Una mujer-un voto (ídem, un hombre-un voto) es lo mínimo que se necesita para que una democracia exista y funcione. El mínimo existe de momento. Ojalá las elecciones y la gestión del próximo gobierno demuestren que hay voluntad política para moverse hacia la expansión de la experiencia democrática, una experiencia que garantice la educación como un derecho y no un privilegio, de la misma forma que garantiza el trabajo como derecho, aparejado de una regulación que fiscalice los sueldos como una retribución digna al valor del trabajo realizado.
A veces las coincidencias sorprenden. El mismo día en que leo cómo al mundo, y me incluyo, le duele y llora la muerte de Mandela, al mismo tiempo que celebra su ejemplo, leo y escucho en El Mostrador una defensa al voto censitario, literalmente: “La esencia ética del voto censitario es que los votos son diferenciados. El voto de una persona como yo, que tiene una profesión universitaria, que ha trabajado en hospitales públicos con los pobres, no vale lo mismo que el voto de mi Bertita, que es mi asesora del hogar”. Y claro, en parte me sorprende la referencia a la ética paternalista para defender la exclusión.
Pero más me sorprende que haya gente que se cree mejor que otra porque ha tenido la fortuna de gozar ciertos privilegios. La desfachatez pública amerita esta columna. Sin ir muy lejos, precisamente que aún haya gente que se cree mejor que otra (algunos porque están más capacitados, otros porque ganan más, etc.), es una de las razones por las que la educación no puede seguir siendo un privilegio sino que debe ser entendida y protegida como un derecho. Un derecho universal.
Supongo que el hecho de ser doctora en ciencias sociales y políticas me da cierta legitimidad para discutir las premisas sobre las que se defiende el voto censitario. Supongo que el hecho de dedicarme a la educación también es, en parte, evidencia de mi convicción fundamental de que la educación sí importa y hace diferencia. Pero, ni mi primera ni mi segunda característica (el ser una profesional altamente educada que valora la educación como capacidad) me transforma en ciudadana. Y con eso no quiero decir chilena (no confundir ciudadana con nacionalidad), quiero decir que soy ciudadana porque se me reconoce una serie de derechos, que a su vez demandan una serie de obligaciones.
[cita]Una mujer-un voto (ídem, un hombre-un voto) es lo mínimo que se necesita para que una democracia exista y funcione. El mínimo existe de momento. Ojalá las elecciones y la gestión del próximo gobierno demuestren que hay voluntad política para moverse hacia la expansión de la experiencia democrática, una experiencia que garantice la educación como un derecho y no un privilegio, de la misma forma que garantiza el trabajo como derecho, aparejado de una regulación que fiscalice los sueldos como una retribución digna al valor del trabajo realizado.[/cita]
Lo que la defensa al voto censitario alude es a que no todos tenemos el mismo derecho a ser reconocidos como ciudadanos –el voto censitario distingue y otorga ese derecho sobre la base de distinciones consideradas relevantes para la sociedad, es decir, restringe el voto a ciertos sectores de la población–. ¿Quienes fueron históricamente excluidos en los sistemas de voto censitario occidentales hasta entrado el siglo XX? Bueno, antes que nada las mujeres –ergo, en rigor mi capacidad de votar fue por siglos inconcebible, las mujeres fuimos calificadas como incapaces políticamente, entre otras cosas, claro–. Pero tampoco tenían derecho a votar los esclavos y los pobres, o sea, aquellos excluidos no sólo por el color de su piel, sino también por su “falta de educación” y “falta de propiedad”. Lo que supone categorizar a la población así, es que la gran mayoría (irónicamente catalogada como minoría) esta excluida de la gestión sobre la vida en común. La perversidad de este sistema es que precisamente aquellos que más necesitan tener voz en la decisión sobre aquello que se considera socialmente relevante, no la tienen. ¿Por que uso cursivas?, porque la definición de lo “socialmente relevante”, así como la de “bien común”, termina siendo fundamentalmente endogámica. En otras palabras, les permite a aquellos en grupos privilegiados, es decir, los que califican como ciudadanos, mantener y reproducir sus privilegios, a expensas de excluir a aquellos cuyas demandas son consideradas irrelevantes para el bien común (en cursivas porque hoy es imprescindible preguntarse ¿el bien de quién?).
Qué tiene que ver esta discusión con Mandela, dirá usted. Bueno, en 1961, en la primera entrevista televisada que le hicieran antes que cayera preso, Mandela argumentaba que “la cuestión de la educación no tiene que ver con el derecho a voto… la gente puede votar aun sin educación, claro que la educación es positiva, pero tú no necesitas tener educación para saber que mereces ciertos derechos fundamentales, que tienes aspiraciones, que tienes demandas, eso no tiene que ver con tu nivel de educación en absoluto”.
Mandela no sólo fue un ejemplo de integridad y coraje humano y cívico, sino que, para efectos de esta columna, denunció claramente desde un inicio la perversidad de las categorías que clasifican a la población en legítimos e ilegítimos ciudadanos, o sea, aquellos capaces de decidir cómo gobernarse y aquellos que no. Para Mandela, ni usted ni yo, independientemente de nuestro sexo, raza, nivel de ingreso, educación, religión, tipo de trabajo, inclinación política e ideológica, debiéramos estar excluidos de la conversación sobre el bien común, sobre cómo organizar nuestra sociedad, sobre cómo gobernarnos. Esa convicción fue su lucha contra un sistema de discriminación regulado y legitimado legalmente como el apartheid sudafricano. Fue la lucha que democratizó Sudáfrica.
Esa conversación sobre el bien común de una sociedad, ese pacto entre grupos diferentes, es lo que suele plasmarse en una Constitución. Hoy, desde el Reino Unido a España, desde Australia a Chile, más y más grupos están demandando refundar estos pactos constitucionales (soy una más que votará marcando AC). En estos pactos, los derechos que gozan una asesora del hogar, una doctora y una profesora universitaria, no sólo están garantizados por igual, sino que la voz de todas es parte fundamental del acuerdo que se plasma y resguarda en el pacto.
Eso en la práctica significa que las tres debieran poder sentarse a la mesa a negociar. Pero la negociación no es abstracta, es altamente probable que una doctora no podría ejercer su profesión, ni disfrutar de los privilegios que disfruta, si mujeres como Bertita no existieran “asesorando el hogar”, dicho eufemísticamente. Lamentablemente, esa interdependencia no se plasma ni en el reconocimiento público, ni en el ingreso, ni en la platea pública que trabajadoras como Bertita tienen (de hecho, el gobierno chileno aún no ratifica el Convenio 189 de la OIT, que regula y fiscaliza los derechos laborales de las trabajadoras domésticas).
Una mujer-un voto (ídem, un hombre-un voto) es lo mínimo que se necesita para que una democracia exista y funcione. El mínimo existe de momento. Ojalá las elecciones y la gestión del próximo gobierno demuestren que hay voluntad política para moverse hacia la expansión de la experiencia democrática, una experiencia que garantice la educación como un derecho y no un privilegio, de la misma forma que garantiza el trabajo como derecho, aparejado de una regulación que fiscalice los sueldos como una retribución digna al valor del trabajo realizado. Claro, eso requiere coraje cívico, y requiere la capacidad de imaginar un futuro donde lo que predomina no es reproducir un sistema que mantiene los privilegios de los más privilegiados, sino que imaginar que el sistema sí puede cambiarse para construir una sociedad más justa para todos y todas. En ese camino, el ejemplo de Mandela es extraordinario.