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Corrupción en Chile: elementos para su análisis

Gustavo González Lorca
Por : Gustavo González Lorca Economista y Magíster en Economía PUC. Columnista de Redseca.cl
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«Si bien la administración pública en Chile es fuertemente centralizada y jerarquizada, lo cual daría a pensar que el grado de delegación de poderes en niveles inferiores es reducido, la capacidad de monitoreo por parte de los niveles altos también se ve limitada por esta centralización de funciones».


(*) Durante la última década el país se ha tenido que ver enfrentado crecientemente al fenómeno de la corrupción. Desde el surgimiento del caso MOP-GATE durante el gobierno de Ricardo Lagos, sucesivos escándalos con el mismo grado de resonancia mediática han puesto en tela de juicio la idea de tradición de probidad pública que el país se jactaba de tener y que supuestamente lo diferenciaba de sus pares latinoamericanos. El grado de involucramiento ha sido transversal a los distintos sectores políticos, lo cual ha contribuido fuertemente al ya alto grado de desafección de la ciudadanía con la clase política.

Es importante notar que la corrupción no es algo nuevo en el país. La corrupción fue una de las causas más importantes de la caída de los gobiernos radicales en los 50s y del ascenso de la popularidad del ex-dictador Carlos Ibáñez del Campo, el cual a la postre saldría electo Presidente bajo el lema “a barrer con la corrupción”. Asimismo, es sabido que durante el período de la Dictadura de Augusto Pinochet muchas empresas públicas fueron privatizadas en grises procesos de remate, a la esposa del General se le fue otorgada la presidencia de una fundación pública a perpetuidad, su hijo hizo negocios con empresas del Ejército, y el mismo dictador desvió fondos públicos para aumentar su patrimonio en cuentas en el extranjero.

¿Por qué la corrupción nuevamente es un problema en Chile? ¿Qué determina su aparición y los modos en que se expresa? ¿Por qué se dice que Chile tiene tradición de probidad pública? Estas son algunas de las preguntas que este texto buscará responder mediante el análisis de los incentivos que los distintos agentes en juego enfrentan bajo diferentes marcos institucionales.

En primer lugar, la corrupción podemos definirla como el acto de aprovecharse del poder que se deriva de la posesión de un cargo público para obtener beneficios personales de forma irregular. Dada esta definición, es posible nombrar tres factores que facilitarían su aparición: (i) el funcionario público en cuestión tiene autoridad suficiente como para administrar regulaciones o políticas de forma discrecional; (ii) dicho poder discrecional le permite extraer rentas existentes o crear rentas que puedan ser extraídas y; (iii)  los incentivos incorporados en el marco institucional existente están dispuestos de un modo tal que el funcionario público ve conveniente explotar su poder discrecional para extraer o crear rentas.  (Aidt, 2003)

Con estos condicionantes como base, la literatura en Economía se ha centrado en tres grandes enfoques para abordar el tema. La primera es aquella que ve a la corrupción como un mecanismo beneficioso para la sociedad ya que aumentaría la eficiencia de la economía. En este sentido, la corrupción buscaría resolver por medios no-institucionales fallas introducidas por los gobiernos en el funcionamiento de los mercados, logrando un estado de segundo mejor en términos de eficiencia (el primer mejor sería la ausencia de fallas gubernamentales y de corrupción). Un ejemplo paradigmático de esta corrupción eficiente sería la venta de bienes sujetos a controles de precios por parte de funcionarios públicos a precios por sobre el oficial.

La segunda es aquella que entiende a la corrupción como fruto de un problema de mandante-agente. En este caso el mandante podría ser el pueblo y el agente la clase política-burocracia de turno. La incapacidad de monitorear perfectamente el comportamiento de la gente que ostenta los cargos públicos por parte de la población, causa que aumente la posibilidad de que los primeros antepongan su interés personal al interés del mandante. El grado de imperfección en el monitoreo dependerá crucialmente del diseño del marco institucional que rige a todos los agentes en juego, el cual se asume es fruto de un análisis costo-beneficio por parte del mandante. Otra forma de entender esta relación es asumiendo que los altos cargos de la administración pública son los mandantes (que pueden asumirse como benevolentes o que actúan en directo interés del pueblo), mientras que los cargos medios y bajos son los agentes no-benevolentes (o que privilegian su interés personal por sobre el general). Esta distinción se fundamenta en la supuesta mayor capacidad de monitoreo sobre los altos cargos que sobre los medios y bajos. De este modo se intenta explicar que habitualmente la corrupción campea más en los niveles intermedios y locales que en los altos.

Por último, existe la perspectiva que entiende a la corrupción como una actividad que se auto-refuerza debido a la complementariedad estratégica en su formación. Vale decir, mientras más corrupción haya, mayor es el nivel de tolerancia social y mayor es la facilidad para caer en esta práctica sin costo. Esta perspectiva pone el acento en las condicionantes históricas que hacen que los estándares morales respecto a la corrupción sean distintos de país a país.

Con estos elementos teóricos podemos esbozar hipótesis acerca del aumento en la incidencia y el conocimiento público de la corrupción en Chile. Primero que nada, es difícil saber con certeza en qué medida la corrupción ha variado en el país en el tiempo. La razón esencial es que no se poseen datos confiables sobre el número de actos de corrupción que se cometen cada año, ya que la corrupción es en esencia una actividad que se busca mantener oculta. Los eventos que se contabilizan son sólo los que logran tener un conocimiento público. En este sentido, es razonable cuestionarse si es que el aumento en el número de casos con impacto mediático no es sólo la expresión de una prensa más inquisitiva con el poder tras la consolidación de la democracia, y que ha contado con un mayor acceso a tecnologías de difusión de información de bajo costo, tales como internet y las redes sociales. Si esto fuese así, el número de actos de corrupción real en Chile podría no haber variado en lo absoluto (incluso podría haberse reducido producto de esta actitud más atenta de parte de la ciudadanía).

No obstante, sin perjuicio del efecto que pueda haber tenido una prensa más activa, es también sensato pensar que la corrupción real en Chile sí ha aumentado. Bajo esta premisa, es difícil encajar la situación chilena en el marco analítico que ve a la corrupción como una actividad eficiente. Nuestro país, en general, posee regulaciones económicas que no imponen distorsiones sustantivas a los mercados como para que la corrupción genere una ganancia en eficiencia suficiente como para justificarla. Más aún si consideramos que la existencia de corrupción habitualmente implica el desvío de recursos desde otros usos más rentables socialmente en el sector privado para poder obtener el favor del funcionario público.

En cambio, el enfoque mandante-agente parece ser un enfoque más realista de lo que ocurre en el país. Si bien la administración pública en Chile es fuertemente centralizada y jerarquizada, lo cual daría a pensar que el grado de delegación de poderes en niveles inferiores es reducido, la capacidad de monitoreo por parte de los niveles altos también se ve limitada por esta centralización de funciones. Esto se compone con el hecho de que la ciudadanía posee pocas facultades de fiscalización propias al nivel local, lo que facilitaría que la corrupción surja en los niveles inferiores de gobierno, tales como municipalidades e instituciones regionales.

En los niveles más altos del gobierno la Contraloría juega un rol fundamental a la hora de preservar la probidad pública. Su autonomía, establecida por ley, del gobierno de turno, garantiza que un gran número de operaciones públicas están bajo el constante ojo avizor de esta institución, lo cual supone un sano contrapeso a las posibles tentaciones de aprovechamiento personal por parte de altos funcionarios del Estado. Sin embargo, existen áreas grises donde la Contraloría no posee facultades fiscalizadoras y donde la corrupción tiene un margen para surgir en formas menos evidentes. Una de ellas es el financiamiento de la política. La regulación del financiamiento de la política se establece por ley, pero sus diseñadores son los mismos que en el futuro serán regulados. En este sentido, se generan incentivos perversos a diseñar marcos regulatorios que faciliten el flujo de dinero hacia los legisladores para sus futuras campañas políticas, ya que ello les permitiría asegurar su cupo parlamentario. Evidentemente, el financiamiento de campañas no es gratuito y el grado de palanca que los financistas pueden ejercer sobre los parlamentarios para que legislen en su propio interés es el precio a pagar. Esta asociación perversa se ve reforzada por el tipo de legislación electoral existente, la cual permite a los congresistas reelegirse varias veces con la consiguiente ventaja que ser el incumbente otorga. En consecuencia, los incentivos a cambiar la ley al respecto también son escasos. Claramente, la posibilidad que de esto resulten acciones que vayan en línea con el interés general es muy baja.

Otra área gris es la fijación de remuneraciones por parte de los legisladores. Los legisladores se benefician de tener un presupuesto más alto para sus actividades. Si bien este presupuesto puede que no sea usado para consumo propio, sí puede que sea usado para tener un trabajo en terreno más intenso en áreas alejadas de su distrito actual, las cuales pueden ser el objetivo de una futura postulación. Asimismo, un mayor caudal de recursos permite sostener y ampliar redes clientelares que consoliden la posición de poder de un parlamentario en un área. Si bien la inflación de remuneraciones no califica dentro de lo que es una actividad ilegal, difícilmente va a beneficiar a la población, la cual debe sostener este mayor gasto con sus impuestos o con el desvío de recursos desde otros usos públicos. Adicionalmente, todas estas actividades pueden contribuir a aumentar la corrupción en niveles bajos del gobierno.

Junto al enfoque mandante-agente, el enfoque que pone el acento en las complementariedades también parece aplicar a nuestra realidad. La corrupción en los niveles bajos y altos del gobierno se hace más presente cuando existe un mayor nivel inicial de ella. En el caso de los niveles altos, específicamente en el Poder Legislativo, en parte la competencia electoral induce a los parlamentarios que no se habían involucrado en estas prácticas a hacerlo, con la consiguiente vista gorda del parlamentario que ya estaba involucrado. Este círculo vicioso explica que una parte no menor de la clase política se encuentre envuelta en casos de financiamiento irregular.

Sin perjuicio de lo anterior, habitualmente se considera a Chile un país no corrupto dentro del contexto latinoamericano. Si bien, como ya se dijo, las medidas de corrupción son por esencia imperfectas, los datos consistentemente nos muestran como uno de los países con menores índices de esta variable en la región. El marco institucional chileno ha reforzado la probidad pública como un valor a preservar y eso ha permitido que los niveles iniciales de corrupción en Chile sean bajos y, por ende, el grado de reforzamiento, o la tolerancia social sea menor. Así, es explicable la inercia que muestran estos índices en la posición chilena.

Para finalizar, el mandante, la ciudadanía, posee limitados recursos a su disposición para monitorear y castigar a los agentes que supuestamente deben operar en su interés. Básicamente se reducen al voto en periódicas elecciones, el cual, individualmente, posee un valor casi nulo. Esto crea fuertes incentivos a desentenderse de los asuntos públicos, lo cual permite comprender el alto grado de desafección ciudadana presente en estos días. Esto conlleva una situación muy peligrosa, que puede llevar a una espiral de mayor corrupción, mayor desafección y, eventualmente, a una crisis política de proporciones. El rol de la prensa activa como de la ciudadanía movilizada física e intelectualmente, es de suma relevancia para evitar que ese escenario ocurra, así como para crear las condiciones de un período de reformas que permitan a Chile salir de este atolladero.

(*) Publicado en RedSeca.cl

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