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Corruptores, catarsis e institucionalidad

Jaime Vieyra-Poseck
Por : Jaime Vieyra-Poseck Antropólogo social y periodista científico
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El pacto político que piden los que están siendo arrastrados por el tsunami de corrupción en un intento de blanquearla y cesar, según ellos, la “peor crisis institucional de la democracia postdictadura”, sería poner la lápida en la tumba de la democracia, y abrir el país al peor populismo, de izquierda o de derecha. Pero ¿se puede afirmar que estos casos de corrupción sean la causa de una “crisis institucional”? o ¿no son más bien la punta del iceberg, y la “crisis institucional” ha sido permanente por la institucionalidad pinochetista, consagrada en su Constitución de 1980, vigente aún después de 25 años de postdictadura?  


La catarsis era en la Grecia clásica un estado de purificación espiritual con una enseñanza vital. Esta condición se producía presenciando una obra de teatro trágica; en ella se escenificaban los horrores que sufrían  los mortales por creerse dioses. La enseñanza catártica consistía en no padecer la desmesura de los orgullosos para no padecer sus horrores.

En los 25 años de postdictadura, los herederos del dictador Augusto Pinochet han dominado todas las esferas del poder con una arrogancia tan endiosada como turbadora. La génesis de este poder estuvo en las privatizaciones de las empresas estatales, rematadas para el selecto séquito pinochetista en una acción de auténtico saqueo. Fue el inicio del ultraneoliberalismo made in Chile; primer país que lo implementó. Si hay una característica notable en el tsunami de corrupción que ha inundado el país los últimos meses, es que los corruptores son grandes empresarios herederos del pinochetismo: los conglomerados económicos privados más poderosos de Chile. Los cargos, en el caso Penta, son por cohecho, lavado de dinero y soborno; en el caso SQM, por financiación ilegal a campañas políticas; y en los dos casos, por ser maquinarias de evasión tributaria.

[cita] El pacto político que piden los que están siendo arrastrados por el tsunami de corrupción en un intento de blanquearla y cesar, según ellos, la “peor crisis institucional de la democracia postdictadura”, sería poner la lápida en la tumba de la democracia, y abrir el país al peor populismo, de izquierda o de derecha. Pero ¿se puede afirmar que estos casos de corrupción sean la causa de una “crisis institucional”? o ¿no son más bien la punta del iceberg, y la “crisis institucional” ha sido permanente por la institucionalidad pinochetista, consagrada en su Constitución de 1980, vigente aún después de 25 años de postdictadura?[/cita]

El juicio por corruptores –si hay corrupto, obvio, hay corruptores– a miembros importantes de esta (ex) intocable élite, ha sido para la ciudadanía tan insólito como inquietante, originando una genuina catarsis colectiva: es el omnipresente y temerario poder fáctico que está en el banquillo de los acusados, el selecto clan que ha cogobernado, en las sombras del poder formal y con un torrente perenne de dólares, durante los 25 años de postdictadura. El periódico británico The Guardian los  clasificó como los “Padrinos de la derecha chilena, hijos de Pinochet”.

¿Alguien hasta hace poco podía imaginarse que los omnipresenteshijos de Pinochet” estarían siendo televisados cuando ingresan a una prisión estándar como cualquier vecino? Los ojos de la ciudadanía, que han seguido los juicios en directo por la TV, no han pestañeado ni una sola vez: una catarsis general ha recorrido Chile.

Que sea el Poder Judicial el que esté sacando la cara por las instituciones de la democracia, es un fracaso del mundo político: se ha judicializado la política y se ha politizado el Poder Judicial. El descrédito del Parlamento, con varios honorables involucrados en campañas políticas ilegales, pagadas por los “Padrinos de la derecha chilena”, alcanza cifras de vértigo: 77 por ciento de desaprobación. Desde el otro poder, el Ejecutivo, Michelle Bachelet, enfatiza: “La ley es pareja para todos, sea quien sea y caiga quien caiga”. Y esto lo declara con su hijo y su nuera investigados por un supuesto tráfico de influencia e información privilegiada en un negocio de especulación inmobiliaria, el devastador Nueragate que ha dado un golpe, ¿mortal?, a la Presidenta. Esta declaración es, para sus partidarios, de una valentía estremecedora en su intento por restablecer la probidad pública y privada, y, para sus detractores, un suicidio político por la pregunta que surge de inmediato: ¿ahogará este tsunami de corrupción a la Presidenta y su administración?

El pacto político que piden los que están siendo arrastrados por el tsunami de corrupción en un intento de blanquearla y cesar, según ellos, la “peor crisis institucional de la democracia postdictadura”, sería poner la lápida en la tumba de la democracia, y abrir el país al peor populismo, de izquierda o de derecha. Pero ¿se puede afirmar que estos casos de corrupción sean la causa de una “crisis institucional”? o ¿no son más bien la punta del iceberg, y la “crisis institucional” ha sido permanente por la institucionalidad pinochetista, consagrada en su Constitución de 1980, vigente aún después de 25 años de postdictadura?

En efecto, el descrédito de las instituciones de la democracia y de la política, con la pérdida de la confianza ciudadana, se fundamenta en la desigualdad social obscena producida por la perpetuación del statu quo institucional que heredamos de la dictadura. Un sistema ultraneoliberal, santificado en la Constitución de 1980, donde, en rigor, no existen ciudadanos con derechos sino sólo ciudadanos consumidores; y donde derechos básicos como la educación, la salud y las pensiones son tratados como bienes de consumo y no como derechos garantizados.

Este inmovilismo político crónico que produce la institucionalidad de la dictadura terminó con la ciudadanía percibiendo la democracia como un sistema que defiende sólo los intereses corporativos de la élite político-empresarial (el 1,11% que se lleva el 57,7% del ingreso total del país; una acumulación del capital sin precedentes) y no los intereses de toda la ciudadanía (el 98,8% que recibe sólo el 42,3% del ingreso total del país; una desigualdad en el ingreso insostenible) (*).  La esencia de la institucionalidad pinochetista es vetar reformas estructurales que garanticen la repartición equitativa de la riqueza y del poder, bloqueando cualquier cambio institucional. La crisis política de credibilidad y legitimidad será sistémica mientras la institucionalidad esté radicada en la Constitución antidemocrática de la dictadura; el zapato chino de la democracia postdictadura.

La larguísima transición a la democracia en Chile, inédita por ser operada bajo la institucionalidad del ancien régime dictatorial, ha sido una operación de ingeniería política de alta precisión, esquizofrénica para muchos, y que sólo ha sido operacional por un pragmatismo político llevado a su máxima expresión por los demócratas. Esta cuadratura imposible del círculo llegará a su fin cuando se diseñe y se apruebe, por la ciudadanía, una nueva Constitución democrática.

Así, pues, los casos de corrupción sólo coronan el hastío de la ciudadanía, acaban con su paciencia e instalan el descrédito generalizado de todo el sistema. No obstante el triunfo histórico de Michelle Bachelet, cuyo capital político irradió a las dos Cámaras logrando, por primera vez en 25 años de postdictadura, la mayoría, imprescindible para hacer las reformas estructurales de su administración: reforma tributaria para financiar una educación gratuita y de calidad, reforma laboral y una nueva Constitución.

El reciente anuncio presidencial de implementar una cascada de leyes para proteger la probidad pública y privada, se transforma en una reforma estructural tan necesaria como las demás, y apunta a institucionalizar la necesaria transparencia en la relación entre estas dos esferas. El otro anuncio, la puesta en marcha de un proceso constituyente que finalice en el diseño ciudadano de una nueva Constitución, abre el país a su plena democratización, y cierra el inacabado proceso de transición a la democracia, poniendo fin a la institucionalidad pinochetista salida de la barbarie y el latrocinio. Del éxito de estas reformas depende si se entra a un ciclo político institucional de credibilidad y legitimidad sancionada democráticamente por la ciudadanía o en una crisis institucional terminal sin retorno, de consecuencias tan inéditas como deplorables, si fracasan.

Chile es un país de gente resiliente. Y la crisis política institucional que culmina en la corrupción, ha otorgado a la ciudadanía el privilegio de ostentar el beneficio de una catarsis colectiva purificadora: los corruptores y corrompidos están siendo sancionados por la Justicia; el delito: la arrogancia de haberse creído que, por ser dueños del Dios Dinero, eran dioses con pasaporte al paraíso de los intocables, que estaban por sobre los mortales y sus leyes. Esta catarsis purificadora chilensis nos ha otorgado esta enseñanza única e imperecedera.

 

(*)  Ramón López, Eugenio Figueroa y Pablo Gutiérrez, La parte del león: Nuevas estimaciones de la participación de los súper ricos en el ingreso de Chile. Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile, 2013.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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