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Boleta

Javier Agüero
Por : Javier Agüero Filósofo. Universidad París 8
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Así las cosas, la Boleta fundó un Chile, este que conocemos y no otro. Un Chile que al verse en el espejo más brutal se descubrió desnudo, desfigurado y coronado con las guirnaldas obscenas de la corruptela.


Quisiéramos gastar algo de tinta en apuntarle a la Boleta. Así con mayúscula y en cursivas, prestándole carácter y agudizando polémicamente su condición de sustantivo propio.

Escribimos Boleta y no boleta porque la primera es causa fundante de una crisis institucional profunda y expresión ideológica de un tipo de sociedad particular, mientras que la segunda es simplemente la que nos dan en la botillería de la esquina a cambio de un par de cervezas. Escribimos Boleta porque sobre los hombros de esta palabra-sustantivo se edifica y se revela una pacto profundo y perverso, uno que definió y define casi metafísicamente lo que hemos entendido por transición chilena. Nos referimos al fiel matrimonio entre política y dinero.

[cita] Así las cosas, la Boleta fundó un Chile, este que conocemos y no otro. Un Chile que al verse en el espejo más brutal se descubrió desnudo, desfigurado y coronado con las guirnaldas obscenas de la corruptela.[/cita]

La Boleta, en esta línea, viene a erigirse como una suerte de Constitución implícita, la que entrega la partitura, el ritmo y el compás de las relaciones sociales en nuestro país. Es ella la que se revela, cínica y detrás de los flujos democráticos, como la Carta Magna y el dispositivo sociológico sobre el que se levanta este Chile autoglorificado en sus pompas de país  no-corrupto. La Boleta de honorarios, por prestación de servicios, por asesorías o comoquiera que se le llame es, a fin de cuentas, al andamio por donde la sociedad chilena postdictadura elucubró un relato tan gangrenoso como definitivo. Nos referimos al relato de un Chile empresarial y de think tanks que obligó al Estado a externalizarlo todo y que comprendió, por obligación y ambición, que la posibilidad de enriquecimiento de sus integrantes debía considerar radicalmente su condición de entidad débil. El Estado debía ser asesorado; el Estado necesitaba externalizar sus riesgos; el Estado requería a los privados porque así se evitaba la estética fraudulenta. “¿Cómo lo hacemos?: ¡pues contra-Boleta!”, corearon los políticos y los empresarios a todo pulmón.

Después vinieron las campañas con su lógica Corleonesca. Y es dramático, y es una pena, y es escandaloso, pero es cierto que gran parte de lo que entendimos por políticas públicas, leyes, decretos y disposiciones de Estado fueron, en una medida importante, el fruto de la influencia de “Padrinos”-sostenedores que establecieron los bordes de lo político mismo. El dinero rampante y su vital inyección a las campañas no fue una energía puramente útil para el despliegue de una democracia electoralista, fue el vector y el factótum que dirigió por años lo que entendimos por gubernamentalidad. El mecanismo: Boleta para las carreras electorales. Así las cosas, la Boleta fundó un Chile, este que conocemos y no otro. Un Chile que al verse en el espejo más brutal se descubrió desnudo, desfigurado y coronado con las guirnaldas obscenas de la corruptela.

Del latín bulla, la palabra significa originalmente “sello”. En esta perspectiva, la palabra “sello” podría tener dos dimensiones. Primero, el sello es lo distintivo, lo que diferencia y lo que tiende a singularizar a algo por sobre el resto. El sello de la transición chilena estuvo determinantemente marcado por la emisión de Boletas que escondían tras su formato concreto, impreso o electrónico, consideraciones político-ideológicas –y hasta cierto punto filosóficas– contundentes. Insistimos en que el sello tácito en nuestro país fue el del empalme entre empresa y oficina de gobierno, entre gerencias y pisos del Congreso, entre ricachones y los agentes públicos.

Pero también, y en segundo lugar, “sello” proviene de “sellar” algo, de clausurarlo, de ponerle fin. En esta línea la larga historia de las Boletas transicionales –25 años– y su derrumbe público como dispositivo activo de la política chilena, podría venir a “sellar” la transición misma (siendo optimistas). Si, al menos por inercia, la Boleta como reflejo del sobajeo sistemático y sistémico entre dinero y política tiende a superarse, entonces le deberíamos a su caída el fin de una transición que debería sepultar la bestial influencia del capital en los asuntos de la polis. La transición a la democracia en esta línea es tanto un asunto de relevos, es decir, pasar el poder de militares a civiles, como la posibilidad real de acabar con ese cuartucho promiscuo en donde los billetes y las conciencias de los políticos gestaron nuestro boletero imbunche transicional. De esta manera podríamos dejar atrás una de las peores herencias de la lógica de la transición y darle un barniz de dignidad a un país que gargareó por años la retórica de la probidad.

“Cuando la política se vuelve autorreflexiva significa que se volvió posmoderna”, dice el brillante filósofo italiano Gianni Vattimo. Si por posmodernidad, en este caso, se entiende que el pacto fundante de la sociedad chilena postdictadura quedó atrás o, al menos, que tiende a ser superado, entonces la posmodernidad como tal debiera entrar por las grandes Alamedas de nuestro país anunciando la buena nueva.

La buena nueva, por supuesto, es la Asamblea Constituyente para una nueva Constitución.

Entonces Chile ganaría por boleta.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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