La colusión ayudó a la continuidad del sistema económico heredado de la dictadura, un capitalismo autoritario, que había fusionado los intereses públicos y privados, expresado en las privatizaciones, en las cuales sus altos ejecutivos adquirieron las empresas; desconoció las funciones regulatorias estatales, predominando la visión de un Estado mínimo, sin tener una administración pública moderna y eficaz, con capacidades para atender los intereses de todos; tuvo una concepción parcial de la empresa, en torno al capital, prescindiendo del trabajo, y desconoció el derecho de los trabajadores a organizarse para mejorar sus derechos económicos. Y desconoció la importancia de la competencia como eje central del dinamismo económico.
Las elecciones presidenciales y parlamentarias del 17 de noviembre próximo son las más importantes que ha tenido Chile desde las de 1989, porque ocurrirán en un contexto de crisis de representación y de crisis de legitimidad del sistema económico.
Ambas están vinculadas por prácticas monopólicas y de colusión por grandes empresas y el financiamiento ilegal de campañas electorales por grupos económicos y grandes compañías (Penta, SQM, Corpesca, etc.) a políticos de todos los partidos, senadores y diputados, como también a los candidatos presidenciales desde 2009
Esto último ocurrió porque no se estableció financiamiento público a los partidos (de campañas, comenzó el 2003), un gravísimo error, que no previó el desenlace inevitable de ello: la convergencia de intereses de políticos que necesitaban financiar sus campañas y empresarios interesados en hacerlo, porque les beneficiaba, porque influirían en sus decisiones. Este error ha provocado un daño devastador en el sistema político y en las empresas, porque se desconfía de los reales objetivos de las políticas y las leyes, dañando severamente la confianza en la política y en las compañías, agravando las crisis de representación y de legitimidad del orden económico.
En consecuencia, el desafío que enfrenta Chile no es de cultura cívica, es el pesimismo, como lo planteó el ex Presidente Lagos en su libro En vez del pesimismo (2016), con el cual presentó su candidatura presidencial. Por el contrario, se trata de reformar instituciones y formular nuevas políticas, tareas indispensables para enfrentar ambas crisis y para modificar el clima subjetivo de los chilenos.
Nada aporta cambiar “la marca” NM, según lo plantean algunos dirigentes de partidos, si ello no va acompañado de cambios institucionales y de las políticas que han conducido a la doble crisis y al financiamiento ilegal de la política.
La crisis de representación se expresa en la caída de la participación, en el debilitamiento de los partidos, manifestado ello en sus recursos organizativos y en sus capacidades para participar en el Gobierno (party government), y una baja confianza en las instituciones y las élites políticas. El sistema de partidos se ha fragmentado, con once que tienen representación parlamentaria, siete de los cuales forman la NM. Desde las elecciones del 2016, Valparaíso, la segunda ciudad más importante del país, tiene un alcalde de una nueva colectividad de izquierda. El poder de los partidos tradicionales se ha reducido de manera sustancial.
Esto ocurre en un contexto más amplio de una democracia semisoberana, pues tiene una Constitución que conserva enclaves autoritarios de su texto original de 1980 (rechazo a las funciones de los partidos, las supramayorías, entre otras) y el general Pinochet fue un importante actor durante los primeros ocho años del nuevo régimen, con consecuencias negativas en la cultura cívica de los chilenos, pues hay un mediocre apoyo a la democracia.
Lo más evidente es la caída de la participación. En la primera vuelta de los comicios presidenciales de 2013 votó el 49,3%, nueve puntos menos respecto de las elecciones de 2009, imponiéndose Michelle Bachelet, abanderada de la Nueva Mayoría (NM), con el 46,7%, que representó un 22,6% del padrón electoral. En las elecciones municipales de octubre del 2016 sufragó un porcentaje aún menor de ciudadanos, 34,92%, una caída de nueve puntos respecto de los comicios municipales de 2012, los primeras con voto voluntario, oportunidad en que también cayó la participación respecto a los del 2008.
La caída de la participación amenaza la definición de la democracia como “gobierno del pueblo y para el pueblo”. ¿Hasta cuándo puede caer la participación electoral para que mantenga este carácter? ¿40%, 35%, 25%? ¿Cuál es la frontera que separa un gobierno representantivo del pueblo, de otro que es representativo de una minoría?
La pregunta es de la mayor importancia, por dos motivos. En primer lugar, la disminución de la participación electoral no es homogénea, sino que más intensa en ciertos estratos sociales que en otros. Los votantes, por tanto, no reflejan la sociedad, con su complejidad y diversidad política, social y económica, sino que es más bien a una parte, aquellos que han sufragado. Este sesgo se puede agravar si continúa la disminución de la participación electoral.
[cita tipo=»destaque»]La superación de los carteles y la colusión significa, en primer lugar, que los candidatos presidenciales concurran a la primera vuelta, sin realización de primarias, y los partidos de los dos bloques compitan en las elecciones parlamentarias en dos o más listas. En segundo lugar, una agenda amplia y no acotada, con las distintas alternativas de reforma de instituciones y de nuevas políticas.[/cita]
Numerosos estudios en EE.UU. y en Europa Occidental demuestran que la caída de la participación es menor entre las personas con más educación, que son las que tienen mayor nivel económico y, por ende, ciertas aspiraciones, y es mayor en las personas con menor educación, que tienen un menor nivel económico y bajos ingresos, que enfrentan otras carencias y necesidades, necesitando la atención del Estado. Y la agenda pública gira en torno a los intereses de los que van a votar, sin considerar a los que se quedan en sus casas, entre los cuales predominan los pobres. El contraste entre el 45% de participación en Vitacura y el 21,3% de La Pintana confirma esta generalización. En consecuencia, la caída de la participación acentúa las desigualdades, un resultado que se debiera evitar, porque daña la calidad de la representación política, un fundamento esencial de la democracia.
En segundo lugar, porque el Presidente elegido es, en definitiva, minoritario, porque lo apoya una parte del país. Ello le impide tener el poder político necesario para tomar decisiones controvertidas y necesarias. Si bien es cierto la Presidenta Bachelet fue elegida por una amplia mayoría en segunda vuelta, 62,2%, solo votó el 42%, que corresponde al 25,5% del electorado. La segunda vuelta “fabrica” una mayoría, pero esta no le proporciona los recursos políticos para impulsar su programa y enfrentar las dificultades, debiendo tomar medidas impopulares para superarlas. La caída de su popularidad tiene acá un fundamento estructural, al cual se le agregaron los factores coyunturales conocidos,
Los argumentos del sesgo de clase y de la debilidad política del Gobierno porque lo eligió una minoría también rigen para el Congreso, con legisladores preocupados de aprobar iniciativas que interesan a sus donantes (dar ventajas tributarias para la repatriación de capitales) o a votantes de estratos medios (gratuidad inicial en los estacionamiento).
La segunda crisis es de legitimidad del sistema económico y se expresa en el bajo crecimiento, su dependencia del cobre, el trabajo precario, los bajos salarios y un sistema de AFP que entrega pensiones de bajísimo monto, que impiden una vida digna a los jubilados. Chile ha salido de la miseria y se ha disminuido la pobreza, pero hay una concentración de la riqueza que daña su legitimidad y es fuente de conflictos sociales políticos. El 0,1% de la población tiene el 13,75% de la riqueza y un segmento bastante menor, el 0.01%, unas 1.700 personas, concentran el 6,2% del ingreso (Engel). Este último es bastante superior al que tiene este porcentaje de individuos en los EE.UU., 4,08%. Con estos recursos, empresarios de derecha financian una intensa actividad intelectual para difundir sus ideas a través de seminarios, publicaciones y la prensa y combatir las de sus adversarios a través de think tanks, complementando la función de los partidos del sector.
La legitimidad del sistema económico se ha visto severamente dañada por prácticas monopólicas y de colusión por las grandes empresas, que no han sido hechos aislados sino prácticas recurrentes, incurridas por empresas emblemáticas del sector privado, como CMPC (“la Papelera”), controlada por el grupo Matte, que incurrió en la colusión del papel tissue y confort durante más de una década, desde el 2000 al 2011 (Confort-Gate).
Chile debe preocuparse de seguir reduciendo la pobreza y mejorar las condiciones de vida de los sectores populares y medios-bajos, pero también debe preocuparse de disminuir la concentración de la riqueza, para impedir las graves consecuencias en el sistema económico y político y asegurar la separación entre ambos.
La colusión se da no solo por parte de empresas, limitando la competencia económica, sino también en la política, que limitó la competencia electoral en un doble sentido: personal, porque hubo menos candidatos por la práctica de carteles, en comparación con un sistema electoral proporcional, y de issues (temas) de campaña.
Desde 1989 se ha seguido una práctica de carteles, con la formación de dos bloques, la Concertación y la derecha, que esconde la realidad de un sistema múltiple de partidos y en el cual, por el binominal, la competencia es al interior de cada bloque y no entre los bloques y entre todos los candidatos. Cada cartel tuvo un programa común, con ciertos temas prioritarios y prescindió de otros, una decisión que no fue neutral políticamente, pues implicó coludirse en una agenda pública.
Esta colusión sustantiva comenzó tempranamente, con las orientaciones estratégicas de los gobiernos democráticos, que tuvieron cuatro componentes: la prioridad que se dio a la gestión económica, descuidando la política y a los partidos; la opción más por la continuidad que por la reforma del sistema económico heredado de la dictadura, con marcados sesgos neoliberales; una política de consenso con los empresarios, que acentuó la permanencia de importantes rasgos del “modelo” y, en cuarto lugar, el predominio de una visión tecnocrática en el análisis económico y en las propuestas, que agravó el descuido de la política y los partidos.
Todo esto apuntó hacia una agenda y un debate público despolitizados, en los cuales dominaban los temas e indicadores macroeconómicos. Los únicos momentos en que el Gobierno y el Congreso se preocuparon de convocar a tareas de interés común fue en torno a desastres de la naturaleza y apoyaron las campañas de la Teletón.
Esta colusión ayudó a la continuidad del sistema económico heredado de la dictadura, un capitalismo autoritario, que había fusionado los intereses públicos y privados, expresado en las privatizaciones, en las cuales sus altos ejecutivos adquirieron las empresas; desconoció las funciones regulatorias estatales, predominando la visión de un Estado mínimo, sin tener una administración pública moderna y eficaz, con capacidades para atender los intereses de todos; tuvo una concepción parcial de la empresa, en torno al capital, prescindiendo del trabajo y desconoció el derecho de los trabajadores a organizarse para mejorar sus derechos económicos. Y desconoció la importancia de la competencia, como eje central del dinamismo económico.
Esta agenda también significó consecuencias negativas para los votantes de la Concertación, pues tuvo una orientación política de centroderecha, que contradijo el carácter de centroizquierda del conglomerado que controló el Poder Ejecutivo en forma continuada por veinte años y lo perjudicó electoralmente, pues causó malestar y frustración en sus votantes, los que no votaron o cambiaron el voto a candidatos de derecha. Las dificultades del PS no se explican sin esta colusión sustantiva.
Estos componentes institucionales son incongruentes con la democracia, que requiere separar los intereses económicos particulares y los del Estado. Este, además, debe cumplir las funciones regulatorias, indispensables para asegurar la eficacia del sistema económico y proteger a los consumidores. Debe tener una administración pública moderna y eficaz, para cumplir sus funciones y contar con recursos que aseguren que sus decisiones sean obligatorias, es decir, se cumplan.
Son gravísimas las consecuencias de no contar con ella, pues cuestan vidas (Sename), abren la puerta al patronaje de los partidos, al lobby de las empresas, a la codicia y la corrupción (“Milicogate”, Carabineros, etc.). La democracia debe contar con un sistema económico congruente con sus instituciones y valores, como es, por ejemplo, la economía social y ecológica de mercado que existe en Alemania y en otras democracias avanzadas.
No se puede seguir ignorando la debilidad del Estado por razones ideológicas, proponiéndose soluciones de parche, haciendo girar su fortalecimiento en torno a la expansión de la Alta Dirección Pública. La modernización del Estado es mucho más que definir normas de cómo contratar jefes.
La colusión también dañó el carácter de las campañas electorales, pues es en ellas cuando se deben explicitar las diferencias entre los partidos y candidatos (programas, políticas, ideologías, imágenes, etc.) para promover la participación. No hubo una lucha electoral propiamente tal, ya que no hubo confrontación de ideas, porque predominaba una agenda similar en los candidatos de izquierda, centro y derecha y resaltó la personalización. Estos no se apoyaron en la organización partidista, sino que recurrieron al trabajo de activistas pagados y al empleo del marketing, cuyos altos costos eran financiados con aportes ilegales de empresas y, tardíamente, tuvieron aportes legales (desde 2003), pero secretos, lo que acentuó la interferencia de ciertos empresarios en las campañas electorales. Los candidatos escondían su militancia partidista, con excepción de la UDI, aumentando la despolitización de las campañas electorales.
Como el resultado electoral era previsible, pues el binominal favoreció a los incumbentes, es decir, a quienes buscaban reelegirse, la competencia electoral fue aun menos atractiva. No se dio uno de los componentes de la competencia electoral, que estimula la labor de los candidatos y los partidos: la imprevisibilidad en el resultado (Bartolini, 1999).
No puede sorprender la disminución de la participación. Este tipo de competencia electoral limitada debiera terminar. Es necesario ampliar los temas de la agenda de campaña, incorporando a los excluidos. Ello significa una politización de la campaña presidencial, que la hará más atractiva.
Chile es el único país en el mundo con alianzas electorales permanentes durante un cuarto de siglo, con una extraordinaria regularidad que transformó un acuerdo electoral de carácter estratégico en una institución. Sin embargo, una institución se justifica cuando sus beneficios son claros y no perjudican a la democracia, como es lo que ocurre con la cartelización y colusión política y los beneficios de esta práctica de cartel y colusión se distribuyen de manera desigual, unos partidos ganan, pero otros pierden y se perjudica al sistema de partidos porque favorece a los establecidos, que no tienen incentivos para renovarse porque cuentan con esos recursos.
Es muy difícil reformar las instituciones, porque ellas tienden a prolongarse en el tiempo, pues tienen un sesgo hacia el statu quo y la inercia. Además, sus fundadores han establecido barreras para impedir ser reformadas, que cobran mayor visibilidad cuando hay presión para cambiarlas (Pierson, 2000). Los parlamentarios se acostumbraron a una competencia limitada, pocos candidatos y sin confrontación de ideas, y tienen pánico a que ella sea amplia.
La campaña electoral es la oportunidad para discutir propuestas para enfrentar las dos crisis y avanzar hacia una democracia soberana, con gobiernos mayoritarios, capaces de tomar medidas impopulares pero necesarias y enfrentar la crisis de legitimación del sistema económico.
La superposición de la colusión política y económica y del poder político y económico constituye el nudo gordiano de nuestra democracia, que debe ser roto lo antes posible, para impedir que la siga dañando y para fortalecer el dinamismo económico. Las reformas legales de los dos últimos años son pasos en una dirección correcta, pero insuficientes, porque sus normas no son respetadas por todos los llamados a cumplirlas, lo que debilita su fuerza porque no tienen la obligatoriedad que define a las instituciones.
Constituye un grave retroceso que los partidos de derecha apoyen la postulación presidencial del ex Jefe de Estado Sebastián Piñera, cuya biografía política se caracteriza por confundirse con su labor como hombre de negocios. Piñera no se cuidó de separar los negocios de la política desde que ingresó a ella en 1989.
Los partidos de derecha borran con el codo lo que ayer escribieron al aprobar leyes para fortalecer la democracia y los partidos. ¿De qué sirve promulgar leyes si después los legisladores toleran que ellas no se respeten?
La superación de los carteles y la colusión significa, en primer lugar, que los candidatos presidenciales concurran a la primera vuelta, sin realización de primarias, y los partidos de los dos bloques compitan en las elecciones parlamentarias en dos o más listas. En segundo lugar, una agenda amplia y no acotada, con las distintas alternativas de reforma de instituciones y de nuevas políticas. Y, en tercer lugar, condenar el financiamiento ilegal de la política, un paso indispensable para recuperar la confianza en dicho ámbito y los políticos, y resaltar la necesidad de separar los negocios de la política, indispensable para asegurar la autonomía de esta, amenazada cuando ambas funciones se superponen.
Todo esto significa, en pocas palabras, definir un nuevo paradigma político (Hall, 1993), pero su complejidad y amplitud excede el ámbito de esta columna y será objeto de otra.
Es un largo camino para alcanzar estos objetivos, pero el primer paso debiera comenzar con la elección presidencial y parlamentaria de este año.