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Una política para la felicidad: del venceremos al ven-seremos

Aldo Torres Baeza
Por : Aldo Torres Baeza Politólogo. Director de Contenidos, Fundación NAZCA
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Y si el momento llega, ¿seguiremos confundiendo unanimidad con unidad?, porque no tenemos que estar de acuerdo hasta en el color de los calcetines para formar una fuerza política capaz de replantearse el discurso y reformular, por fin, el ámbito de la política. En fin, ¿seremos capaces de cambiar el discurso político enraizado en este país?, ¿qué estamos haciendo para lograrlo?, ¿o tendremos que conformarnos con los cambios de look al mismo modelo? ¿Será que, para vencer, primero hay que empezar a ser?


“¡Venceremos!”, dijo Allende. Y venció con un programa político repleto de cambios sociales. Pero a la historia chilena no le agradan las novedades, así que rápidamente las fuerzas armadas ubicaron en su sitio a la realidad: cayó, como la noche, el golpe de Estado. Pinochet se convirtió en el primus inter pares, el primero entre sus pares.

Pasaron los años.

Freedman, en Estados Unidos, necesitaba un país para un misterioso experimento. Pinochet, en Chile, tenía un país que ofrecer. El apretón de mano inauguró en Chile el laboratorio del capitalismo más fundamentalista del mundo.

El 11 de septiembre de 1980, Pinochet dice:
“De cada siete chilenos, uno tendrá automóvil; de cada cinco, uno tendrá televisor, y de cada siete, uno dispondrá de teléfono».
Esa fue la apuesta política, apuesta basada en un discurso económico donde la ruta a la felicidad sería trazada por la acumulación de bienes. Y nuestros padres, creyendo o no en el discurso, debieron acomodarse. Por ahí nació quien escribe, el 83, para ser más preciso.

Pasaron los años y cayeron todas las dictaduras en Latinoamérica.

Y como a la historia chilena no le agradan las novedades ni tampoco ser original, también acá cayó la dictadura. Ganó el NO; con aquel triunfo el laboratorio cambió de dueños, pero siguió funcionando. La Concertación sacó las guitarras y canturreó al calor del libertinaje del mercado ofrecido e impuesto por Pinochet. Como lo describió un niño en una carta: “Veo que salen barcos llenos de troncos y entrar barcos llenos de automóviles”.

De “izquierda” a derecha, al calor del mismo discurso, se acomodaron las fuerzas políticas.

Y así, el modelo político nos hizo creer que los bienes eran sinónimos de felicidad, los medios de comunicación vociferaban esta misión. El poder se vistió con todos sus trajes, y nos convenció de su apuesta: con una educación individualista, separada con capacidad de pago; con la publicidad, que nos bombardeó la cabeza de promesas absurdas; con el mercado, totalmente desregulado, que redujo la condición humana a la acumulación de bienes, el individualismo y la competencia.

[cita]Y si el momento llega, ¿seguiremos confundiendo unanimidad con unidad?, porque no tenemos que estar de acuerdo hasta en el color de los calcetines para formar una fuerza política capaz de replantearse el discurso y reformular, por fin, el ámbito de la política. En fin, ¿seremos capaces de cambiar el discurso político enraizado en este país?, ¿qué estamos haciendo para lograrlo?, ¿o tendremos que conformarnos con los cambios de look al mismo modelo? ¿Será que, para vencer, primero hay que empezar a ser?[/cita]

Sobre estos pilares se levantaron los hábitos mentales de la sociedad chilena.

Y nosotros, que apenas vivimos un par de años en dictadura, hijos y víctimas de una de las peores tragedias políticas del país, así, sin darnos cuenta, debimos hacer propias varias metas y objetivos que otros fijaron; debimos, en definitiva, acomodarnos a las promesas inauguradas a bombazos de los Hawker Hunter sobre la Moneda.

Hoy, vemos que la apuesta fue, por decirlo de algún modo, insuficiente: Chile es el país con mayor índice de desconfianza entre sus ciudadanos de toda Latinoamérica, el tercer país del mundo con mayor cantidad de presos respecto a cantidad de habitantes. Se desparrama lo que es ya una epidemia de trastornos psicológicos: depresiones, estrés, crisis de pánico, obesidad, en fin, múltiples derivaciones de un vacío interior que se llena con cosas, pastillas o comida. Qué decir de las pensiones miserables, de la salud y la educación convertidas en mercancías. O el modelo de desarrollo basado en estrujar las piedras, absorber hasta el último pez del mar y arrasar y arrasar árboles. Estamos carcomiendo las entrañas del país, con terribles externalidades medioambientales. Miramos bajo el hombro a los demás países del continente, y nuestra arrogancia se sustenta en la bonanza de un solo metal, sí: uno solo.

Y sí, tenemos más autos, casas más grandes, más ropa para elegir, mayor diversidad de comida, mayor esperanza de vida, incluso más derechos. Pero ¿somos más felices?

… No lo somos.

¿Qué sucedió?: ¿no resultó la formula? ¿O será que todo tiene sus costos? A modo personal, creo que no funciona esa apuesta por el simple materialismo; la vida es otra cosa.

No voy a levantar aquí un discurso para salir a quemar los bancos y arrasar con todo lo que se relacione con el espíritu del discurso: el mercado. No. Pero sí es hora de circundar al mercado, establecer su perímetro, delimitar su campo de acción. En todos los tiempos y lugares del mundo, siempre el mercado funcionó bajo consideraciones éticas: los mercados eran lugares de reunión, donde la gente compraba cosas, se acudía a hablar con otra gente, respirando olor a frutas y antigüedades. Era un ámbito más de la sociedad. Pero en este laboratorio se ha invertido el orden: el mercado ha tomado posición por sobre todas nuestras relaciones humanas. Hoy, es la sociedad la que, a codazos y empujones, debe acomodarse al mercado: las calles han sido secuestradas por el mercado, la salud, la educación, las telecomunicaciones, la energía, el agua, la tierra, la vejez, los alimentos, la muerte, las semillas… ¡todo es convertible en mercancía!

En este avasallador paso, en esta corriente apocalíptica, el mercado, claro, también se atornilló a las conciencias, nos invitó a competir para satisfacer necesidades inventadas, haciéndonos confundir los valores con el beneficio, transformándonos en seres desconfiados y recelosos. Y, así, sensaciones tan íntimas como la felicidad hoy son consideradas como un fin: serás feliz cuando pagues la casa, cuando termines de pagar la última cuota de no sé qué cosa, o cuando tengas suficiente dinero como para declararte mejor que el resto. Ahí sí que sí. Y mientras tanto, ¡¿qué?!… toda actividad se realiza con el fin de adquirir cosas, lo que es un insulto y también un reduccionismo a la condición humana, que está destinada a fines más altos que la mera acumulación de bienes.

Entonces, surge una pregunta: ¿a partir de este discurso, con fines absolutamente claros, debemos establecer cuáles serán nuestros propios objetivos para desarrollar nuestras vidas?

Sospechoso, por decirlo de algún modo.

Porque estamos acá, respirando la vida, aprovechando este misterioso regalo que no elegimos, para ser felices, para buscar la mejor versión de uno mismo y luego compartirla con el mundo, para sentir la máxima expresión del alma humana: el amor. Pero sentirlo sin los pesados barrotes de las deudas, de las enfermedades impagables, de la estafa de las AFP, de la educación más cara del mundo y el tiempo que corre en contra, nunca a favor. En definitiva, estamos para ser quien queremos ser, y no convertirnos en lo que el poder quiere que seamos, y que hemos sido durante ya bastantes años. Muchas veces olvidamos por que estamos acá, y eso sucede por una razón simple: nuestra libertad de pensamiento ha estado condicionada por la presión de un discurso político. Y si no tenemos libertad de pensar lo que queramos pensar, difícilmente podremos visualizar los verdaderos fines de la vida.

Sólo cuando estemos bien parados en nosotros mismos, liberados de un polvoriento discurso, recién ahí podremos plantearnos nuevas formas para organizarnos y vivir en sociedad, y claro, determinar nuestros propios fines para la vida.

Para eso resulta necesario voltear la cabeza del fondo de la caverna y dejar de mirar las hechizantes luces del mismo discurso político. Hoy, la misión de la política es asegurar un entorno en que cada uno se plante su propia realización personal. Hans Kelsen, uno de los grandes juristas del pasado siglo, dice: “La búsqueda de la justicia es la eterna búsqueda de la felicidad humana. Es una finalidad que el hombre no puede encontrar por sí mismo, y por ello la busca en la sociedad. La justicia es la felicidad social, garantizada por un orden social. La felicidad política es una condición imprescindible para la felicidad personal. Hemos de realizar nuestros proyectos más íntimos, como el de ser feliz, integrándolos en proyectos compartidos, como el de la justicia”.

¿Podemos ser felices en una sociedad que, como dijo Luther King, prioriza las cosas por sobre los seres humanos?, ¿podemos ser felices si sabemos que el vecino sufre una terrible depresión, provocada por una deuda impagable producto del costoso tratamiento de la enfermedad de su hijo?, ¿se puede alcanzar la felicidad cuando el orden social no garantiza ciertos derechos básicos, como el derecho a la salud o la educación?

Como decía: es misión de la política asegurar el entorno necesario para que cada uno pueda, por lo menos, plantearse alcanzar sus propios fines. Porque ¿qué es la política?: ¿la repartija de cargos públicos, donde asume un cobarde espécimen que trata de “putita” a una mujer?… ¡¿eso es la política?! No: ese es el vertedero de la política.

La política, el espacio de la política, se compone de las grandes ideas que consensuaremos para convivir (vivir-con) en sociedad. Como dijo José Carlos Mariátegui: “Hacer política es pasar de los sueños a las cosas, de lo abstracto a lo concreto”, “La política es la trama misma de la historia. Y la historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza sobrehumana; los demás constituyen el coro anónimo del drama”.

Es hora de abandonar el coro anónimo del drama y recuperar el espacio de la política para reconstruirla sobre nuevos pilares. Y esto debe partir desde abajo, pero también desde las academias; hasta cuándo, me pregunto, se enseñará en las facultades de ciencia política que Maquiavelo es el padre de esta disciplina, ¡sí, Maquiavelo!, el mismo que invitaba a separar la política de la ética. ¡Cuantos se lo tomaron en serio! ¿Por qué no podría ser alguien como Gandhi el padre de la ciencia política?, que en su filosofía adoptó el concepto de Sarvodaya (bien universal o progreso de todos), que implica, básicamente, que el bien del individuo es inseparable del bien común. ¿Será el momento de matar a este padre kafkiano? Hasta cuando se enseñará la mera formación y administración de los Estados modernos, como si estos fuesen inamovibles estructuras hechas de acero y no de lo que realmente los forma y los trasforma: los seres humanos. ¿No será tiempo de que la política deje de ser el arte de lo posible, para convertirse en el arte de lo imposible?

Insisto: eso hora de recuperar este espacio. En este esmero, el movimiento estudiantil dejó una importante enseñanza: partiendo por la enfermedad de una parte del cuerpo, se desnuda lo demás. La exigencia del “No al Lucro” en la educación, derivó en una posible reforma tributaria y un cambio de Constitución.

Aún estamos a tiempo de pasar de un modelo que gritó venceremos, y que se planteaba grandes transformaciones de sociedad, a un modelo que grite: ven, seremos, que también se plantee estas transformaciones, pero desde otro punto de vista, acorde, cómo no, a estos nuevos tiempos: un modelo donde la acumulación de bienes no sea la medida de todas las cosas, donde cada uno pueda plantarse sus propios fines en la vida, donde se trabaje para vivir y no se viva para trabajar, donde el derecho a la vida sea más importante que el derecho a la propiedad privada, donde la gente, mareada por la verborrea de la publicidad, deje de endeudarse para comprar y comprar cosas, que lo único que dejan son más deudas, que engendran nuevas deudas para pagar las deudas anteriores.

Un modelo que controle los números de la economía, que hace rato se escaparon del laboratorio, para destinarlos a su verdadero fin: la felicidad humana. Un modelo que invite a ser más.

Pasar del venceremos al ven-seremos demandará dar un paso en nosotros mismos, y visualizar qué queremos ser y qué lugar queremos ocupar en la sociedad. Todo está abierto para revolver las pócimas del laboratorio. En cada espacio de acción está la posibilidad de reinventar la vida. Por ahora, es ahí donde cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de actuar, reestructurando el patrón de nuestros propios pensamientos y conductas, cambiando así nuestras percepciones. En fin, transformándonos. Porque de eso se trata, de convertirnos, de transformarnos a nosotros mismos para ser conscientes de lo que sucede afuera. Y cuando cada uno sea consciente del discurso que condiciona nuestras vidas, del momento en que se engendró el discurso, entonces las cosas comenzarán a cambiar.

Y si el momento llega, ¿seguiremos confundiendo unanimidad con unidad?, porque no tenemos que estar de acuerdo hasta en el color de los calcetines para formar una fuerza política capaz de replantearse el discurso y reformular, por fin, el ámbito de la política.

En fin, ¿seremos capaces de cambiar el discurso político enraizado en este país?, ¿qué estamos haciendo para lograrlo?, ¿o tendremos que conformarnos con los cambios de look al mismo modelo?

¿Será que, para vencer, primero hay que empezar a ser?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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