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La ley de inclusión amenazada

María Teresa Rojas y Beatriz Fernández
Por : María Teresa Rojas y Beatriz Fernández Académicas Universidad Alberto Hurtado
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La ley de inclusión aprobada el año 2015 y que comenzó su puesta en marcha el 2016 expresa la convicción del Gobierno y la oposición en torno a la importancia de regular con más determinación el mercado educativo chileno y establecer parámetros éticos mínimos para el funcionamiento de escuelas que reciben fondos públicos. A través de esta ley, el Ministerio de Educación dio respuesta a la crítica compartida por gran parte de la sociedad respecto a que la selección de estudiantes, el copago y el lucro con dineros públicos no es justa ni deseable.

La ley de inclusión se construyó renunciando a ideas que podrían haber profundizado la integración social de los alumnos, como, por ejemplo, incluir a las escuelas privadas pagadas en la ley o terminar con el financiamiento a las escuelas vía subsidio individual o voucher. Esta ley, contempló además una excepcionalidad para los llamados liceos de excelencia, otorgándoles un plazo diferenciado en la eliminación de las barreras de selección de estudiantes. Se estableció además una implementación gradual del nuevo sistema de admisión en todo el país que comenzó el 2016 en la Región de Magallanes. La ley de inclusión regula tres dimensiones muy complejas del mercado educativo chileno, lo que demandará un esfuerzo de envergadura para implementarla en todo el país. Es preciso que las escuelas y liceos cuenten con soportes y apoyos para acoger y valorar a un alumnado sociocultural y económicamente más diverso y, en el caso de un grupo importante de establecimientos, para no cobrar el financiamiento compartido y para terminar con el lucro.

Una ley compleja, contracultural en cierto sentido, pues favorece la integración social en las escuelas y no la segregación como ha sido la tónica del sistema escolar en Chile, requiere convicción por parte del Estado y políticas educacionales compatibles con esta nueva visión del sistema educativo. Sin embargo, a poco andar, es posible identificar dos amenazas a esta regulación.

La primera es la consolidación de un sistema de aseguramiento de la calidad que tiene como eje central los resultados del SIMCE, y que promueve el ordenamiento y clasificación de escuelas, principalmente basados en los puntajes que estas obtienen. “Los indicadores derivados del SIMCE ponderan 73,6% en el puntaje total utilizado para realizar la ordenación de escuelas”. La noción de calidad educativa, como muchos han denunciado, se restringe de esta manera a los resultados en pruebas de cuatro asignaturas del currículo, que miden solo ciertos contenidos, desconsiderando así que la calidad es un concepto integral que tiene muchas dimensiones a considerar. Entre ellas, la diversidad del alumnado y los esfuerzos que muchas escuelas realizan por incluir a todos los niños y niñas, sin distinción de su clase social, origen étnico, religión, género o sus necesidades de aprendizaje.

El SIMCE es además una medición cuyos resultados históricamente han demostrado estar asociados fuertemente al nivel socioeconómico de los estudiantes. Por lo tanto, paradójicamente, las escuelas más amenazadas por el sistema de clasificación y ordenación de escuelas, serán aquellas que atienden y acogen a los estudiantes con menos recursos económicos del sistema escolar. La importancia que sigue teniendo el SIMCE para determinar si una escuela es de calidad, atenta contra la inclusión y diversidad de su alumnado, pues con justa razón muchas escuelas perciben que atender la diversidad supone sacrificar los resultados académicos.  La diversidad del alumnado requiere adaptaciones curriculares, mayor apertura a las culturas familiares, más tiempo para conocer y acoger a todo el alumnado.

En el marco de investigaciones incipientes sobre la implementación de la ley de inclusión en Chile, los resultados arrojan que directivos y docentes manifiestan que es muy difícil responder a la doble demanda del Ministerio de Educación de incluir socialmente a los estudiantes y subir los resultados del SIMCE al mismo tiempo. Son tiempos pedagógicos y visiones absolutamente diferentes que entran en tensión y disputa en el contexto escolar.

[cita tipo=»destaque»] Una ley compleja, contracultural en cierto sentido, pues favorece la integración social en las escuelas y no la segregación, como ha sido la tónica del sistema escolar en Chile, requiere convicción por parte del Estado y políticas educacionales compatibles con esta nueva visión del sistema educativo. Sin embargo, a poco andar, es posible identificar dos amenazas a esta regulación.[/cita]

Una segunda amenaza se escucha en las voces de algunos senadores y diputados que ponen en entredicho la ley de inclusión para un grupo minoritario de liceos, los denominados emblemáticos, sosteniendo que existe un tipo de selección virtuosa que debe ser defendida a toda costa. Llama la atención que estos congresistas e intelectuales de centros de pensamiento de la derecha chilena, denuncien las debilidades de la ley de inclusión a pesar de que esta todavía no se ha aplicado en los llamados liceos emblemáticos, pues, como se dijo en el inicio, su implementación es gradual.

La ley de inclusión, según algunos, sería la causa de la pérdida de excelencia, entendida como altos puntajes en el SIMCE y en la PSU, de estos establecimientos. El argumento no solo es falaz, pues la ley no tiene relación alguna con la baja de estos resultados, sino que vuelve a poner en el tapete el estrecho concepto de calidad que movilizan. Es cierto, estos liceos emblemáticos han bajado levemente sus puntajes, pero las razones son muy variadas. Además, sus estudiantes han liderado una discusión pública por mayor igualdad en el sistema escolar que también expresa calidad ciudadana y cívica, aunque ello sea invisible al SIMCE y la PSU.

El país necesita que todas sus escuelas y liceos mejoren en calidad educativa, no solo un grupo de centros privilegiados. Cuando se legitima la selección como un requisito para la calidad educativa y la excelencia, se discrimina a favor de los niños que poseen capitales culturales y sociales más aventajados, o bien, que han tenido la suerte de contar con familias que los apoyan y respaldan para forjarles hábitos y motivaciones especiales. Es decir, la selección es “parentocrática”, en el fondo, se selecciona a la familia, no al niño. Una escuela de calidad debiese educar a niños y niñas independientemente de las familias que posean o de los talentos que han tenido la fortuna de desarrollar o de las disposiciones a aprender que han podido cultivar. Niños y niñas que no han tenido esas oportunidades, o que requieren apoyos diferenciados o que pertenecen a otras culturas, todos son sujetos de derecho que no deben ser sometidos a selección alguna.

Lo realmente preocupante, en especial en algunos senadores de la coalición de gobierno, es el desconocimiento de un principio que fue votado en la ley por mayoría en el Congreso, como es que la selección, en cualquiera de sus formas, es injusta, porque niega el principio básico de una buena escuela para cada niño o niña sin importar su condición social, cultural o cognitiva. Mirar a un grupo minoritario de liceos para reivindicar la selección, es despreciar a la mayoría de escuelas públicas que diariamente hacen esfuerzos notables por que todos los niños y niñas aprendan y convivan en paz, a pesar de que no brillen en el SIMCE.

La ley de inclusión, aun cuando no modifica la estructura de financiamiento de las escuelas basada en el voucher, es un avance desde la perspectiva de la integración social y el reconocimiento al derecho de todo niño y niña a ser educados sin discriminación. Es un avance para la democratización del país. Pero lamentablemente está bajo amenaza, pues aún falta convicción de distintos agentes del Estado sobre la urgencia de construir un sistema escolar menos segregado.

La calidad educativa no se puede sostener sin inclusión social y cultural. Las escuelas lograrán calidad cuando cuenten con tiempos reales para la inclusión y tengan la certeza de que pueden realizar adaptaciones curriculares y proponer proyectos educativos que respondan a los estudiantes reales con los que trabajan, sin la presión permanente de que sus logros solo sean observados por la lupa de los test y cuestionarios estandarizados. Las escuelas serán de calidad para todos cuando las familias no deban vivir la angustia de que el colegio o liceo deba someterlos a pruebas de selección o que deben pagar para asegurar la calidad académica de estos.

La ley de inclusión necesita tiempo y mucha voluntad política para su implementación. Las amenazas atentan contra este pequeño pero significativo logro.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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