Después de todo, la tarea de la filosofía es buscar algo así como la verdad, o sea, decirle a la gente que no existe el Viejo Pascuero y no dar esperanzas tiernas, como hacen la tele, la autoayuda y la religión. Así el filósofo pasa a ser un bicho raro parecido al Grinch, de quien se espera, en el mejor de los casos, que eduque, es decir, que supla todas las carencias del magro sistema escolar chileno, llevando su conversación a palabritas simples, muy parecidas a las que los filósofos de las cosas simples, como Arjona, usan para trasmitir su sabiduría.
Acabo de terminar de leer con estupor y temblor la columna de mi colega Fernando Miranda «El Silencio de la Filosofía» y, tristemente, debo concordar con la grueso de lo que dice y, aunque tal vez podría extenderme sobre algunos detalles, no quisiera caer en discusiones bizantinas, pues ni la comunidad filosófica ni el país necesitan esa clase de debates. Sí quisiera completar el cuadro descrito por mi colega con un detalle que sería bueno que el público conociera y la comunidad académica recordara: los filósofos –en el más humilde sentido, es decir, los profesionales de la filosofía– somos personas.
Este ser personas implica una serie de necesidades propias de la condición humana tales como comer, dormir (bajo techo), vestirse y aparearse, lo cual se traduce, en nuestra sociedad contemporánea, en pagar cuentas. Terminada la licenciatura y una vez superada la etapa de ser mesero, vendedor de tienda o “emprendedor”, el filósofo accede a la bendición de una beca de posgrado, normalmente de la mano de CONICYT, que significa Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica, institución que, como podemos apreciar, no lleva la palabra ‘filosofía’ inscrita en ninguna parte de su nombre, pero, curiosamente, financia los estudios humanísticos, tal vez por la presión internacional y por el arribismo de un país que quiere permanecer en la OCDE, aun siendo el país más periférico del grupo.
Esta beca de posgrado suele devolverle algo de autoestima al filósofo, que, muchas veces a una edad ya avanzada, puede dejar de depender de la paciencia de sus padres o de su cónyuge y pasearse de nuevo por la misma facultad que le vio nacer, esta vez como estudiante profesional, esto es, pagado por el Estado. No tarda mucho tiempo nuestro héroe en darse cuenta de que este privilegio tiene una duración limitada, por lo que, si se trata de una beca de magíster, debe hacer méritos para una de doctorado y, si ya se encuentra en este punto, debe hacer pasantías docentes para quedarse como profesor ayudante ganando una miseria, pero con la posibilidad de juntar otras miserias trabajando como profesor taxi en otras universidades, normalmente privadas.
[cita]Después de todo, la tarea de la filosofía es buscar algo así como la verdad, o sea, decirle a la gente que no existe el Viejo Pascuero y no dar esperanzas tiernas, como hacen la tele, la autoayuda y la religión. Así el filósofo pasa a ser un bicho raro parecido al Grinch, de quien se espera, en el mejor de los casos, que eduque, es decir, que supla todas las carencias del magro sistema escolar chileno, llevando su conversación a palabritas simples, muy parecidas a las que los filósofos de las cosas simples, como Arjona, usan para trasmitir su sabiduría.[/cita]
Es por ello que nuestro abstracto protagonista necesita, luego de su primera beca, validarse para conseguir la segunda y luego seguirse validando para, si tiene suerte, llegar, cuando bordee los sesenta, a tener una plaza de profesor asistente en una universidad tradicional o en una privada decente, en la que por fin tendrá el sueldo de una persona adulta con menos de la mitad de los estudios y de los méritos académicos de él o ella. Así, el pensador se vuelve un burócrata del pensamiento, un sobreviviente que piensa para ganarse el pan, como el Esclavo de Esperando a Godot.
En su recuerdo están los días como garzón o acaso la imposible misión de enseñar filosofía en algún colegio en el que los alumnos son analfabetas funcionales, por lo que no se puede sino pasar películas con algún contenido intelectual y esperar, muchas veces en vano, que un montón de adolescentes, más pendientes de sus hormonas que de cuestiones metafísicas, piensen.
Mientras, en el mundo real de la gente con empleos normales, el doctorado en filosofía no le da al filósofo el prestigio de un médico. Cuando la gente se entera de que tiene un médico enfrente suyo, aprovecha de hacer cualquier consulta gratis. Cuando hay un filósofo, normalmente no le preguntan nada y, como si fuera un árbitro de fútbol, le dicen cómo hacer su trabajo –“la sabiduría viene de Dios”, “la verdadera filosofía se aprende en la vida”, etcétera–. Al principio el profesional discute, pero pronto es considerado por todos como dogmático y aguafiestas.
Después de todo, la tarea de la filosofía es buscar algo así como la verdad, o sea, decirle a la gente que no existe el Viejo Pascuero y no dar esperanzas tiernas, como hacen la tele, la autoayuda y la religión. Así el filósofo pasa a ser un bicho raro parecido al Grinch, de quien se espera, en el mejor de los casos, que eduque, es decir, que supla todas las carencias del magro sistema escolar chileno, llevando su conversación a palabritas simples, muy parecidas a las que los filósofos de las cosas simples, como Arjona, usan para trasmitir su sabiduría.
Finalmente nuestro héroe se encierra en la torre de marfil de su facultad, pues es el único lugar en donde alguien puede comprenderlo y, para sobrevivir allí, cumple con los objetivos burocráticos trazados por las universidades, que a su vez vienen dados por organismos del Estado que esperan productividad, es decir, que publiquemos muchos papers. Ese es el único mundo al que el filósofo tiene acceso. No puede darse el lujo de perderlo, no puede aventurar una tesis audaz, pues una mala nota le hará perder sus opciones a su próxima beca, al FONDECYT, o bien un artículo polémico le causará problemas para obtener esa plaza de profesor instructor que aumentará en algo sus ingresos de supervivencia –muy poco, si es que no los disminuye–. De esta forma, nuestro filósofo chileno proletario sí crece en erudición, qué duda cabe, pero, como dijo mi colega –cuyo diagnóstico no discuto, sino que completo–, pierde todo el empuje y toda la fuerza que lo llevó al pregrado alguna vez, cuando pudo desafiar, casi en todos los casos, a unos padres que soñaron con tener un hijo que hiciera algo útil para ganarse la vida.
Mientras, la sociedad chilena languidece de estupidez, la televisión abierta se encarga de aumentarla y el debate público decae cada vez más, pese a los chispazos de consciencia de clase que de vez en cuando sacan a marchar a la gente o crean una huelga en un supermercado. Mi respuesta personal, como profesional de la filosofía y como persona creativa, ha sido llevar esa crítica y esa creatividad a otros ámbitos, así, por ejemplo, ayudé a crear escribiendo una pieza de teoría crítica que todo Chile vio, aunque nadie supo que había pensamiento filosófico detrás de ella –me refiero al Allende de “Palta” Meléndez, en Viña 2007, del cual fui el autor principal–. Con menos difusión, pero paradójicamente con mayor entusiasmo, he publicado poesía, una novela y sigo trabajando en productos literarios, porque en la filosofía, como proletario pensante descrito más arriba, debo –si deseo seguir dedicado a lo que quiero hacer– cumplir con un calendario burocrático que, a estas alturas, ya nadie sabe quién impuso.