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“La banalidad del mal” y los procesos de formación en las Fuerzas Armadas y de Orden

Ignacio Cienfuegos Spikin
Por : Ignacio Cienfuegos Spikin Académico del Departamento Política y Gobierno, Universidad Alberto Hurtado. PhD en Gestión y Gobierno de la Universiteit Twente, Holanda
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Sin perjuicio de los progresos, mis observaciones desestructuradas y personales me dicen más bien que los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos, como aspectos incuestionables, no han calado suficientemente hondo en la cultura de la “familia militar”, persistiendo y reproduciéndose, de manera generalizada en sus discursos y convicciones más íntimos, la “relativización del mal”, como diría Hannah Arendt.


La gran filósofa política Hannah Arendt, en su célebre libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, reflexiona sobre el juicio contra Adolf Eichmann, coronel nazi responsable de los genocidios en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial. En su obsesión por entender los orígenes de los procesos totalitarios, particularmente en la relativización y destrucción de estándares éticos básicos, Arendt identifica las características irreflexivas y banales de Eichman, quien alegaba no tener ninguna responsabilidad en los hechos acontecidos, ya que decía haber estado simplemente “haciendo su trabajo”.

Es indiscutible que en nuestro país hemos avanzado en “normalizar” las relaciones cívico-militares, lo que se traduce, en términos generales, en la subordinación de los uniformados al poder civil y constitucional, además de la adhesión de dichas instituciones a los valores democráticos, comprendiendo a su vez su rol específico en una sociedad cada vez más demandante y diversa. Lo anterior debiese haber permitido, entre otras cosas, reconstruir acuerdos fundamentales de nuestro funcionamiento democrático, la adaptación de dichas instituciones a un nuevo contexto y la construcción de un relato medianamente compartido sobre nuestra historia. Pese a todo, es evidente el perfil intrínsecamente conservador de las instituciones uniformadas en Chile, las cuales tienden a diseñar estrategias, estructuras y discursos que perduren en el tiempo, dificultan la posibilidad de adaptarse a un entorno social más complejo, así como contribuir a la sostenibilidad de la democracia.

[cita] Sin perjuicio de los progresos, mis observaciones desestructuradas y personales me dicen más bien que los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos, como aspectos incuestionables, no han calado suficientemente hondo en la cultura de la “familia militar”, persistiendo y reproduciéndose, de manera generalizada en sus discursos y convicciones más íntimos, la “relativización del mal”, como diría Hannah Arendt. [/cita]

En una reciente columna publicada por este mismo medio, los diputados Vallejo y Gutiérrez proponían una modificación legal que consagrara la gratuidad y no discriminación en el ingreso a los planteles educacionales de la Fuerzas Armadas y de Orden como medida que condujera a fortalecer la construcción de instituciones castrenses más diversas, tolerantes y democráticas, que pudieran representar no solo a un segmento especifico de la sociedad. Sin embargo, si revisamos cuidadosamente los libros de historia, observamos que esta realidad no fue siempre así. Las escuelas matrices solían ser espacios de ascenso social más que estructuras elitistas.

Más allá de la pertinencia de la propuesta de los honorables en cuanto a replicar principios de gratuidad y libre acceso en las escuelas de formación de los oficiales uniformados, lo fundamental –a mi juicio– para la consolidación y mantención de los valores democráticos en las instituciones armadas, tiene que ver con los proceso de formación de sus miembros. En este sentido, no basta con avanzar hacia su profesionalización, conocedores de las mejores prácticas de seguridad interior y defensa nacional, sino que indagar también en su formación valórica y doctrinaria.

Si bien esto no se agota con la sola inclusión de preceptos democráticos en el currículo, observamos cómo, en la actual institucionalidad, son las propias Fuerzas Armadas y de Orden las que definen los lineamientos de su formación, no existiendo un rol decisivo desde el punto de vista de los contenidos y procesos formativos por parte de las agencias civiles especializadas. Asimismo, como lo relatan algunos estudios específicos, los profesores de estos centros de formación tienden a ser uniformados activos o en retiro, quienes se sitúan como sujetos socializantes de dichos planteles, guardianes doctrinarios de una cierta visión del mundo e interpretación particular de la historia.

Reconocemos los avances en cuanto a la integración de las instituciones uniformadas a la comunidad, habiendo realizado esfuerzos en fortalecer el discurso –al menos público– de instituciones obedientes y no deliberantes. Pero no intentemos tapar el sol con un dedo: quienes hemos compartido con uniformados activos y en retiro, quienes han participado de conversaciones informales tanto con jóvenes militares y carabineros, así como con viejos ex oficiales jefes, saben que el discurso, la posición –salvo honrosas y destacables excepciones–, tiende lamentablemente a ser una sola: el de defensa acérrima de la dictadura, el de la justificación de los atropellos de los derechos humanos, el de la satanización de Unidad Popular y defensa del golpe de Estado, el de la admiración al dictador, a su régimen y la añoranza de un periodo oscuro donde se detentó el poder sin límites, el de los estereotipos banales e irreflexivos.

En este sentido, sin perjuicio de los progresos, mis observaciones desestructuradas y personales me dicen más bien que los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos, como aspectos incuestionables, no han calado suficientemente hondo en la cultura de la “familia militar”, persistiendo y reproduciéndose, de manera generalizada en sus discursos y convicciones más íntimos, la “relativización del mal”, como diría Hannah Arendt. Los riesgos, a mi juicio, de mantener una sospecha subcutánea a la democracia y justificación de los horrores del pasado como elemento aglutinador de su cultura, son altos. Sin duda contamos en nuestro país con uniformados cada vez más profesionales, con una fuerte vocación de servicio público, dispuestos a arriesgar sus vidas por su patria, preceptos éticos admirables y esenciales para su funcionamiento. Quisiera pensar, asimismo, que en su formación doctrinal se incorporarán más decididamente valores asociados al respeto a la diversidad y democracia a todo evento, así como la condena a los hechos del pasado sin matices ni justificaciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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