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Aquí está Julio

Odette Magnet
Por : Odette Magnet Periodista y escritora, y ex agregada de prensa de las embajadas de Chile en Washington, D.C. y Londres y ex agregada de prensa y cultura en el Consulado General de Chile en La Paz, Bolivia.
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Sucedió tantas veces que hoy son muchos los que creen que esta pesadilla no puede tener otro final, que el resto es fantasía, un sueño imposible, como el que perseguía Don Quijote y sus molinos de viento. Quizás ellos tengan razón. Pero también estamos los que aún creemos y luchamos por que los responsables de tanto crimen sean castigados con las penas que merecen porque como tan lúcidamente dijo Estela Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, “lo que no se juzga se repite”.


Julio es el mes maldito. Es el mes resistido y temido: nos aprontamos con los dientes apretados  y el alma inquieta. Como nunca en el año, dos familias, entre muchas otras, tienen el duelo prohibido: los Magnet Ferrero y los Elgueta Díaz.

Ambas recordamos a los nuestros secuestrados en julio de 1976 en Buenos Aires, durante la dictadura de Videla, en el marco de la Operación Cóndor. Para los que no saben o llegaron tarde, se trató de una tenebrosa pero eficiente red tejida por las policías secretas de Chile, Argentina, Brasil, Bolivia, Uruguay y Paraguay, la cual sería responsable de la muerte de cientos de hombres y mujeres.

En cada uno de estos países, los militares compartieron un solo propósito y una misma obsesión: exterminar al enemigo. Es decir, todo aquel que se oponía, el disidente, el terrorista de entonces. Sin importar la geografía, desde distintos puntos de la cordillera de Los Andes, muchos de los llamados “desaparecidos” fueron arrojados durante la noche a la inmensidad del océano, sedados, con sus vientres cargados de piedras para que no flotaran a la superficie. Entonces, los ejecutores de la Operación Cóndor no hicieron ningún distingo de nacionalidad, sexo, raza o religión. El enemigo era uno solo. O estás conmigo o estás en contra mío.

[cita]Sucedió tantas veces que hoy son muchos los que creen que esta pesadilla no puede tener otro final, que el resto es fantasía, un sueño imposible, como el que perseguía Don Quijote y sus molinos de viento. Quizás ellos tengan razón. Pero también estamos los que aún creemos y luchamos por que los responsables de tanto crimen sean castigados con las penas que merecen porque como tan lúcidamente dijo Estela Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, “lo que no se juzga se repite”. [/cita]

María Cecilia Magnet Ferrero, mi hermana, era la mayor de seis hijos. Tenía 27 años al momento de su desaparición, junto a su esposo, el 16 de julio de 1976. Había sido militante del MAPU en Chile durante el gobierno de la Unidad Popular (al parecer, terminó en el MIR). Estudió Sociología en la Universidad Católica de Washington, D.C. y, posteriormente, Economía en la Universidad de Chile. Su marido, Guillermo Tamburini, Willy, como le decía todo el mundo, era argentino, médico, militaba en el MIR. Tras el Golpe, se casaron en enero de 1974 en Buenos Aires.

Luis Enrique  “Kiko” Elgueta Díaz (del MIR) fue secuestrado en Buenos Aires el 27 de julio de 1976 junto a su pareja Clarita Fernández y su cuñada Cecilia Fernández, ambas de nacionalidad argentina. Esta semana su hermana Laura, mi amiga, me dice: “Empiezo a vivir este julio con la tentación de no vivirlo. Con la esperanza que salte de mi calendario y no pueda olerlo tan siquiera. Pero está aquí frente a mí, junto a los míos.(…) Ese que existió, que fue y no pudimos hacer nada para que no fuese. Está y estará dejándonos la perpetua tristeza de lo irreversible, la lágrima sorpresiva, descuidada, ésa que solo nos recuerda una y otra vez que aquí está julio, por siempre sin ti en nuestra vida.”

Mis padres murieron con una sola pregunta anidada en el alma, que retumbó siempre con la misma fuerza del primer día: ¿Dónde están? Yo me niego a correr la misma suerte. Yo quiero saber la respuesta a esa pregunta que me persigue todos los días. Por eso, y hasta que pueda, seguiré poniendo mi voluntad y mi memoria en la búsqueda de la justicia y la verdad no sólo para honrar la vida y el nombre de María Cecilia y Willy sino la de todos y cada uno de los que desaparecieron y encontraron la muerte un día cualquiera.

En los próximos meses viajaré  con Laura Elgueta a Buenos Aires a atestiguar en el juicio, que se inició el 5 de marzo, en el marco de la llamada “Operación Cóndor”. Será la ocasión para juzgar a 25 imputados por crímenes de lesa humanidad cometidos durante el último gobierno militar argentino.  Entre ellos están Jorge Rafael Videla, muerto, solitario y despreciado, en una cárcel común, la semana pasada. Se indagará sobre el secuestro y desaparición de 106 víctimas, en su mayoría uruguayos, pero también hay argentinos, paraguayos, chilenos, bolivianos y un peruano. Se prevé el paso de unos 450 testigos y se calcula que el juicio durará, aproximadamente,  dos años.

Serán incluidos los casos de 21 ciudadanos chilenos que fueron secuestrados y hechos desaparecer en Argentina. Son 15 hombres, 5 mujeres y un bebé, quienes-casi todos- se refugiaron en ese país luego del Golpe en Chile. En la lista está mi hermana y el hermano de Laura.

Hace mucho, en septiembre del 2004, fui invitada a hablar a la Universidad de Nueva York con motivo de un ciclo de conferencias sobre los detenidos-desaparecidos en América Latina. Era la primera vez que hablaba en público sobre la desaparición de mi hermana. Mis piernas temblaban y mi corazón sangraba, lentamente, mientras mis palabras iban cayendo como rocas a un pozo de silencio. Esa noche, dije que “una persona sin memoria no tiene rostro, no tiene historia, carece de identidad y pasado. No puede aprender porque no ha recogido ninguna lección, no se ha hecho cargo de ningún error. Solo amnesia. Y la amnesia es la vecina de la demencia, del vacío, la nada.”

Eso fue hace tiempo, pero sigo pensando lo mismo porque mi herida sigue abierta. Sospecho que sólo tendría que suceder algo muy notable para que ella cierre. Algo tan extraordinario como que se llegara a la verdad  sobre lo qué sucedió con cada uno de nuestros caídos, con nuestros hermanos, hermanas, hijas, hijos, padres, madres, amigas y amigos, que, quizás, nunca se conocieron entre sí pero tienen algo indeleble en común: todos ellos fueron desaparecidos para, probablemente, terminar al fondo del mar, enterrados en el desierto nortino o bajo la tierra húmeda de un bosque del sur de Chile. O, quizás peor, en medio de un paisaje extranjero.

Tendría que ocurrir algo tan milagroso como que cada familia de las víctimas de la barbarie alcanzara esa anhelada justicia, abrazara a esa mujer altiva, de piel de mármol, con la vista vendada y el corazón frío. Esa figura solitaria ubicada en los pasillos de los tribunales, que observamos durante años; la acechamos, la maldecimos, le rogamos como a esos santos mudos de los altares cristianos. Si hubiésemos podido, le habríamos prendido velas y prometido mandas. Pero con el tiempo caímos en la cuenta que en el juego de las balanzas una se inclinaría, invariablemente, hacia el lado de los victimarios, los asesinos, los sedientos de poder, de sangre y venganza.

Sucedió  tantas veces que hoy son muchos los que creen que esta pesadilla no puede tener otro final, que el resto es fantasía, un sueño imposible, como el que perseguía Don Quijote y sus molinos de viento. Quizás ellos tengan razón. Pero también estamos los que aún creemos y luchamos por que los responsables de tanto crimen sean castigados con las penas que merecen porque como tan lúcidamente dijo Estela Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, “lo que no se juzga se repite”.

Como tantos, quisiera creer que no todo está dicho ni hecho. Quisiera creer que nos reconocemos en la convicción de que los sueños son posibles, de que los milagros ocurren y que podemos torcerle la mano a la realidad. Pero hay que tener la voluntad de saber y el coraje de recordar. Con perseverancia, con la memoria fresca y el amor porfiado. Cada uno de nosotros, a su manera, libra su batalla con sus molinos de viento, persiguiendo certeza de que un día el mundo girará en la dirección correcta, aunque sean nuestros hijos y nietos los testigos de ese rumbo.

Cuarenta años han transcurrido desde el Golpe. Bastó  un día para que cambiara para siempre la vida de millones de chilenos, incluso de aquellos que aún no habían nacido. Estamos aquí por los ausentes, por los que creyeron en que podían parir el cambio. A ellos queremos reiterarles, donde quiera que se encuentren,  que no se equivocaron, que no fallaron, sino que sólo fueron interrumpidos en la canción entonada, la marcha emprendida, la bandera enarbolada, el mañana en pleno vuelo. Y nosotros seguimos aquí, porfiados, de pie, para entonar la misma canción, retomar el camino, enarbolar la bandera y construir el futuro que se nos viene encima.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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