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12:05

José Luis Ugarte
Por : José Luis Ugarte Profesor de Derecho Laboral Universidad Diego Portales
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La solución no es, obviamente, menos política –el infantil chillido de que se vayan todos–, sino todo lo contrario. Se trata de más política, de que vengan todos, que la cocina –lo sentimos por Zaldívar, que le gusta la soledad para sus preparaciones– sea tan grande que todos quepan.


El verano comienza –poco a poco– su retirada. Pero qué duda cabe que nos costará olvidarlo.

“Pesadilla de una tarde de verano en la Alameda” podría titularse –recordando a Diego Rivera– el Chile de estos días.

Y es que un inesperado desaguisado entre empleador y empleado en un solo grupo económico importante –de los varios que existen– ha mandado al traste aquello que con tanto empeño quisimos creer: nuestra ejemplar transición democrática.

Esa ilusión típicamente noventera de que las cosas eran del siguiente modo: Chile había retornado a una democracia con tal calidad que –a diferencia de nuestros sospechosos vecinos– no había aquí espacio ni para la corrupción, ni la colusión empresarial, ni nada parecido, porque nosotros –únicos en el continente– teníamos un calidad institucional que daba envidia.

Nuestros políticos eran republicanos y los ciudadanos podíamos confiar en ellos el ejercicio de la política con la tranquilidad que ningún otro latinoamericano podía gozar: ya teníamos tiempo libre para dedicarnos a gozar de la modernidad económica que años de neoliberalismo nos permitirían disfrutar por los tiempos de los tiempos.

[cita] La solución no es, obviamente, menos política –el infantil chillido de que se vayan todos–, sino todo lo contrario. Se trata de más política, de que vengan todos, que la cocina –lo sentimos por Zaldívar, que le gusta la soledad para sus preparaciones– sea tan grande que todos quepan.[/cita]

Era la época de la mitología inventada por los políticos: los jaguares y los aplicados del barrio.

Y aunque poco quedaba ya de esa mitología, este verano se lo ha llevado todo. Hasta el poncho y la guitarra, como diría Rafael.

El corrimiento del velo de uno solo –insisto: solo uno– de esos grupos económicos que en las décadas pasadas hicieron suyos prácticamente todos los rincones de la vida económica chilena, ha dejado un espectáculo dramático. Detrás del “país inventado” vivía con crudeza fáctica el Chile que habíamos negado: el del impudoroso control y tutelaje que los grandes empresarios ejercen sobre la democracia chilena.

Esa máquina de dar empleo –como ridículamente se le intentaba blanquear– financiaba, sin pudor alguno, al partido político cuya acción política estuvo dirigida –como es obvio– a defender con uñas y dientes el modelo que en su día Pinochet creó para que esos grupos se hicieran con Chile.

Repartían dinero como quien repartía bendiciones y a cambio sus dueños recibían el trato de grandes mecenas: uno de ellos paseaba ni corto ni perezoso como patrón de fundo por La Moneda bromeando con el Jefe del Estado –a quien trataba como “el Chato” a viva voz–.

Ni hablar que para otros de “nuestros representantes políticos” reservaban un trato más indigno: se los ponía en la cola de los que piden favores con distancia y frialdad, no se les contestaban los correos y ellos gemían por la falta de cariño –“me han echado al olvido”, decía uno que pedía “un raspado a la olla”–. Otro, en estos mismos días –cuando ya eran imputados por múltiples delitos tributarios– les expresaba su cariño al borde del “lacayismo”: “Aunque nunca nos hemos visto”.

Como si este cuadro no fuera suficiente, otra empresa –privatizada en plena dictadura a favor del yernísimo– proveía al parecer de fondos con más justicia: desde la derecha hasta la izquierda. Bastó conocer un solo mes de su trastienda financiera para saber que ese grupo económico había recibido boletas “urbi et orbi”.

¿Qué ocurriría con nuestra peculiar democracia si por un momento pudiéramos correr el velo para escudriñar en los nexos entre todos los grandes grupos económicos y los actores políticos que hacen las veces de nuestros representantes?

Mejor no saber ciertas cosas, diría Luca.

Pero este cruel verano no nos dio respiro. Y es que Machalí también existe.

Y en esas tierras el hijísimo aprovechaba sus redes para conseguir que su modesta Pyme obtuviera un crédito soñado del mismo dueño del Banco, que casualmente es el empresario con más poder en Chile. El hijísimo –cuyas competencias nunca quedaron del todo claras– había sido puesto por su madre  a cargo de diversas instituciones y fundaciones públicas, sin que nadie –según hemos visto– se preocupara por su repentina afición por las inversiones inmobiliarias y sus encuentros –casualmente descubiertos– con Don Andrónico.

Déjenos bajar, debe haber dicho a esa altura más de un ciudadano parafraseando a Mafalda.

Y para ser honestos, parece que nada será igual después de este verano.

¿Cómo convencer ahora al ciudadano de a pie que la repartición de la riqueza marina entre siete familias no tuvo que ver con el modus operandi que ahora ya sabemos le permitía a Penta operar como pez en el agua en la política chilena? ¿Cómo despejar la sospecha de que en la “cocina” de la reforma tributaria pesó más la influencia del poder del dinero que el interés de las urnas y los votos? ¿Cómo explicarle a un trabajador normal y corriente –a quien se le prometió una reforma laboral que emparejaría la cancha– que la redacción de la Agenda Laboral presentada –que consolida y perfecciona el Plan Laboral de la dictadura– no fue fruto de ese vergonzoso sometimiento a los intereses empresariales? ¿Cómo no entender que precisamente a esto se refería el senador  Zaldívar cuando decía que en la cocina no cabían todos?

Estas dudas que hoy son parte del sentido común expresan algo obvio: que la idea de representación política en los términos que la democracia chilena la ha entendido desde el fin de la dictadura está seriamente dañada. Esa representación, que alejaba a los ciudadanos de la política, para reservarla a los políticos y los técnicos, supone algo que hoy hace agua: la confianza de que el representante será fiel al interés de los representados.

Y he ahí el problema: esa confianza pública se derrite como hielo a pleno sol de verano.

La solución no es, obviamente, menos política –el infantil chillido de que se vayan todos–, sino todo lo contrario. Se trata de más política, de que vengan todos, que la cocina –lo sentimos por Zaldívar, que le gusta la soledad para sus preparaciones– sea tan grande que todos quepan.

Obviamente las leyes que regulan las relaciones dinero y política, como las que propondrá el Gobierno, no serán suficientes. Eso es una evidente minimización del calado del problema y tendrá un déficit más que obvio: su legitimidad estará afecta al mismo problema de confianza pública que pretenden solucionar. Es la política en sí misma la que está en problemas, no un puñado de políticos aprovechadores.

En ese escenario, pocas dudas caben de que una forma de recuperar esa confianza es una Asamblea Constituyente. Un espacio de legitimidad originaria para volver a fijar las reglas de cómo nos entenderemos políticamente hacia el futuro. De hecho, visto lo visto, a nadie hoy se le ocurriría calificar de fumar opio a esa posibilidad –¿no lo cree, señor Escalona?–.

Miradas así las cosas, quizás no fue un tan mal verano el que acaba de pasar.

Y es que como atinadamente señaló el fiscal Gajardo –parafraseando un viejo dicho campesino–, hasta nuestra tontera tiene un límite: las doce del día.

Y parece que en Chile, por fin, son las 12:05.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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