Los países con menores desigualdades tienen altos impuestos para los más ricos. Y ellos han sido establecidos no sólo para financiar los gastos del estado, sino también para alcanzar una sociedad menos desigual, porque las desigualdades provocan tensiones y conflictos, amenazando la estabilidad política.
Casi a un cuarto de siglo desde el restablecimiento de la democracia, Chile es el único país sin una nueva Constitución. La que rige, la de 1980, fue impuesta por el régimen de Pinochet y fue redactada siguiendo el modelo de la “democracia protegida y autoritaria”.
Sus numerosas reformas –más de 20 desde 1989– han eliminado sus principales enclaves autoritarios, pero mantienen partes del modelo original. Entre estos destaca la visión corporativista de los grupos de interés, con sindicatos que deben estar fuera de la actividad política; la actitud contraria a los partidos, sin reconocer sus funciones y estableciendo prohibiciones en su actuación; el sistema binominal y las “supramayorías”, que entrega el poder de veto a la minoría, aprovechado también por sectores conservadores de la mayoría; y la opción por un sistema económico de orientación neoliberal, con una protección extrema al derecho de propiedad, por encima de otros derechos más importantes. Así, por ejemplo, el empresario puede hacer donaciones sin límites y sin transparencia, porque ello se enmarca en su derecho de propiedad. Estos temas, en vez de ser interpelados o reformados, han sido desarrollados desde 1990 por el Gobierno y el Congreso, con resultados que han dañado la calidad de la democracia.
La propuesta de una nueva Constitución ha provocado más atención en torno al procedimiento para redactarla, que en su contenido. Esto último es lo fundamental: qué materias debiera tener para establecer un orden genuinamente democrático, eliminando todos los componentes de la “democracia protegida y autoritaria”. Y ello debe hacerse considerando la realidad política y económica en la cual se aplicará.
Uno de los temas que la nueva Constitución no puede evitar es el tributario. Lo trata escuetamente la actual en el art. 19, N°.20, inciso 1, siguiendo el art. 10, N°.9 de la de 1925: “La Constitución asegura a todas las personas la igual repartición de los tributos en proporción a las rentas o en la progresión o forma que fije la ley, y la igual repartición de las demás cargas públicas”. El texto señala que la carga tributaria debe guardar relación a la renta, siendo mayor en los tramos de ingresos más altos, y alude a “la progresión”, que será fijada por ley.
Los “constituyentes” de 1980 le agregaron un componente neoliberal al tema, al establecer en el inciso 2º: “En ningún caso la ley podrá establecer tributos manifiestamente desproporcionados o injustos”. Es decir, los impuestos deben ser moderados, contradiciendo el inciso anterior, que establece que el impuesto debe ser “proporcional” a la renta, más altos para los que tienen mayores ingresos.
[cita] Los países con menores desigualdades tienen altos impuestos para los más ricos. Y ellos han sido establecidos no sólo para financiar los gastos del Estado, sino también para alcanzar una sociedad menos desigual, porque las desigualdades provocan tensiones y conflictos, amenazando la estabilidad política.[/cita]
La práctica política desde 1990 ha girado en torno al inciso 2º de la Constitución de 1980 y no el inciso 1º, pues, si se excluye la reforma tributaria del gobierno de Aylwin, no ha aumentado la carga tributaria. El gobierno del Presidente Lagos derogó el impuesto a la ganancia de capitales. En EE.UU. la baja de los impuestos, que ha llevado a un fuerte aumento de la concentración de la riqueza, fue impulsada por gobiernos de derecha, de los presidentes republicanos Ronald Reagan y George Bush, padre e hijo.
El tema tributario es de vital importancia en una democracia, porque los impuestos financian la actividad del Estado y son un instrumento muy efectivo para disminuir las desigualdades. Los países con menores desigualdades tienen altos impuestos para los más ricos. Y ellos han sido establecidos no sólo para financiar los gastos del Estado, sino también para alcanzar una sociedad menos desigual, porque las desigualdades provocan tensiones y conflictos, amenazando la estabilidad política. No es casual que los países con menores desigualdades, tengan una mayor estabilidad política y social. Lo demuestra Europa occidental, después de la Segunda Guerra Mundial, y países de otros continentes, como Australia o Nueva Zelanda.
El tema tributario está en la agenda de las campañas electorales de las democracias avanzadas, con partidos que promueven su alza o su rebaja, pero no queda fuera del debate público. En Chile, esto es diferente: los partidos de la Concertación y los de la Alianza lo han dejado fuera de las campañas electorales.
El tema tributario en Chile ha sido enfocado desde una óptica neoliberal: incentivar la inversión, sin considerar otras consecuencias económicas, como su impacto en las desigualdades. Chile está pésimo en cuanto a las desigualdades. Gracias al ingreso a la OECD el 2009, se dispone de información sobre la distribución de la riqueza de las personas, pues se ha abierto el acceso a la información del Servicio de Impuestos Internos (SII), que antes no entregaban las autoridades del Ministerio de Hacienda.
Para esquivar esta falta de información objetiva, los datos duros, se recurrió a una vía indirecta, las encuestas del ingreso y la encuesta Casen, que entregan una información subjetiva, con dos grandes limitaciones que impiden conocer la magnitud de las desigualdades: los ricos subestiman su riqueza cuando son encuestados y las encuestas tienen pocos casos, que no permiten sacar conclusiones sobre la riqueza que tiene la minoría, 1% o el 0,01%. De ahí que se hablara de “deciles” de ingreso, lo cual escondía la realidad de la desigualdad, pues la riqueza se concentra en el 1%. Esta información se obtiene a través de las declaraciones de impuestos.
Según el estudio de Ramón López y sus colaboradores de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile, el 1% más rico concentra el 30,5% del ingreso, muy superior a lo que ocurre en los EE.UU., el país que le sigue en la concentración de la riqueza, que tiene “sólo” el 21%. Si se considera al 0,1% de los chilenos, ellos reúnen un 17,6% del ingreso, un porcentaje muy superior al que existe en los EE.UU., en el cual alcanza el 10,5%. Si disminuimos aún más el porcentaje de chilenos y examinamos el 0,01%, apenas 1.200 personas (o sea, 300-400 familias), ellas reúnen el 10,1% de la riqueza, el doble del porcentaje que concentra en los EE.UU. ese porcentaje de individuos. La concentración de la riqueza en Chile es mayor que en los 21 países que disponen de una información comparable y, por supuesto, superior a la de los países de América Latina.
Aún más, según información pública, cuatro familias, con sus numerosos integrantes –Angelini, Luksic, Matte y Paulmann– concentran más del 20% del PIB, un caso probablemente único en el mundo, si excluimos a los países árabes. Ellas están presentes no sólo en las principales actividades económicas, especialmente la explotación de recursos naturales, desde la minería, la pesca y la celulosa, hasta el retail y la TV (canal 13). El retail es determinante en el financiamiento de la prensa escrita a través de avisaje, que le permite influir en sus orientaciones y noticias, tapando los abusos de los principales operadores.
Esta concentración de la riqueza no favorece el desarrollo político, pues amenaza uno de los principios en que se construye la democracia: la igualdad política, “un hombre, un voto”. Por el contrario, lo perjudica, porque “los notables económicos” –como los llamó Robert A. Dahl– buscarán influir en el sistema político a favor de ellos, acentuando aún más las desigualdades. Ello ocurre en los EE.UU., Gran Bretaña o Japón y también en Chile, con una intensidad superior a los otros países por la marcada politización de los empresarios hacia posiciones de derecha y de rechazo hacia posiciones centristas y de izquierda y por la ausencia de normas e instituciones que cuiden la autonomía de la política.
Los “notables económicos” tienen enorme poder y lo ejercen de dos maneras, como destacaron Bachrach y Bartz (1962) cuando criticaron las teorías elitistas y pluralistas del poder. La primera acción es fortalecer un clima de valores e instituciones que tenga sintonía con sus intereses, influyendo especialmente en la formación de la agenda pública, definiendo cuáles temas son “importantes” y cuáles no lo son, excluyendo aquellos que les perjudican y poniendo barreras para que otros actores los incorporen. Es, por ende, “un falso consenso”, como anotó Dahl, pues no refleja las prioridades de la sociedad, sino de los grupos con más poder.
Esta labor se ha desarrollado en Chile con perseverancia y eficacia, lo que explica que el tema tributario y sindical estén excluidos de la discusión pública, incluso, en el mundo académico, y de la agenda pública. Esta se forma con los temas de interés de “los notables económicos”, incluyendo aquellos controvertidos, como la agenda valórica, porque no afectan sus intereses económicos. También excluye las desigualdades o se las menciona de una manera banal, al sostenerse que disminuirán con la educación, que hasta la puede aumentar, como parece estar ocurriendo en Chile. La definición de este mainstream de la agenda pública es reforzada desde los medios de comunicación y hasta por artículos, columnas de opinión y libros de conspicuos intelectuales y políticos “progresistas”, que coinciden en dejar a un lado el análisis de los temas tributario y sindical, demostrando cuán potente puede llegar a ser “el falso consenso” en la formación de agenda y en el desarrollo del debate público. En una palabra, este “falso consenso” aplasta el disenso, un valor fundamental de la democracia, pues sin ello no hay pluralismo y no se desarrolla la libertad.
La preocupación de influir en la agenda pública por los “notables económicos” es una dimensión “no decisional” del poder y se desarrolla antes que intervenga el Gobierno y el Congreso. Esa labor es de enorme importancia, pues define las prioridades de la agenda que ocupará la atención de ambas instituciones, facilitando el trabajo de aquellos porque deberán ocuparse sólo de los pocos temas que no lograron impedir que entraran a la agenda pública.
Posteriormente, actúan en la dimensión decisional del poder, cuando el Gobierno y los parlamentarios deben tomar decisiones sobre los temas de la agenda. Y lo hacen a través de sus organizaciones gremiales y recurriendo al trabajo de múltiples actores, como los lobistas, que pueden desarrollar una activa y silenciosa labor, puesto que no hay una ley que regule esta actividad. Destacados ex ministros y ex funcionarios de Gobierno utilizan sus contactos políticos para favorecer intereses privados. Esta influencia del poder económico se ve favorecida porque no hay financiamiento público de los partidos, cuyos dirigentes se ven empujados a recurrir al apoyo de los empresarios. También influyen a través del financiamiento de las campañas electorales, facilitada porque las donaciones de empresas son secretas
En síntesis, las relaciones del dinero y la política son bastante más amplias y complejas que el tema del financiamiento de la política, que se concentra en las decisiones del Gobierno y el Congreso. No se plantea la etapa anterior, cuando se definen las prioridades de la agenda y tampoco considera los valores y criterios que influyen en las decisiones que toman las autoridades.
La ruptura de la igualdad política por “los notables económicos” se ha expresado, en los últimos años, de múltiples maneras. Permitió, por ejemplo, que uno de los principales millonarios llegara a La Moneda en 2010 (ha ocurrido en otros países, en situaciones de crisis de los partidos, como Italia con Silvio Berlusconi). El portavoz del principal candidato presidencial del 2009, disidente de la Concertación, fue un millonario y recibió financiamiento de otros, que buscaban con ello favorecer la postulación de Piñera. Dos de los principales dirigentes de un nuevo movimiento político son empresarios y su principal figura es el ex ministro de Hacienda más elogiado por los grandes capitanes de la industria. Aún más, un miembro de una de las cuatro principales familias chilenas contrató a un grupo de expertos para preparar un programa presidencial, dado a conocer con bombos y platillos, predominando en su contenido políticas conservadoras, excluyendo aquellas que apuntan a disminuir las desigualdades.
Por estos motivos, la reforma tributaria es inevitable y constituye “la madre de todas las batallas”, porque toca intereses muy poderosos, pues implica subir los impuestos a los más ricos. Esta exigencia es aún más necesaria porque el régimen tributario –ha escrito Claudio Agostini, de la Universidad Adolfo Ibáñez– no es equitativo, pues se construye sobre la desigualdad horizontal. Ello se produce por las diferencias existentes entre los impuestos a los ingresos laborales y los que se aplican a las rentas de capital, pagando impuestos sobre las utilidades retiradas (y no sobre las devengadas, como es en el resto del mundo), con una tasa menor que el impuesto de los trabajadores, lo cual genera una “industria” de elusión tributaria (Agostini 2012). Por este motivo, mientras los contribuyentes que sólo tienen ingresos laborales pagan impuestos con una tasa marginal que puede llegar hasta un 40%, las persona con ingresos que provienen de su empresa pagan únicamente 17%, mientras no hagan retiros.
El constituyente podría establecer que los impuestos se calcularán sobre las “rentas” del capital, independientemente si son o no retiradas.
La reforma tributaria no se justifica para recaudar transitoriamente recursos para financiar ciertas políticas –las sociales en 1990, la reconstrucción el 2010, o la educación ahora–, sino para entregar al Estado recursos que hagan posibles otras unciones, desde una salud y previsión digna, hasta contar con funcionarios públicos que tengan sueldos decentes y no de hambre. Estas son necesidades permanentes y no transitorias, a las cuales se agrega la educación.
Se requiere, además, para disminuir las desigualdades –el talón de Aquiles del actual “modelo” económico–, porque estas dañan la calidad de la democracia al dañar las económicas de la igualdad política, y para ayudar a crear las condiciones que aseguren la autonomía del poder político respecto del poder económico.
Y para romper con el “falso consenso” que domina la agenda económica, con su clara orientación conservadora, con un “modelo” de mercado a secas, cuya legitimidad ha sido débil por su pecado original de haber surgido en el régimen militar y que ha sido cuestionado activamente por la ciudadanía desde el 2010.
“La madre de todas las batallas” es el tema tributario. Y debe ser incorporado en la Carta Fundamental y desarrollado en una reforma tributaria. Veremos la resistencia que surgirá contra ella, que será transversal.
Es un tema que da credibilidad a una nueva alternativa progresista, que le dé identidad sobre otras opciones, como fue antes la Concertación, y otras que se apoyan en liderazgos personalistas y comparten “el falso consenso”, impuesto por sectores conservadores de los dos bloques dominantes y por los “notables económicos”.