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Contra la arrogancia y los delirios sobre el género


La oposición a reconocer las demandas respecto a la diversidad de identidades suele fundamentarse tanto en asumir que los intereses de hombres y mujeres tienen algo de innato como en reaccionar ante el cuestionamiento de los propios privilegios; este último, muy presente en supuestas mentes progresistas, preocupadas ante las desviaciones políticas promovidas por las diversas organizaciones. A lo primero, Cordelia Fine lo catalogó como delirios sobre el género, lo segundo constituye la arrogancia intelectualoide de quien crea ser educador de las masas. En el contexto de investigaciones empíricas—neurociencias y ciencias cognitivas—Fine explica que son debilidades metodológicas y supuestos implícitos los que exageran la existencia de diferencias biológicas innatas; esto último lo denominó neurosexismo.

En vez de apelar a principios innatos y adaptaciones biológicas, la desigualdad de género se explica mediante la discriminación inherente a sistemas sociales construidos sobre relaciones de dominación. Lorna Finlayson vincula esto con la perspectiva marxista y explica que nuestra tradición ‘occidental’ se caracteriza por la vigencia de la ideología patriarcal, consistente en ‘otro tipo de falsa consciencia, la ocurrencia y naturaleza de la cual se explica en términos de una tendencia a privilegiar los intereses de un sexo dominante (los hombres) por sobre de los de uno subordinado (las mujeres)’ (18).

[cita tipo=»destaque»]Si de algo somos tributarios como tradición intelectual ‘occidental’, es de sociedades basadas en la desigualdad, discriminación y con Estados controlados por burocracias representantes de intereses minoritarios, con sistemas jurídicos no han asegurado igualdad sustantiva y material precisamente.[/cita]

En lo que sigue, centrándome en las disciplinas antes mencionadas, ejemplificaré los delirios de género con la columna de Catalina Siles y Tomás Henríquez (Siles & Henríquez) y la arrogancia intelectualoide con la columna de Iván Brunet. Los primeros, hablan de una ‘ideología del transgenismo’ (sic) como un lobby homogéneo consistente en que la mente, ‘siendo puramente espiritual e inmaterial, no se ve constreñida por las ataduras de lo corporal’. Para ellos, la ‘ideología del transgenismo’ es un lobby transgénero espiritualista, que cree que ‘el cuerpo no integra a la persona’ y nos obliga a creer que ‘el cuerpo no comunica un dato acerca de quién se es’. Por otra parte, el segundo cataloga—sin especificar—a algunos movimientos de ‘grupos radicales y agresivos’ que pretenden ‘normal la sexualidad hétero y considerar al hombre y la masculinidad como sus enemigos (…) las miradas, el lenguaje, los gestos, hasta los pensamientos y sentimientos de los otros para que nadie se sienta ofendido, discriminado o acosado, según su ideología parcial y sesgada’ y como ‘regalones del Poder (…) invisibilizan los profundos problemas sociales de todos’. En otras palabras, para Brunet cualquier organización que no se bien comporte según estándares republicanos que, coincidentemente, alegan cumplir realmente lo que las otras proponen sin ninguna justificación más que la altura moral conferida por los fines que se dicen buscar—y muchas veces con grandilocuentes afirmaciones con pomposos apellidos germánicos.

En ambos casos, los delirios son profundamente anticientíficos. Mientras que Silas & Henríquez pretenden derivar categorías naturales interpretando la Constitución de la República, Brunet pretende explicarles a algunos que no están comportándose con debido respeto a estándares lógicos y humanistas, sin ninguna explicación más que la mala aplicación conceptual del trabajo de unos grandes pensadores. Los primeros, suponen que el sistema jurídico refleja al mundo natural y que determina qué es lo que debiese normarse. En sus palabras, las diferencias sexuales innatas se imprimirían ‘en las dimensiones espirituales, afectivas, culturales y sociales de las personas’. El segundo, sobre una mala (o inexistente) comprensión del materialismo histórico, supone que ‘ya no existe la lucha de clases’ y que ‘los revolucionaristas (sic) no saben, o no quieren entender’. No ofrece ninguna justificación científica además de la mención a las neurociencias al comienzo y, sin embargo, se da el lujo de tratar a ‘algunos’ de irracionales, ya que ‘la razón ha sido dejada de lado y las pasiones, el resentimiento y la rabia dominan el ethos y la praxis de esos grupos ruidosos y beligerantes’.

Para Silas & Henríquez, nuestra constitución biológica informa al espíritu la identidad que debe asumir, y no al revés como estaría impulsando el lobby transgénero espiritualista; Brunet dirá que los feminismos radicalizados terminan ‘agrediendo a sectores de la sociedad que perfectamente son sus aliados naturales’—como a él, que considera relevante mencionar su heterosexualidad como prueba. Por una parte, respecto a este último, no sólo siente amenazada su heterosexualidad, sino que lo ve como algo amenazable, como si las reivindicaciones giraran en torno a sus preferencias sexuales de un hombre heterosexual, intelectual y educado—que incluso pueda que crea que es blanco. Por otra parte, los primeros recurren a la definición que la Constitución de la República tiene del ser humano, porque sería ‘tributaria de la tradición intelectual occidental’, esa misma que Brunet se jacta de manejar al punto de querer educar a movimientos que no entienden o no se dan cuenta—¡serán tontos o lesos! Si a juicio de él ni saben hablar ni modular bien.

Estas posiciones efectivamente recuerdan cuando Nietzsche proclama la muerte de Dios y su reemplazo como ídolo por el Estado, y el de los sacerdotes, quienes ahora serían abogados intérpretes del Libro del Estado. También hace recordar su crítica al resentimiento, que suele cobijarse en ideales proclamados con grandilocuencia, para luego sojuzgar al resto por no ser tan humildes al no querer aceptar este principio superior. Como Brunet, quien sí tendría la claridad de cuáles son los medios y fines buscados y no las organizaciones mismas, que al menos lo hicieron pensar del tema—las masas proponen, y los intelectualoides explican. En otras palabras, cual Kant llamando a la salida de la minoría de edad, para Brunet estos grupos no son locutor racional y válido: resentidos y caprichosos de guata en contra de los hombres heterosexuales como él, como se preocupa en destacar (como si a alguien le importara su vida sexual).

Si antes los sacerdotes nos impartían el conocimiento del mundo inferido del Libro de Dios, hoy los abogados leen la Constitución de la República y los intelectualoides corrigen y guían a los resentidos. Para Silas & Henríquez, el Estado no podría si no reconocer cuerpos sexuados, de modo que pueda proteger a la persona humana comprendida integralmente (‘indiferenciadas sexualmente’, agregaría Brunet). No obstante, aparte de la supuesta trascendencia del cuerpo sexuado hacia el espíritu y el conocimiento de un par de filósofos, ninguno dice nada sobre la fisiología, ni mucho menos del rol del Estado en la historia, el cual no ha sido precisamente el de un edificio administrativo a ser llenado luego de cada período electoral. Más bien, el Estado es un aparataje complejo de ordenamiento y dominación de la sociedad, cuya estructura es el resultado dinámico de múltiples conflictos a través de la historia. Sólo con considerar las luchas históricas por dejar de ser ciudadanía de segunda clase (cuando no eran incluso sólo por el reconocimiento), de generaciones de negras y negros, mujeres, inmigrantes, trans, y así sucesivamente los parias del Capital (quienes, a criterio de Brunet, ‘no les importa mucho pasar a llevar los derechos de los demás’), veremos que la norma suele ser el conflicto y no el consenso; la historia de la humanidad parece más una guerra social que una discusión de representantes y grupos de intereses republicanos.

Si de algo somos tributarios como tradición intelectual ‘occidental’, es de sociedades basadas en la desigualdad, discriminación y con Estados controlados por burocracias representantes de intereses minoritarios, con sistemas jurídicos no han asegurado igualdad sustantiva y material precisamente. Más bien habría que ser tributarios de aquella tradición intelectual que se pone al servicio de los parias del Capital, y no como la falsa y pretensiosa intelectualidad de Brunet, rápida en promulgar incluso la incapacidad de hablar un dialecto comprensible producto de la ‘devastación moral y cultural de Chile’. Los progresos democráticos a través de la historia se han obtenido mediante la organización de las clases subalternas frente a la violencia del Estado cada vez que han intentado pasarse de la raya exigiendo justicia e igualdad. ¿De qué es realmente reflejo el sistema jurídico? Por lo menos deberíamos acordar que las definiciones escritas en la Constitución de la República no son inmediatamente válidas ni verdaderas, ni esperan ser interpretadas por el sacerdocio de abogados para otorgarnos conocimiento de la naturaleza.

Otra dimensión del delirio consiste en un error de categoría: tratan al género como si fuese una categoría natural. Según Silas & Henríquez, el lobby transgénero espiritualista se equivoca al omitir que el cuerpo informa lo que identidad corresponde unívocamente; en otras palabras, el cuerpo norma qué identidad debe asumirse. En vez de tener una actitud científica observando como de hecho emerge la identidad, constitutivamente social mediante la interacción, prefieren leer la Constitución de la República para inferir cómo debería ser la identidad—independiente de lo observado. Hablan del sexo como sí ser un hombre o una mujer fueran categorías naturales discretas. Distinguir científicamente entre hombres y mujeres sería tan directo y evidente como hacerlo con peras y manzanas. No obstante, parecemos más una gradiente de luz que distintos tipos de frutas: la historia evolutiva de nuestra especie ha producido un amplio espectro de manifestaciones posibles de nuestra corporalidad, en donde cualquier corte es arbitrario en función de nuestros intereses en la observación. En este punto, creo preciso enfatizar que independiente de la amplia gama de discusiones internas sobre el empleo de estos conceptos, mis afirmaciones se limitan a decir que lo que ‘realmente’ sea ser una persona es una cuestión fundamentalmente política y no solucionable mirando el cuerpo o haciendo resonancias magnéticas—mucho menos leyendo alguna definición extraída de la Constitución de la República.

El punto es que no hay absolutamente ninguna característica biológica que determine los roles a jugar en la sociedad; no es posible justificar ni la violencia de género ni la flojera de planchar sus propias camisas por algo innato en nuestro cuerpo. La amplia diversidad de identidades existe en la sociedad de un modo similar a las clases sociales: a ambas no las encontramos en la naturaleza y se evidencian en dinámicas sociales. En palabras de Finlayson, se trata de ‘una cuestión sobre el tipo de prácticas sociales que son infligidas (…) que dan forma a las experiencias’ (50). Como los primates hipersociales que somos, nuestra identidad es constitutivamente social y emergente de los intercambios sociolingüísticos. El género es predicado de los patrones de comportamiento adquiridos durante la enculturación, en edad temprana (incluso antes de los 3 años). Fine muestra que aquellos patrones que pudieran ser considerados como manifestación espontánea de los roles de géneros innatos, en realidad son de patrones culturales arbitrarios. Considérese que desde los primeros días la cría es expuesta a sesgos de género, dependiendo de sus órganos reproductivos. Esto ocurre en niveles tan sutiles como en el reconocimiento facial y de tono de voz, gracias a las particulares habilidades miméticas de nuestra especie.

Son nuestras dinámicas sociales, que atraviesan a las interpretaciones que hacemos de la realidad, las que son adquiridas tempranamente durante el proceso de enculturación; en consecuencia, la consideración que sea que tengamos del género estará determinada y dotada de contenido en gran medida por la operación de las dinámicas sociales: el patriarcado y el capitalismo. En qué medida y en qué modo uno incorpora al otro es una discusión innecesaria para establecer este punto; lo que queda claro es que personas como Brunet suelen darse el lujo de decir barbaridades sin una argumentación sólida y fanfarroneando racionalidad pronunciando apellidos germánicos. ¡Cómo será su arrogancia! Si desde la ignorancia injustificada afirma que la gente ‘se expresa mal, desde la mala modulación al uso incorrecto de los términos’—habría que preguntarle cómo es que, al parecer, llevamos siglos entendiéndonos y qué forma tomaría el español adecuado (¿el latín degradado de la península ibérica que algunos intentan hacer pasar por lengua propia? Me hubiera gustado, entonces, ver escrita en latín su columna). Una vez que hemos despejado los delirios y la arrogancia coexistente con el privilegio, la disyuntiva emerge con claridad: o abogamos por la soberanía sobre nuestras vidas sin ningún tipo de distinción ni privilegio, o nos quedamos esperando a que el sacerdocio de abogados descienda del monte Sinaí o a los intelectuales como Brunet, trayendo las Tablas de la Ley para enseñarnos a ser racionales e implementar el disciplinamiento del Estado (capitalista y patriarcal) sobre nuestras vidas y corporalidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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