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La oportunidad de la “Política Neoliberal Docente”

Iván Salinas
Por : Iván Salinas Ph.D. Enseñanza y Educación de Profesores. Investigador en Educación en Ciencias. Fundación Nodo XXI.
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Chile discute así una propuesta de ley que crearía acaso la profesión menos profesional de las existentes, poblada de certificaciones externas, de control y condicionantes externos al ejercicio que tecnificarán a los docentes y los empujarán a «parecer» profesionales más que a preocuparse profesionalmente de la tarea de enseñar a los hijos e hijas de Chile.


El Proyecto de Ley asociado a la Política Nacional Docente recientemente ingresado al Congreso concita el apoyo de sectores progresistas de las oligarquías académicas y profesionales y los sectores conservadores privilegiados desde el siglo XIX. Tal consenso se tensiona con los sectores emergentes de docentes. Sin embargo, también ilustra los nudos intelectuales que los nuevos luchadores sociales deberán desenredar antes de caer presos de la retórica instrumental con que se busca establecer nuevas condiciones para los educadores de nuestros hijos e hijas.

La Política Nacional Docente que propone el Gobierno se basa en conceptos propios del neoliberalismo criollo: control externo gerencial, compensaciones a la credencialización, incentivos a la productividad (entendida como puntajes), autonomía e información para orientar la competencia de mercado, e individualización de la responsabilidad docente.

En la práctica, ello se traduce en un proyecto de ley que: a) no se hace cargo de la formación inicial docente, sino que establece controles externos a su desempeño y requisitos de ingreso a las carreras –que ahora serán exclusivamente universitarias–; b) estimula múltiples certificaciones externas y desprofesionalizantes para que los docentes ingresen y avancen en la carrera docente y sus salarios asociados; c) estimula una competencia entre docentes al proponer ranquearlos en su desempeño en instrumentos de medición (pruebas de conocimiento y portafolios) y no tocar otros elementos del salario que funcionan con la misma lógica de competencia (como la asignación SNED, fundamentada principalmente en puntajes Simce).

A ello hay que agregar que las monedas de cambio para darle legitimidad social a este proyecto son: un diálogo artificial sostenido durante enero sobre la Política Nacional Docente; un largamente demandado aumento de los salarios; y una reducción mínima de las horas no lectivas que los docentes podrán tener para descomprimir su carga extra horaria de trabajo impago. El proyecto de ley sostiene y promueve una concepción del profesorado como un trabajador tecnificado, y que debe estar preocupado de “producir” las cifras, los desempeños medibles, que darán cuenta de su sueldo futuro, contradiciendo la idea de que la vocación es lo relevante. La Política Nacional Docente aprovecha la retórica de “los docentes son lo más importante” para imponer controles externos sobre su actividad profesional y así definir escalas de “precio” para el trabajo docente.

[cita] Chile discute así una propuesta de ley que crearía acaso la profesión menos profesional de las existentes, poblada de certificaciones externas, de control y condicionantes externos al ejercicio que tecnificarán a los docentes y los empujarán a «parecer» profesionales más que a preocuparse profesionalmente de la tarea de enseñar a los hijos e hijas de Chile.[/cita]

Pero ¿quiénes son estas personas tan importantes, los docentes? Hoy hay más de 200 mil docentes en Chile. Como en la mayoría de América Latina, está ampliamente descrito que los estudiantes de pedagogía y los docentes son en su mayoría mujeres que vienen de sectores populares, históricamente excluidos del acceso a la educación superior u ocupaciones social y económicamente protegidas. De allí que quizá debamos hablar de las profesoras y maestras de Chile.

La matrícula en educación superior, y en particular en docentes, tuvo un explosivo crecimiento –deuda mediante– desde la década de los dos mil. En las últimas dos décadas, la educación superior en el Chile se transformó en un sistema de educación de masas. Por ejemplo, la matrícula de estudiantes en programas de educación básica creció desde 11.582 en 2003 a 23.024 en 2008, siendo al menos un 90% estudiantes de primera generación familiar en educación superior. También sabemos que las docentes están subcompensadas en sus salarios, que la mitad tiene a su cargo doméstico a menores de 12 años, y que sus condiciones de trabajo contradicen su vocación por enseñar, dadas la falta de tiempo y precariedad contractual, así como la cantidad de estudiantes por sala, presiones e incentivos como el Simce, Evaluación Docente, etc.

La generación de docentes jóvenes hoy son mayoritariamente mujeres de sectores populares, con una gran vocación por la docencia y preocupación personal por sus estudiantes, pero agobiadas y con conflictivas formas de relacionar su trabajo y su vida personal. Estudiar pedagogía es una clara opción de los sectores populares por acceder a niveles de prestigio mayor, pero es económica y socialmente costosa. Aun así –más allá de las docentes, quienes coinciden con el perfil de haber estudiado una carrera superior, viniendo de sectores populares y siendo primera generación en su familia en hacerlo–, son un actor social nuevo en Chile.

La emergencia de este actor nuevo parece tener profundas consecuencias sobre la vida social y sobre los sistemas de privilegios a los cuales se accedía con tener educación superior antes de la era de educación superior de masas. Por ello, sectores que sostienen posiciones tradicionales de prestigio intelectual, profesionales liberales tradicionales, verían hoy amenazados tales espacios de privilegio con la emergencia de este actor social nuevo, con quienes no comparten biografías sociales, pero que gozan cada vez más de retornos económicos similares.

De allí que, en torno a la carrera docente, haya progresistas que arrastren consigo las consignas de la “calidad”, abogando por una Política Nacional Docente profundamente reaccionaria, enfocada en controles a las docentes que harían menos amenazantes los orígenes populares de éstas: aumento de puntajes de ingreso o salvaguardas para el ascenso en las escalas de sueldo y reconocimiento profesional. En cierta medida, asumen que «los rotos pueden educarse,” pero no pueden tener el prestigio ni la libertad profesional de la oligarquías académicas e intelectuales representadas tradicionalmente por las profesiones liberales.

Por otro lado, los sectores conservadores tradicionales están preocupados de mantener sus sistemas de valores y evitar la influencia del «Estado» en estos. De allí que, en el impulso de la educación superior de las últimas décadas, su gran proyecto se haya volcado a formar instituciones de formación superior socialmente homogéneas, para ellos. Los conservadores aceptan que existan masas educadas, pero asumen que –aunque sean profesionales–- están para servirles a ellos y sus intereses. Estos sectores no han perdido sus privilegios, aun cuando se ven enfrentados al avance de cuestionamientos a estos, muchas veces disputados en el mundo de la educación. Para los sectores conservadores, la profesión docente, mayoritariamente femenina, requiere todos los controles del trabajo doméstico: su desarrollo en un «mundo privado», como forma de crianza –a cargo de las mujeres–, y la separación social y política de quienes “crían” a sus hijos respecto al resto de la sociedad.

De allí que consideren que la carrera docente deba ser solo para el ámbito público (aunque estén dispuestos a expandirla al subvencionado), que sea basada en controles de «liderazgo» (es decir, mayores atribuciones autoritarias a los directores y sostenedores), que exista información para clasificar a los docentes, imponiendo sueldos sobre la base de evaluaciones externas a docentes y estudiantes, y que las escuelas sean espacios de extensión de la crianza, de “sus” valores –y, por tanto, de control curricular (por ejemplo, Simce y medidas de valor agregado). En cierta medida, defienden que se hagan reformas en las escuelas “de otros”, pero que las reformas no toquen ni las escuelas ni las universidades de sus hijos, de la “gente como ellos”.

La Política Nacional Docente muestra cómo ambos sectores sociales, las oligarquías académicas y los conservadores tradicionales, se unen, como pegoteados por una práctica política y discursiva: la entente neoliberal. El proyecto del Gobierno contempla todo ese neoliberalismo: controles elitistas al ingreso formativo, controles a la formación docente, controles al ingreso de la carrera profesional, certificaciones constantes, castigos y condiciones de remuneración y de avance dependientes del desempeño «performativo». Chile discute, así, una propuesta de ley que crearía acaso la profesión menos profesional de las existentes, poblada de certificaciones externas, de control y condicionantes externos al ejercicio que tecnificarán a los docentes y los empujarán a «parecer» profesionales más que a preocuparse profesionalmente de la tarea de enseñar a los hijos e hijas de Chile.

A la entente neoliberal no le interesa la calidad educativa. Le interesa que las personas respondan y decidan mercantilmente con información –que da lo mismo si es mala o buena–, que estimule esa racionalidad instrumental de mercado. La entente neoliberal no busca el desarrollo de la sociedad con la educación o la socialización del conocimiento. Busca generar mecanismos de apropiación del conocimiento, formas de exclusividad por los cuales se pueda cobrar y segregar. De allí que defiendan las certificaciones externas a los docentes como trabas de acceso a mejores salarios, pero también que defiendan que las reformas no toquen –pero financien– sus espacios privados y privatizados. La entente neoliberal seduce con su retórica a ratos progresista y a ratos conservadora. Confunde cuestiones como el aumento de los salarios docentes con las modificaciones a su estructura de asignación: salarios en competencia basada en puntajes de la evaluación docente, o Simce, salarios en subsidiariedad, basada en puntajes en fichas de protección social de los estudiantes.

El impulso que han dado las manifestaciones sociales del 2011 ha sido aprovechado por la entente neoliberal, facilitando la expresión fáctica de dos sectores intelectuales que buscan justificar el control sobre la docencia y lo que ocurre en las escuelas, ya sea para recuperar algo del perdido prestigio de las oligarquías académicas tradicionales o para mantener los privilegios de la oligarquía social dominante. Esos sectores son los que hoy proponen y defenderán la Política Nacional Docente de Bachelet. Son quienes conciben esto como una Política Neoliberal Docente.

Los sectores sociales emergentes, los que se expresaron en las calles los años 2005, 2006 y 2011, se enfrentan a un gran desafío al estar políticamente desarticulados. En la crítica de proyectos como el de Política Nacional Docente pueden tenderse puentes hacia la búsqueda de unidad y realización de autonomía que exprese una visión nueva que enfrente al neoliberalismo criollo de hoy y visualice una salida que lo supere. Si bien este espacio de crítica se configura hoy en la disputa fundamental por lo que ocurra en las escuelas y con quienes trabajan en ellas, es importante que allí puedan confluir las visiones que regeneren un sentido de lo público que se proyecte políticamente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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