Publicidad

Lucha por la educación y por la nueva Constitución

Víctor Orellana y Camila Rojas
Por : Víctor Orellana y Camila Rojas Víctor Orellana - Camila Rojas. Izquierda Autónoma
Ver Más


En 2016 celebramos 10 años de la revolución pingüina. Aquel movimiento tuvo el mérito de unir el reclamo por la educación, que concentra el sueño de millones de chilenos a una vida mejor, con una crítica de fondo al régimen político. El “No a la LOCE” nos enseñó que, para cambiar la educación, hay que cambiar la Constitución.

Antes de 2006 los intentos de cambio del modelo –desde “dentro” y desde “fuera”– habían fracasado por igual. La novedad fue la irrupción de una amplia fuerza social, que recordó a la política que la sociedad seguía existiendo. El nuevo Chile que creció en el seno del mercado, y que era apuntado como “juventud apática”, tomaba en sus manos la política. De entonces fue posible pensar en nuevas fuerzas políticas de cambio, que expresaran vitalmente a esa sociedad.

Tras 2006 vino 2011, demostrando la raíz estructural del problema. La vieja política respondió reponiendo la división de lo social y lo político. Para las reivindicaciones sociales, se recetaron cambios tecnocráticos a la enseñanza en nombre de la calidad, que implicaban más recursos públicos a privados (más bonos, vouchers o créditos), y las reivindicaciones políticas simplemente se ignoraron. Irónicamente la derogación de la LOCE terminó haciendo más fuerte a la Constitución de 1980. Hubo más lucro y menos educación pública.

Ante el 2011 la receta fue distinta en discurso, pero similar en los hechos. El aumento de recursos públicos a privados no sería en nombre de la calidad sino –paradójicamente, según Eyzaguirre– de la “desmercantilización”. Se profundiza el carácter subsidiario del Estado, aumentando vouchers y controles al mercado educativo, sin reconstruir sustancialmente la educación pública. En contrapartida, se levantó un proceso constituyente de baja intensidad, sin contenidos claros y sin dar la soberanía al soberano.

La separación entre reformas y cambio constitucional terminó estancando ambas cuestiones, pues impidió que la energía de la sociedad, en su malestar con el mercado, se expresara como fuerza política refundacional. La élite intenta torcer así la mano del 2006 y 2011. Invita luego a incidir en reformas de ajuste y en un proceso constitucional prefigurado cuando se trata ya de cuestiones totalmente disociadas, cada una de la otra, y ambas de la sociedad. Es tal separación el retroceso de las fuerzas de cambio. Esta autocrítica es necesaria e insoslayable.

Si la demanda de la sociedad es superar los abusos del mercado, el cambio político y social que cabe es reemplazar el mercado por derechos sociales, ampliando lo público. Es decir, acabar con el principio subsidiario del Estado, que consagra el mercado de los derechos, y ampliar los servicios públicos democráticamente construidos y administrados.

En el caso educativo, reconstruir y ampliar (en positivo) la educación pública y gratuita como prioridad, por sobre el control (negativo y prohibicionista) del mercado. Imponer el derecho a la educación y su carácter público en la nueva Constitución. Una expansión real de la democracia como contracara de una constricción del mercado. Constitucionalizar la salida del neoliberalismo.

Es hora de recuperar iniciativa y unidad. La lucha educacional sigue ahí, en un esfuerzo loable. Pero también hay otras manifestaciones sociales. Urge conducir tales luchas, como horizonte de sentido, a bregar por un cambio constitucional. Si no, quedarán como suma de intereses corporativos fragmentados. No es posible, para las fuerzas de cambio, alterar el balance del proceso constituyente si no se articulan y conducen las luchas sociales realmente existentes en una dirección de cambio constitucional, corolario de la conquista de sus demandas. Se trata, como en 2006, de politizar lo social y socializar lo político.

Esto no ocurrirá de la noche a la mañana. La constitucionalización de la lucha social es un proceso y no un “todo o nada”. Pero si se unifica presión social y política, se pueden obtener avances más relevantes que lo que hasta hoy hemos visto en la regulación de mercado, imponiendo algunos puntos en una reforma educacional hoy empantanada. Fundamentalmente, es posible una reconstrucción más vigorosa de la educación superior pública, que concentre el esfuerzo del país en lugar de pagar la cuenta del mercado. Hay que reponer la idea de una educación superior masiva y pública, como horizonte, aquella cuyo proyecto desarticuló violentamente la dictadura, e invisibilizó la transición.

El movimiento social por la educación debe asumir que su radicalidad –ir a la raíz del problema– no está en lo drástico con que se regula al mercado educativo (Estado subsidiario), sino en su capacidad de imponer que tal mercado sea reemplazado por la reconstrucción y ampliación de la educación pública (Estado garante), cuya definición está dada más por su carácter democrático y abierto a la ciudadanía que por su sola condición estatal.

Así el movimiento asume una direccionalidad constituyente, como en 2006, pues altera el sentido de la Constitución de 1980 –el carácter subsidiario del Estado–, y paso a paso hace retroceder al mercado. Aunque sus conquistas no tengan de forma inmediata un rango constitucional, acumula fuerza en tal sentido, y proyecta su maduración política, haciéndose parte de la discusión de la totalidad del país y rebasando el interés corporativo.

Se conforma como una fuerza social madura, como un motor democrático de la sociedad que no solo exige “gratuidad” o becas, sino que construye en los hechos la nueva educación. Una fuerza social y cultural que se activa y moviliza también solidariamente por otras causas y movimientos, en tanto no es corporativa, y así estimula el desarrollo de un amplio movimiento popular por los derechos sociales universales, con la densidad histórica que este desafío requiere. Sin tal movimiento, todavía por construir, no hay nueva Constitución posible.

Las fuerzas de cambio deben entender que su proyección como actores políticos relevantes no está en una suerte de canje electoral del malestar contra la vieja política, sino en su capacidad de imponer transformaciones. Es decir, en desarrollarse juntas con el movimiento social en su maduración y politización, sin reducirlo a una base electoral de descontento inorgánico.

Si son tentadas al electoralismo, si el desarrollo y maduración del movimiento social deja de ser prioritario para ellas, las fuerzas de cambio descubrirán, una vez en las instituciones, que el Estado no es fuente mágica de poder sino expresión de poderes sociales. Así, su desarrollo político no se cuenta solo en votos ni encuestas. Se juega en cuánto alteren hoy, a fin de cuentas, la vida cotidiana de los chilenos. Y la incorporación de los chilenos a la política se juega en cuánto pueda esta alterar su vida cotidiana. Esta transformación supone un intrincado proceso de lucha social y política, en una combinación de movilización social y participación institucional, sin descuidar ninguna de las dos.

En lo inmediato, se trata de incidir en las reformas desde las luchas sociales, proyectándolas políticamente –incluida la lucha electoral cuando corresponda– hacia una transformación constituyente, que no será inmediata.

A 10 años de la revolución pingüina, y del surgimiento del nuevo movimiento popular chileno, quienes hemos sido parte de sus luchas sociales y de sus intentos de refundación política, tenemos la responsabilidad de transformar el “No a la LOCE” en una propuesta afirmativa: en la reconstrucción de los derechos sociales y del espacio público como ampliación democrática. Es de tal proceso, en la medida que avance en transformaciones reales, que se construirá en caliente una nueva y plural fuerza política democrática, en el seno del movimiento popular del siglo XXI.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias