda el profesor de economía de Cambridge Ha-Joon Chang, en su última publicación, todas las experiencias de desarrollo económico exitoso (sí, todas), desde Inglaterra en el siglo XVII, EE.UU. después de la guerra civil, el milagro del Este Asiático y los Estados de Bienestar europeos en la posguerra, han tenido en común el activo rol del Estado.  Aquellos Estados no se limitaron a una leve regulación de las fallas del mercado sino que domesticaron la acumulación capitalista, guiándola sobre la base de  principios de transformación productiva y diversificación económica.[/cita]

Particularmente en el caso chileno, el “látigo de hambre” obliga al trabajador a aceptar las imposiciones de un mercado que comienza aadquirir tonos dictatoriales.  La frase de Weber mantiene su vigencia. En el Chile de hoy, dominado por los oligopolios que hace tiempo han colonizado la política, trabajadores que nacieron en familias que no pudieron comprar la buena educación necesaria para acceder a los empleos de calidad no tienen más alternativas que aceptar la precariedad e inseguridad laboral.  Los buzos subcontratados que se mueren en accidentes laborales en las salmoneras del sur son un buen ejemplo de la “dictadura del mercado” que supuestamente no existe. En una sociedad donde la educación es un bien de consumo, las familias con dinero pueden comprar un futuro asegurado para sus hijos. Mientras tanto, las que carecen de esas ventajas se ven sometidas al estancamiento. La dictadura del mercado produce, perversamente, una sociedad de castas como la nuestra.

Más importante aún, una economía de mercado como la chilena, que tiene como principio organizativo fundamental el resguardo exclusivo de los derechos de propiedad (y no otros principios como justicia social, sustentabilidad, democracia, etc.) pone en jaque (y en ningún caso asegura) la estabilidad del sistema democrático.

Michal Kalecki sostenía que en una economía capitalista, el crecimiento económico depende, en gran medida, de la decisión de inversión del empresario. Este, al controlar los medios de producción y de inversión, hace depender la reproducción económica de la sociedad en su conjunto de sus decisiones derivadas de sus expectativas de ganancia privadas. Esto parece particularmente evidente en Chile, donde los derechos de propiedad del inversionista se imponen por sobre los derechos políticos del ciudadano y sociales del trabajador, derivando en una restricción al libre ejercicio democrático de debatir sobre los fines que nos establecemos como sociedad. Es en estos códigos como debemos leer las últimas declaraciones del ministro Felipe Larraín y del dirigente de la CPC, Andrés Santa Cruz. Un avance en la profundización del debate democrático (cambio constitucional) genera una alerta en el inversionista que, sobre la base de su poder institucionalmente asegurado por el orden económico, tiene la capacidad de transformar sus intereses en una presión con potenciales efectos en el orden económico en su totalidad. Esta situación, dicho sea de paso, no convoca necesariamente a Friedman y su sueño de una democracia sostenida por el mercado, sino a Hayek cuando hablaba de la necesidad de una “dictadura liberal” para restringir la intervención del Estado contra la tendencia democrática de expandir la esfera de regulación. Esa “dictadura liberal” (que tiene la intención, según Hayek, de “limpiar” y “rescatar” la democracia) transformó la política económica en Chile.  Produjo una estructura de mercado oligopólica y generó una democracia de baja calidad que limita la intervención y regulación del mercado. La concentración económica y las desigualdades obscenas son una consecuencia directa de dicho orden, y no es sorpresa para nadie que dichas condiciones restringen aún más la calidad de la democracia. La base material que le da sustentabilidad en el tiempo a la democracia  es el desarrollo económico y social.

Como nos recuerda el profesor de economía de Cambridge Ha-Joon Chang, en su última publicación, todas las experiencias de desarrollo económico exitoso (sí, todas), desde Inglaterra en el siglo XVII, EE.UU. después de la guerra civil, el milagro del Este Asiático y los Estados de Bienestar europeos en la posguerra, han tenido en común el activo rol del Estado.  Aquellos Estados no se limitaron a una leve regulación de las fallas del mercado sino que domesticaron la acumulación capitalista, guiándola sobre la base de  principios de transformación productiva y diversificación económica. Se aplicaron políticas industriales que seleccionaron sectores específicos con externalidades positivas tecnológicas, y lograron supeditar el principio de acumulación privada de capital a los objetivos de largo plazo de cambio estructural. Por el contrario, todos los países que han estructurado su orden económico sobre la base de ampliar la máxima libertad de acción del empresariado y resguardar la ganancia privada como sacrosanto derecho (África y América Latina luego de las reformas estructurales) han visto magros resultados económicos y sociales con una democracia frágil y limitada.

El proyecto liberal del que nos habla el ex ministro se impuso en Chile por la mano visible del Estado, evolucionó generando justamente lo que decía que venía a eliminar, los oligopolios, la concentración de poder y el abuso, y ha restringido el campo de acción de la democracia a niveles críticos. Todo esto para obtener magros resultados económicos (crecimiento altamente dependiente de la especulación financiera sobre el cobre, bajísima diversificación de canasta exportadora, desigualdad, destrucción ambiental, precariedad laboral, etc.) y una sociedad fracturada. ¿Es todo esto irracional? Sólo para quien lo padece.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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