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Solidaridad: la respuesta a la cultura de la muerte

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Andrea Valdivieso
Por : Andrea Valdivieso Fundación Voces Católicas @vocescatolicasc
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En nuestro país, el debate sobre aborto y eutanasia retomó fuerza. Plagado de subterfugios, se desvía la atención del hecho de que, con estas iniciativas, se intenta institucionalizar el derecho a matar, cuando se dan determinadas circunstancias.


«Estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera cultura de muerte». Juan Pablo II, Encíclica Evangelium Vitae (1995).

¿Qué tiene que ver la muerte de miles de millones de bebés no nacidos (casi un billón en los últimos 40 años, según estadísticas internacionales) o de decenas de miles enfermos (por la eutanasia), con el asesinato en masa que provocan las mafias del narcotráfico en México o el genocidio de minorías étnicas y religiosas a manos de Estado Islámico o los secuestros y asesinatos de estudiantes por parte de los terroristas de Boko Haram? La cultura de la muerte es el denominador común. Tras los fenómenos del aborto, la eutanasia, la corrupción y la tiranía que aplasta a quienes son vistos como un “obstáculo”, subyace la misma lógica: la relativización del valor de la vida, para enaltecer la libertad y la autonomía requeridas para controlar nuestro destino o para aplicar alguna reingeniería social que “ordene” el mundo según los criterios de quienes detenten el poder.

En nuestro país, el debate sobre aborto y eutanasia retomó fuerza. Plagado de subterfugios, se desvía la atención del hecho de que, con estas iniciativas, se intenta institucionalizar el derecho a matar, cuando se dan determinadas circunstancias. Derecho que podría recaer en las personas o, bien, en el Estado cuando éste se hace cargo de segmentos de la población que recurren al sistema de salud público. Para comprender esto a cabalidad, es muy recomendable examinar la experiencia que se ha dado en otros países con la promulgación de legislaciones similares.

[cita]En nuestro país, el debate sobre aborto y eutanasia retomó fuerza. Plagado de subterfugios, se desvía la atención del hecho de que, con estas iniciativas, se intenta institucionalizar el derecho a matar, cuando se dan determinadas circunstancias.[/cita]

Cuando aceptamos que la vida humana vale en determinadas circunstancias y otras no, se abre una puerta siniestra. Las motivaciones siempre serán subjetivas. En los países en los que hay aborto libre (no nos engañemos, esa es la meta, también en el nuestro, tal como sus promotores han admitido), se considera un “bien” para la sociedad que el asesinato de un ser humano en gestación sea una opción. Las razones pueden ser variadas y personales. Económicas, la mayoría de las veces; de salud, la minoría; timing inadecuado, inconvenientes y costos de toda índole. Las tres causales que debatimos en Chile representan una minoría ínfima de casos si se hacen las debidas comparaciones.

Consideraciones similares se aplican a la eutanasia de pacientes con enfermedades crónicas y terminales. Los cuidados paliativos son, en efecto, mucho más costosos, para las familias y el Estado, que la “muerte digna”. Así, la libertad individual, desmarcada de referentes morales, toma el lugar que antes tenía el derecho a la vida y el respeto por ésta como algo sagrado, con que no se juega. La muerte llega a ser considerada “el mal menor”, en lugar del derecho supremo de toda persona, del cual se desprenden todos los demás derechos.

Ello incidirá en otros ámbitos de nuestra convivencia. Si el valor de una vida depende de las circunstancias… ¿quién puede estar libre de ser visto como un obstáculo el día de mañana? La muerte, sea ésta violenta (aborto) o no (eutanasia), se convierte en un recurso legítimo, un medio para alcanzar metas personales o sociales.

Como una novela futurista que retrata un mundo en el que la clase gobernante ejerce su poder sometiendo a través del miedo, en que el sacrificio de vidas humanas es un costo razonable para mantener el sistema y el orden social. Esa clase de tiranía funcionó en el mundo durante siglos. Aún opera, con toda su crueldad, en no pocas regiones de nuestro planeta. El extremismo islámico de ISIS en Medio Oriente, de Boko Haram en África, la tiranía ideológica en Corea del Norte, la ausencia de Dios y ley en las zonas controladas por narcos, guerrillas, etc.; con la impunidad que permiten las autoridades y una comunidad internacional que interviene como quien echa un balde de agua a un incendio forestal.

Cuando se construye una cultura de la muerte, estar vivo no puede darse por sentado. Por otra parte, estar vivo no es lo mismo que vivir dignamente. El aborto y la eutanasia, así como el florecimiento de grupos extremistas, son muchas veces respuesta a graves injusticias sociales. “Esa economía, sin rostro humano, también mata”, ha señalado recientemente el Papa Francisco.

En nuestro planeta, corren peligro quienes viven en regiones empobrecidas, en la marginación, en medio de corrupción o fanatismo de cualquier clase, quienes son viejos y enfermos, quienes viven en el útero de sus madres, las mujeres, las niñas, las minorías étnicas y religiosas. Todos estos grupos, amenazados por la misma cultura de la muerte que, en su base, discrimina las vidas que serán toleradas de las que no.

Nuestra propia falta de solidaridad con quienes nos rodean, es causa y a la vez síntoma de esta cultura de la muerte. Cada vez que buscamos relacionarnos con otro por interés o conveniencia, con una mentalidad utilitarista, contribuimos a ésta. Entonces, depende también de nosotros. Construir la cultura de la vida es practicar la solidaridad, la empatía, la justicia, el servicio, la inclusión y proteger especialmente a los más débiles.

¿El fruto de la cultura de la muerte? La violencia. ¿El fruto de la cultura de la vida? La paz.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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