Nadie está a salvo, el enemigo es in-visible, no tiene rostro, ni cuerpo, ni ojos, ni boca. No simboliza nada ni expresa la más mínima emoción humana. Terrorista alterno, excéntrico, radicalmente otro y sin historia; hijo bastardo de bárbaras derivaciones raciales e irracionalmente caído al mundo para amenazarnos con su voz de trueno y su clamor de cavernas.
No tiene rostro. Pero si digo terrorista digo musulmán, imagino musulmán y construyo matemáticamente la imagen del mal (musulmal), esa tan cinematográfica como ideológica; esa tan burocrática como académica. Si digo terror, hoy, es un holograma moreno y barbudo que nos coloniza el inconsciente y que nos organiza los significantes, todos los significantes posibles en relación con el miedo.
Esta breve columna pretende, sobre todo, insistir en la figura de terrorista que hemos esculpido al ritmo de la partitura occidental-judeo-cristiana, es decir, nuestra partitura.
En ningún caso se pretende vaciar de horror y de espanto al asesinato en masa perpetrado en Niza (crimen cobarde y macabro llevado adelante por psicópatas), pero sí volver sobre el paradigma que coordina nuestro imaginario sobre el terror, apuntando al mismo tiempo a cómo, finalmente, la historia y sus épocas siempre construyen otros; peligrosos otros que diagramamos por efecto de un sutil –al tiempo que poderoso– impulso racial que nos habita solapadamente y que es la fábrica de todos nuestros estereotipos.
Y es quizás Hollywood, en el siglo XX, el que siempre ha dado la pauta, el tono y la forma del objeto repulsivo. Desde las heroicas películas sobre Vietnam donde el otro peligroso era el amarillo oriental (suerte de animal que habitaba bajo tierra y que emergía con el único objetivo de sabotear la libertad en granadas tan bien formateada por los gringos), hasta el narcotraficante sudamericano, caricaturizado como un chulo moreno de camisa abierta y de cuyo cuello pendían sendos lingotes de oro, pasando, sin duda, por el ruso biotipo Ivan Drago –que no era un hombre sino una máquina–, siempre, decimos siempre, el peligroso terrorista ha obedecido a parámetros específicos que promueven y determinan nuestra imagen del enemigo.
Qué decir sobre nuestro Chile y nuestro terrorista made in home creado en el más siniestro recodo mental de Jaime Guzmán.
Recordemos que no solo se hablaba de terroristas sino de cáncer, de tumor; de una suerte de enfermedad cuyo antídoto urgente no era otra cosa más que una tropa de asesinos con casco gestionando al país. Chile estaba “enfermo” de terrorismo y esos mismos agentes del terror eran chascones barbudos con poncho que tomaban vino tinto al compás de las canciones de Violeta Parra y Víctor Jara.
Después vinieron los anarquistas con sus bombitas de ruido que jugaban a derrocar al Estado, pasando a llevar, en más de una ocasión, a vidas inocentes y llevándose por delante uno que otro kiosko de un trabajador viejo y pensionado. Bueno, también fueron llamados terroristas, subversivos y antisistema. La estética ofrecida por el gobierno de turno era la de cabros punkies que escuchaban a la Polla Records y a Los Miserables, mientras se enchufaban un porro en los patios de una casa ocupa cualquiera.
[cita tipo=»destaque»]Terror ha habido siempre, y siempre también aquel que encarna el terror –el terrorista– es fruto de esa vieja pasión occidental por definir la posibilidad de vivir en sociedad, asumiendo en la base que, eternamente, hay peligros inherentes que es necesario identificar, delimitar y estereotipar.[/cita]
En fin, terror ha habido siempre, y siempre también aquel que encarna el terror –el terrorista– es fruto de esa vieja pasión occidental por definir la posibilidad de vivir en sociedad, asumiendo en la base que, eternamente, hay peligros inherentes que es necesario identificar, delimitar y estereotipar.
Tomo, y ya para terminar, la idea de autoinmunidad de la democracia acuñada por Jacques Derrida inmediatamente después de la caída de las Torres Gemelas. Esta idea expresa que la democracia es inmune a sí misma, en tanto que para sobrevivir a las amenazas que enfrenta, siempre debe tomar medidas antidemocráticas que debieran, más bien, tender a aniquilarla definitivamente.
Sin embargo, estas medidas antidemocráticas no hacen más que fortalecer a la democracia misma. Es la idea platoniana de pharmakon, una sola cosa es enfermedad y remedio al mismo tiempo.
Lo que viene, en términos epocales, es un tiempo oscuro, no tengo dudas. Nos tocará ser testigos del nocturno de un mundo en donde el miedo al otro, consolidado por el triunfo de las estéticas, de los estereotipos raciales si se quiere, gobernará no solo la cotidianidad de Occidente sino que organizará sus políticas concretas. En materia de inmigración, de integración, de tolerancia y de respeto por los derechos humanos, lo que se aproxima es, tristemente, un páramo donde la humanidad se verá, una vez más, acorralada por sí misma.