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Quieren dinero

Fernando Muñoz
Por : Fernando Muñoz Doctor en Derecho, Universidad de Yale. Profesor de la Universidad Austral. Editor de http://www.redseca.cl
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Ni los académicos en general, ni los constitucionalistas en particular, son entes etéreos que viven del aire y que carecen de posiciones políticas. Pero, en ese contexto, lo mínimo que les podemos solicitar es consistencia funcional (que escojan a cuál señor servirán, si a la academia políticamente comprometida o al dinero) y, asimismo, un poco de decoro y sentido de la estética.


«Es mentira, eso del amor al arte; no es tan cierto, eso de la vocación». Así cantaban Los Prisioneros en una ácida composición que retrataba la verdadera motivación que, a su juicio, inspira a muchos. «Quieren dinero», aseveraban.

La noticia de la semana pareciera ser que el dichoso dinero genera movimientos también entre quienes se dedican al derecho constitucional. Por un lado, la prensa informa que el cambio de mando en la Presidencia del Tribunal Constitucional entre Carlos Carmona y Marisol Peña se ha visto empañado debido al intento de aquella de conseguir una indemnización de 15 millones de pesos para su jefa de gabinete, cargo que, como en toda institución, es de confianza exclusiva y, por lo tanto, el cese en funciones no supone indemnización (a ningún ministro, por ejemplo, se le indemniza cuando deja su cargo por orden del Presidente de la República).

El otro caso ya lleva varios días en la prensa. La bancada de diputados de la UDI ha denunciado que cuatro destacados profesores de derecho constitucional han recibido honorarios, a cambio de asesorías por la Reforma Tributaria, que mensualmente excedían el sueldo del subsecretario respectivo, lo cual contraría un instructivo precisamente del Ministerio de Hacienda en relación al máximo que cualquier asesor puede cobrar en una repartición pública. Hacienda respondió que dicho instructivo no era aplicable a asesorías puntuales, como ocurrió en este caso, sino a los sueldos de asesores contratados permanentemente. El argumento no es muy convincente, pues una persona que se desempeñe en funciones permanentes no debiera estar a honorarios, pero bueno.

Ahora bien, al momento de analizar esta noticia, hay que tomar en consideración el contexto. Cobrar ocho millones de pesos por una asesoría no es algo descomunal en el mercado de los servicios jurídicos profesionales. Eso, y más, es lo que cobran los abogados por informes en derecho. Desde luego, en muchos casos pareciera ser que más que por la sustancia argumentativa, las empresas pagan por la adhesión pública de «juristas destacados»; recordemos el vergonzoso caso de los multimillonarios informes en derecho pagados por Anglo American, empresa que publicitó la contratación de dichos informes a través de insertos aparecidos en la prensa. Pero en principio, que un abogado cobre sumas elevadas por sus servicios profesionales es parte de la realidad (realidad que, por supuesto, debe ser discutida y cuestionada prospectivamente por quienes tengan una concepción igualitarista, como afirmó Gerald Cohen en este interesante libro).

[cita] Ni los académicos en general, ni los constitucionalistas en particular, son entes etéreos que viven del aire y que carecen de posiciones políticas. Pero, en ese contexto, lo mínimo que les podemos solicitar es consistencia funcional (que escojan a cuál señor servirán, si a la academia políticamente comprometida o al dinero) y, asimismo, un poco de decoro y sentido de la estética.[/cita]

Entonces, lo realmente problemático, a mi juicio, son cosas que tienen que ver con la incompatibilidad de ciertos roles. Lo primero es una incompatibilidad de carácter profesional; llamémosle de lealtad al cliente. En al menos dos de estos casos, los abogados en cuestión, además de haber colaborado (remuneradamente) en la Reforma Tributaria, han servido como abogados de empresas que han cuestionado la constitucionalidad de reformas importantes del gobierno. En un caso, el constitucionalista en cuestión atacó la constitucionalidad de las reformas en materia de atribuciones del Servicio Nacional del Consumidor contratado por la Asociación de Bancos e Instituciones Financieras. En otro caso, el constitucionalista en cuestión atacó la constitucionalidad de la propia Reforma Tributaria en cuya elaboración participó remuneradamente, contratado en esta ocasión por la Asociación Nacional de Bebidas Refrescantes.

Lo segundo, es una incompatibilidad política. En estos dos casos, se trata de militantes de partidos de la Nueva Mayoría: uno, del Partido Demócrata Cristiano, el otro, del Partido Socialista. Ahora, yo no veo problemas en cobrarle al gobierno al cual uno apoya por las funciones laborales o profesionales que uno desempeñe. Desde el Presidente hacia abajo, todos cobran; si no fuera así, sólo los ricos podrían trabajar en el Estado o en política. Pero lo que sí es reprochable es cobrar para atacar al gobierno que uno supuestamente apoya. Uno debiera esperar de militantes de partidos que no se ganen el pan trabajando remuneradamente para quienes se oponen a los proyectos emblemáticos del gobierno respaldado por el partido en el cual militan; máxime, cuando la figuración pública de uno (un factor que seguramente lleva a que a uno lo contraten) depende en gran medida de la cercanía política que uno tiene con el gobierno. Esto linda en el lobbismo.

Por último, esto también supone una discusión sobre los roles que desempeñan los académicos. ¿Qué intereses representan, a través de su producción intelectual, los académicos? Nada que digan, como he señalado en algunos trabajos, es neutral en términos de las relaciones de poder socialmente existentes. Todo lo que digan les sitúa de un lado u otro de la vereda del conflicto social. Una medida para adoptar, ya que no una imposible neutralidad, al menos una cierta independencia de juicio en la selección de cuáles intereses articularán, consiste en separar aguas entre su labor académica y su defensa de intereses. Como regla general, al menos, los académicos no debieran además ofertar de manera pública y permanente su trabajo como abogados, como profesionales al servicio del mejor postor. Esa es una circunstancia exigida por la profesionalización de la academia, tema al cual he dedicado otro trabajo que acaba de ser publicado.

En resumen, ni los académicos en general, ni los constitucionalistas en particular, son entes etéreos que viven del aire y que carecen de posiciones políticas. Pero, en ese contexto, lo mínimo que les podemos solicitar es consistencia funcional (que escojan a cuál señor servirán, si a la academia políticamente comprometida o al dinero) y, asimismo, un poco de decoro y sentido de la estética.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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