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Los límites del humor Opinión

Los límites del humor

Jorge Aillapán Quinteros
Por : Jorge Aillapán Quinteros Abogado. Docente propiedad intelectual, Universidad Central. Columnista de El Quinto Poder.
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No es lo mismo contar chistes sobre homosexuales que golpearlos o asesinarlos; no es lo mismo exhibir la película “La vida de Brian” que vandalizar la Catedral de Santiago; no da lo mismo reírse de un “flaite” que impedirle el ingreso a una discoteque, como, tampoco, da lo mismo reírse de un mapuche que aplicarles una legislación antiterrorista.


A menudo, la agenda noticiosa da cuenta de conflictos provocados por parodias o comentarios satíricos, como las rutinas del personaje “Yerko Puchento” exhibidas por Canal 13. Al respecto, preocupa la intolerancia que el humor satírico genera en Chile, intolerancia alimentada por el lobby que ciertos grupos realizan para que el Estado censure chistes sobre homosexuales, judíos, católicos, peruanos, negros, etcétera. Como (irónicamente) plantean algunos cómicos chilenos, sólo falta que el sindicato de “guatones” o de “pelaos” reclamen para que, también, se censuren los chistes sobre personas obesas o calvas.

Afortunadamente, hay quienes reafirman la parodia como un género artístico indispensable en toda sociedad democrática, señal de que la libertad de expresión es más que una declaración programática. Como señaló el filósofo francés Henri Bergson (“La Rire”, 1899), el humor siempre dice relación con lo humano o con evocaciones humanas que podamos encontrar en animales u objetos; es más, para este autor (de origen judío) la burla puede recaer hasta en aquellas personas que nos inspiran piedad y afecto, sin que ello implique una negación de la dignidad humana. Valga decir que la parodia es utilizada desde tiempos inmemoriales; tradicionalmente, se le ha menospreciado por las supuestas incomodidades o inconvenientes que su uso conlleva, no por nada, sólo en los albores del siglo XX se forjó un estudio sistemático de la misma, reivindicando, de paso, su verdadero y amplio sentido. En términos sencillos, la parodia es una crítica en clave de humor cuyos propósitos varían desde el humor simple (como tributo o alabanza) hasta la sátira, sin duda, su faceta más conocida.

[cita]No perdamos de vista que la de “Yerko Puchento” no es más que una rutina humorística, por lo que la caza de brujas iniciada hace años por el Movihl y otras organizaciones, en cuanto proscribir ciertos discursos humorísticos de los medios de comunicación, resulta preocupante.[/cita]

Tal es el rol que ocupa la parodia en nuestra sociedad contemporánea que, incluso, Chile la considera una obra protegida por derecho de autor en la Ley 17.336. Este reconocimiento se explica por la maravillosa función que cumple la parodia donde, a través del humor, cuestiona al poder, ya sea político o fáctico; su importancia se justifica no sólo porque destruye discursos sino que es “constructivamente creativa” (Hutcheon:1993), de modo que en su apreciación siempre ha de ponderarse la crítica que existe tras el chiste, aun cuando éste hiera susceptibilidades. En mi opinión, la parodia ha de ser siempre tolerada, ya sea en su concepción amplia (lo que sucedió con la cuenta de Twitter @losluksic, por ejemplo) o en su concepción estricta y técnica (artículo 71 p de la Ley 17.336).

A propósito de la coyuntura, debemos aprender a distinguir cuando el consentimiento ha sido manifestado de forma seria. De hecho, jurídicamente, las responsabilidades sólo surgen cuando las expresiones se vierten seriamente, descartándose aquellas manifestaciones de voluntad realizadas en tono de broma o con “animus iocandi”. No es lo mismo contar chistes sobre homosexuales que golpearlos o asesinarlos; no es lo mismo exhibir la película “La vida de Brian” que vandalizar la Catedral de Santiago; no da lo mismo reírse de un “flaite” que impedirle el ingreso a una discoteque, como, tampoco, da lo mismo reírse de un mapuche que aplicarles una legislación antiterrorista.

No perdamos de vista que la de “Yerko Puchento” no es más que una rutina humorística, por lo que la caza de brujas iniciada hace años por el Movihl y otras organizaciones, en cuanto proscribir ciertos discursos humorísticos de los medios de comunicación, resulta preocupante pues la parodia no cabe en la definición de discriminación arbitraria de la ley 20.609, ya que a través de la comedia no se causa privación, perturbación o amenaza en el ejercicio legítimo de algún derecho fundamental. Peor aún, el hecho que estos conflictos no los decidan nuestros tribunales de justicia, propio de todo estado de derecho, sino que se resuelvan por los propios medios de comunicación “autorregulados” (tal como ocurrió con las sanciones sufridas por Chilevisión a propósito de las rutinas humorísticas en el Festival de Viña del Mar del año 2011) da cuenta del escaso interés de las políticas públicas por estos temas.

Una sociedad democrática demanda protección de los más débiles, pero también debe garantizar la libertad de expresión. Debemos aprender a distinguir, pues la sátira no es sinónimo de un discurso discriminatorio. Paradójicamente, al censurar rutinas humorísticas se perpetúa la minusvaloración de quienes se sienten afectados, ¿por qué? pues para que resulten aplicables, por ejemplo, las normas sobre injurias, calumnias y discriminación es indispensable que sigan existiendo categorías minusvaloradas que atribuidas a personas impliquen la ofensa de éstas (como decirle a alguien que es “gay”, “negro” o “judío”) trastocando el concepto de víctima, condición, esencialmente, involuntaria y transitoria.

En conclusión, es deber de todos respetar a nuestro prójimo, mas el humor está lejos de provocar daño. La parodia, sea “blanca” o satírica, además de provocar alegría tiene por objetivo fundamental realizar crítica social o política, manifestación propia de la libertad de expresión. La farándula y banalización de estos temas sólo confunden a la opinión pública, perpetuando una victimización innecesaria y donde los únicos derrotados somos, lamentablemente, quienes demandamos mayor inclusión en la sociedad chilena.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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