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Exclusiones de la reforma educacional

Marco Braghetto
Por : Marco Braghetto Dr. (C) en Estudios Latinoamericanos, U. de Chile
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Este lunes 26 de enero, en la sección de Cartas al Director, el Sr. Hernán Burgos respondió a las opiniones vertidas por los señores Adriano y Javier Castillo anteriormente en El Mostrador. Estos últimos formulan un comentario sensato e ineludible: la reforma educacional en curso, inspirada en gran medida en el modelo finlandés, no necesariamente se ajusta a los requerimientos chilenos si de generar una mayor igualdad de oportunidades se trata, sobre todo considerando lo que nuestra reforma dejaría fuera, es decir, aquellos espacios de acción que no ha considerado.

Este tema viene dando vueltas hace tiempo. Quien firma ya escribió una columna a propósito de la disolución en Chile de la selectividad académica en colegios y liceos con financiamiento público, pero la continuación de la selectividad económica en la amplia gama de instituciones particulares pagadas que seguirían funcionando (colegios, academias, preuniversitarios, etc.). Y sin ir más lejos, los propios señores Castillo mencionan en su texto que en el referente finlandés – a diferencia del caso chileno – los colegios privados no pueden seleccionar y no se desarrollan en un contexto en que la élite se autosegrega en guetos educativos, concentrando las ventajas que hacen la diferencia en cuanto a resultados.

[cita] Por cierto que la pregunta que formula el Sr. Burgos acerca de si se fortalece la educación pública conservando guetos de calidad, como liceos emblemáticos o de excelencia, merece una respuesta negativa. Pero a reglón seguido es preciso agregar que dicha contestación sólo es válida si las transformaciones en curso atienden el sistema educacional justamente como un sistema, y no ya como un asunto de “células” o partes específicas (¿qué son sino los liceos emblemáticos?). Y en ese sentido, observaciones como las de los señores Castillo ya no debieran generarnos estupor; antes bien, podrían invitarnos a meditar sobre lo que nuestra acción transformadora colectiva va dejando fuera, a fin de preguntarnos dónde termina nuestra praxis efectiva y comienza simplemente nuestro deseo o buena voluntad. [/cita]

Aquí aparece probablemente el tema de mayor gravitación en este sentido: la cuestión cultural y nuestra persistente colonialidad. No es éste el lugar para explayarse sobre los alcances históricos que ha tenido –desde la Conquista– la negación del/a otro/a en tanto legítimo/a otro/a en la realidad latinoamericana, pero sí cabe decir que el elitismo permanece porfiadamente incorporado, como una rémora, en las subjetividades que la conforman, y que, en el caso específico de Chile, el proyecto neoliberal de la más reciente dictadura otorgó un acento aún más individualista (o más mercantilista, si se quiere) al elitismo tradicional. No habitamos, por tanto, una época de protagonismo popular tan fuerte y vigorosa como aquella que permitió, por así decirlo, “doblarle la mano a la historia” y formar intelectuales y artistas de fuste en nuestras escuelas y liceos públicos del siglo XX, sino más bien un tiempo en que numerosos apoderados –a pesar de la sacudida de 2011 y estimulados por un entorno global donde la promesa de éxito se paga en cuotas– todavía siguen prefiriendo enviar a sus hijos a establecimientos que los diferencien definitivamente de aquellos que ya no quieren ver (el “flaite”, el “cuma”, “el roto”, etc.). Casualmente, los mismos sectores históricamente despojados del capital económico.

Hasta Alberto Mayol mencionaba hace algunos meses en estas páginas la posibilidad de que su tesis sobre el “derrumbe” del actual modelo económico y social corra dicha suerte y termine por derrumbarse. Lo que aquí podemos advertir al respecto es que al menos la reforma educacional, tal como quedaría, deja abiertas posibilidades no menores de continuar con la inercia cultural excluyente, ya sea en términos territoriales (cuesta imaginar grandes desplazamientos físicos de la mayoría de los estudiantes en el escenario propuesto) o haciendo valer el peso del dinero en colegios y otras instituciones educacionales extracurriculares, para distanciarse del rendimiento promedio que pueda financiar el erario fiscal. Y esto último no es un asunto meramente de cifras, de eficiencia en el gasto o del grado de éxito de la reforma tributaria para correr con las inversiones de la educacional (sin que se niegue su relevancia), sino también – y ante todo – de mentalidades o subjetividades. Lamentablemente, se ha creído por siglos en la segregación social como mecanismo para alcanzar bienestar, y no nos es posible plantear que los pilares del paradigma neoliberal dominante en las últimas décadas hayan entrado aún en crisis terminal (ahí está todavía vigente, por ejemplo, el principio de subsidiariedad del Estado, ¿lo derogaría una nueva Constitución sancionada por el actual Parlamento?).

Por cierto que la pregunta que formula el Sr. Burgos acerca de si se fortalece la educación pública conservando guetos de calidad, como liceos emblemáticos o de excelencia, merece una respuesta negativa. Pero a reglón seguido es preciso agregar que dicha contestación sólo es válida si las transformaciones en curso atienden el sistema educacional justamente como un sistema, y no ya como un asunto de “células” o partes específicas (¿qué son sino los liceos emblemáticos?). Y en ese sentido, observaciones como las de los señores Castillo ya no debieran generarnos estupor; antes bien, podrían invitarnos a meditar sobre lo que nuestra acción transformadora colectiva va dejando fuera, a fin de preguntarnos dónde termina nuestra praxis efectiva y comienza simplemente nuestro deseo o buena voluntad.

Algo más: hace unos días, el abogado Fernando Atria, principal articulador intelectual de la reforma educacional en curso, decía en una entrevista a CNN Chile que haber dado en este momento la discusión sobre las distinciones entre la educación particular pagada y la educación particular subvencionada y municipal “habría sido arriesgar la reforma completa”. Quede aquí dicho simplemente que hay quienes pensamos lo contrario, esto es, que una reforma debería tener desde el comienzo el mérito de abarcar un sistema en su integridad (en este caso, pensando en el contexto neoliberal que nos tocó vivir, y en cómo nos determina y nos construye educacionalmente a todos, más que en tipos específicos de colegios). Tal vez así podríamos dejar de perseverar en una mentalidad que por generaciones de generaciones ha segregado a priori, muchas veces incluso de buena fe.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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