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La cita de Nisman

Juan Ponce
Por : Juan Ponce Escritor argentino
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Los auténticos aficionados al género, sabemos de otro crimen que plantea otro cuento del que, se dice, refiere a un hecho real. El escenario es el siguiente: aparece un cuerpo sin vida en una habitación vacía, la puerta cerrada por dentro y nadie pudo entrar ni salir por la ventana, la traba de la puerta consistía en un pestillo que caía sobre una muesca, el detective piensa y piensa y finalmente comprende cómo lo hicieron, no cómo lo mataron –supongamos de un tiro en la cabeza con una pistola 22 simulando un suicidio– sino en cómo cerraron la puerta.


Sobre la actuación del fiscal Nisman hay diversas opiniones, mayormente malas –entre las que destacan las que provienen de los mismos familiares de las víctimas  del alevoso crimen que investigaba– y que se fundamentan hasta con datos difundidos por Wikileaks, es decir, que el fiscal era blanco de los detractores más variados y muchas de las acusaciones que se le hacían eran muy serias. Sin embargo, lo importante para el gobierno argentino parece ser por qué interrumpió sus vacaciones. Algo que remarca la presidenta con una pregunta retórica: ¿qué clase de padre deja a una niña pequeña en un aeropuerto como el de Barajas? La niña pequeña tiene quince años de edad, suficientes quizás para entender que no debe hablar con desconocidos, más si su padre se encuentra amenazado de muerte y en medio de una tormenta internacional. La cuestión es que Alberto Nisman volvió de repente, dio vuelta en U, dejó a su hija sola por tres horas, quizás sentadita en un café, en un aeropuerto de España, un país vulnerable al terrorismo de todo signo que en definitiva es un único signo, llamó para que la fueran a buscar y mientras su esposa llegaba sacó un pasaje y corrió al avión que ya carreteaba por la pista, se prendió del pasamanos y alcanzó a subir.

No he leído ninguna declaración de las azafatas, por ejemplo: si se lo veía nervioso, con sudoración profusa, con la mirada perdida sobre un mar de nubes, si pidió un whisky, una cerveza, o simplemente agua, si se acurrucó tembloroso o si intercambió algunas palabras con su eventual acompañante, si se lo veía sobreexcitado con la risa fácil o más bien taciturno o abatido y desconsolado, no se dice nada sobre quien iba sentado junto a él, si fue una hermosa joven con apariencia de chica Bond o un sujeto sospechoso de poseer genealogía árabe, sospechoso, digo, pues pocos en Occidente pueden diferenciar a un árabe, de un iraní, de un kurdo o de un turco, aunque sean tan diferentes entre sí, la cuestión es que anunciaron que el avión se disponía a tocar tierra y efectivamente aterrizó, Nisman se libró del cinturón de seguridad, quiso salir primero, o tal vez prefirió ceder el paso, bajó la escalerilla, quizás a las apuradas abriéndose camino entre los que bajaban con él, tomó un taxi, llegó a un canal de TV –apareció más bien tranquilo en la pantalla–, pasa por tribunales para dejar su denuncia y se equivoca de juzgado, lo citan del Congreso para el lunes siguiente, en un momento mágico reaparece en su casa, toma una fotografía de su escritorio lleno de papeles, la envía con su celular, escribe una nota para la mucama indicando lo que debe comprar en el mercado, va al baño y se pega un tiro en la cabeza con una pistola que le prestó un amigo.

[cita]Los auténticos aficionados al género, sabemos de otro crimen que plantea otro cuento del que, se dice, refiere a un hecho real. El escenario es el siguiente: aparece un cuerpo sin vida en una habitación vacía, la puerta cerrada por dentro y nadie pudo entrar ni salir por la ventana, la traba de la puerta consistía en un pestillo que caía sobre una muesca, el detective piensa y piensa y finalmente comprende cómo lo hicieron, no cómo lo mataron –supongamos de un tiro en la cabeza con una pistola 22 simulando un suicidio– sino en cómo cerraron la puerta.[/cita]

Avisaron a la madre que su hijo amenazado de muerte no daba señales de vida desde hacía, al menos, veinticuatro horas. Va la anciana señora a indicarle a la Policía Federal cómo debe hacer las cosas y comprueba por sí misma que la cerradura se encuentra trabada por dentro y que hay que llamar a un cerrajero. Se llama al cerrajero. Llega el cerrajero. Finalmente logra abrir la puerta a las tres de la mañana de ese mismo lunes en que Nisman debe presentarse, por la tarde, en el Congreso. Entra la señora encabezando a las fuerzas del orden y es la primera en ver que su hijo se encuentra tirado en el baño, con un agujero en la cabeza y una pistola debajo de su cuerpo. Puede advertir también que nadie del gobierno remueve nada, toca nada, altera nada, ni borra pruebas, es la madre del muerto, ninguna persona decente puede dudar de su testimonio, quienes la llamaron evidentemente no tenían nada que ocultar, o al menos así quisieron presentarlo.

Señalar este hecho, casi trivial –el regreso anticipado e intempestivo de unas vacaciones– como el meollo del asunto e insistir con que deja a su hija sola en el aeropuerto (una adolescente que debía esperar un par de horas) quizás no sea tan penoso y quizás en verdad aquí se encuentre la clave, para desgracia de quienes quisieron usar este detalle como instrumento de distracción: ¿por qué volvió tan de golpe, tan de improviso que dejó a su hija abandonada en el aeropuerto y no pudo esperar un par de horas a que llegasen por ella? ¿Cómo se despidió, qué vio la adolescente en los ojos de su padre cuando le dijo adiós, o hasta luego, o pórtate bien, le dejó algunas palabras para que recordase con los años?

Completando la pregunta retórica de Cristina Kirchner, cabe que nos preguntemos qué clase de padre abandona a su hija en un aeropuerto para suicidarse a los pocos días, sin dejar, sin deslizar, sin insinuar siquiera una clave en la despedida, esa clase de frases que cobran sentido cuando se incorporan nuevos elementos a una investigación, una pista secreta, un hilo de luz en la oscuridad, quizás es que sencillamente no tenía pensado suicidarse. Cabe preguntarse, entonces, en qué momento de la semana lo decidió; si acaso fue el mismo sábado y tan repentinamente como regresó de las vacaciones, como si se tratase de esos muñecos a batería que caminan y al chocar con un obstáculo retroceden y toman el rumbo opuesto, sin embargo, venía manteniéndose en la misma hipótesis prácticamente durante toda su carrera, tiempo en el que se encontró con muchos obstáculos que no solo no lo hicieron retroceder sino que lo hicieron empecinarse aún más en esa dirección.

Entonces el regreso intempestivo de sus vacaciones no era su patrón habitual de conducta. Descartado que de repente tuvo la loca idea de suicidarse, queda la alternativa del suicidio inducido o el asesinato. Ante estas dos opciones tenemos que evaluar lo siguiente, cuál puede haber sido la amenaza que sufrió, más terrible que la muerte, por parte de un poder implacable del que su escolta de élite no podría mantenerlo a salvo que, literalmente, lo llevó a suicidarse en defensa propia y, por otra parte: ¿en caso de que la sospecha generalizada fuera acertada, sobre que el gobierno argentino está detrás de esta amarga desventura, qué es eso que intentó ocultar pagando el precio político que está pagando ahora como el principal sospechoso, el más alto en su década de poder casi absoluto?

Por un lado: algo peor que la muerte.

Por el otro: algo que valía el precio del escarnio público.

De ser un homicidio, fuera o no fuera culpable el gobierno argentino –mantengamos la elegancia de la duda aunque muchos de sus miembros sepan bien lo que es matar–, está la cuestión fáctica.

Caminando por Santiago en estos días le decía a mi asistente: Watson, esto se parece a ese cuento en el que en medio de una fiesta se apaga la luz y al volverse a encender uno de los invitados yace sin vida en la alfombra, y los demás comienzan a lanzarse acusaciones entre sí y todas esas acusaciones tienen algo para ser consideradas. Poco después un periodista oficialista también advirtió el sesgo literario de este hecho, pero –más refinado que yo– remitió a la traducción de Borges de un cuento de Poe, el del gorila asesino. Solo le faltó observar risueño que no se había reportado ninguna fuga del zoológico.

Los auténticos aficionados al género, sabemos de otro crimen que plantea otro cuento del que, se dice, refiere a un hecho real. El escenario es el siguiente: aparece un cuerpo sin vida en una habitación vacía, la puerta cerrada por dentro y nadie pudo entrar ni salir por la ventana, la traba de la puerta consistía en un pestillo que caía sobre una muesca, el detective piensa y piensa y finalmente comprende cómo lo hicieron, no cómo lo mataron –supongamos de un tiro en la cabeza con una pistola 22 simulando un suicidio– sino en cómo cerraron la puerta. Muy sencillo: colocando un trozo de “hielo seco” de modo que al evaporarse, sin dejar el rastro de agua que dejaría un trozo de hielo común, permitió que cayera la traba y quedara la puerta cerrada.

El asunto que debe resolverse –si se pretende avanzar en la hipótesis del homicidio–, obviamente, está en la puerta del baño. En cómo pudieron volverla a cerrar con el cuerpo sin vida, trabándola por dentro.

Incertidumbres, inquietudes, interrogantes que se acumulan –lo reconoce la misma Cristina Kirchner en la carta abierta que firma y que, para agregarle más color, no parece esta vez escrita por ella–, sin respuestas a la vista pero que acaban dejando, al menos, una certeza: Nisman volvió para encontrarse con su propio destino y hay que reconocer –pese a todas las descalificaciones que fue recibiendo a lo largo de su tarea– que es de caballeros llegar a tiempo a esa cita.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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